Yo no tenía la culpa. A mí me habría gustado ser tan alto como Paquito, el hijo de Romero, que había acabado el verano anterior con pantalones de dos colores, porque a mitad de agosto su madre ya le había sacado el dobladillo y tuvo que echarle una pieza, empalmando una tira de una capa vieja de su padre, para conseguir que los bajos se le acercaran a las rodillas. Los míos apenas se movieron del sitio durante todas las vacaciones. Madre decía que era una suerte, y sonreía, pero los dos sabíamos que a ella le habría encantado rematar con un trozo de tela verde mis pantalones grises, y a mí, ir hecho un mamarracho de dos colores, igual que Paquito.
Yo no tenía la culpa, pero aquella noche me sentí culpable, y sin embargo, igual que la grandiosidad del mar había afirmado mi alegría de ser de tierra adentro, la amargura de hacer sufrir a mi padre vino envuelta en la certeza de su amor, todo el amor que cabía en aquel hombre serio y taciturno, que no era aficionado al pan milagroso de los besos y abrazos que su mujer repartía sin que se agotaran nunca, y que sonreía poco, jamás como en la fotografía que le hicieron en aquellos tiempos en los que fue feliz.
El intrincado hallazgo del amor de mi padre, la llama secreta que ardía entre las tinieblas de su preocupación y mis centímetros, me calentó la cama cuando la botella no conservaba ya otra temperatura que la de mi cuerpo. Entonces, por fin me dormí, y al despertarme, comprobé que aquella noche había vuelto a helar. Paquito entró en mi casa corriendo cuando todavía no me había dado tiempo a terminar el desayuno, para enseñarme su botella nueva, en una funda gris, jaspeada, que era más fea que la mía, de rayas azules y blancas. Si un día antes hubiera podido contemplar aquella escena por un agujero, si hubiera podido verme en el instante en que respondí al desafío del hijo de Romero levantando mi propia botella con las manos y la arrogancia de un pistolero más veloz que su enemigo, me habría estremecido de orgullo y de placer. Pero la noche anterior había escuchado algo que nunca debería haber oído, y aquella mañana, todo lo que estaba derecho había amanecido torcido.
Yo era bajito, muy bajito, canijo, como dijeron mis primos de Almería antes de robarme los zapatos, hasta sin saber que así era como me llamaban mis amigos. Incluso ellos, que nunca comían carne, eran más altos que yo. Mi padre lo sabía sin que nadie se lo hubiera contado, y lo sabía mi madre, que me había concedido la gracia de ascender desde la piedra hasta la botella cuando aún no lo esperaba. Y por más que intenté convencerme de que las confidencias de uno y la decisión de la otra habían coincidido por azar, no logré desprenderme de una sospecha incómoda, humillante, y cuando me fui a la escuela con Paquito, estaba seguro de que la botella que apretaba entre los brazos no era un galardón que yo me hubiera ganado, sino una amorosa treta con la que madre intentaba que no me sintiera inferior a los demás.
Hasta aquel día, el futuro no había existido para mí. Desde entonces, tuvo la forma exacta de una barra graduada, rematada por un tope que iba subiendo y bajando de cabeza en cabeza cuando la usaban en el cuartel para medir a los quintos. ¿Dónde estás hoy, Nino?, me preguntó el maestro varias veces. Yo me enderezaba contra el respaldo de la silla, levantaba la cabeza, miraba al encerado y le pedía perdón por haberme distraído, pero no me atrevía a decirle la verdad, a contestarle que estaba atrapado sin remedio en el futuro.
—Don Francisco Romero, levántese —el hombre más sabio de Fuensanta de Martos sólo nos trataba de usted cuando presentía que no íbamos a estar a su altura—. ¿Siete por cinco?
—Treinta.
—No.
—¿Treinta y seis?
—Cero.
—No, no, espere, porque entonces tienen que ser treinta y cinco.
—A ver, qué remedio… ¿Y siete por seis…? ¿Siete por seis? —don Eusebio se impacientaba, se desesperaba, perdía la compostura mientras hacía estallar sus puños sobre la mesa—. ¡No cuentes con los dedos, animal, que te estoy viendo! Las manos a la vista, ¿siete por seis? Don Antonino Pérez, deje de soplar a su compañero y ayúdelo en voz alta. ¿Siete por seis?
—Cuarenta y dos.
—¿Siete por siete?
—Cuarenta y nueve, siete por ocho, cincuenta y seis, siete por nueve, sesenta y tres, y siete por diez, setenta.
—Muy bien. Pero no crea que no me he dado cuenta de que lleva toda la mañana en Babia. ¿Qué pasa, que sólo nos espabilamos a la hora de delinquir? Pues le voy a poner un cinco pelado, para que se entere…
Paquito no se sabía las tablas de multiplicar, pero daba igual, porque era muy alto, y daría la talla, y sería guardia civil como su padre, como su abuelo. Miguel, el hijo del boticario, no era ni tan burro ni tan alto como él, tampoco tan estudioso como yo, pero heredaría la farmacia, y le llamarían don Miguel, y viviría tranquilo, despachando aspirinas. Y yo… Yo no quería ser secretario del Ayuntamiento, ni oficinista en la Diputación, yo quería conducir coches de carreras, y si no, arrendar un molino, como el Portugués, y tener un huerto, y un caballo, y vivir lejos del pueblo para subir al monte cuando me diera la gana, a coger setas y a pescar truchas, y sin embargo iba a tener que aprender a escribir a máquina, y a hablar francés, y las matemáticas se me daban bien, se me daban bien la gramática y las ciencias naturales, pero no sabía si iba a poder con la máquina, y sin embargo sabía que tenía que poder, porque lo que no podía era decepcionar a mi padre dos veces seguidas, y si diera la talla y dijera que no quería ser guardia, probablemente no pasaría nada, pero como no la iba a dar, tendría que trabajar en una oficina aunque no quisiera, y a lo mejor me llamarían don Antonino, y mi padre estaría orgulloso de que me ganara la vida mejor que él, pero me la ganaría peor, porque las cosas nunca son como parecen.
Cuando salí de la escuela, creí que la cabeza me iba a estallar, tantas horas llevaba pensando en lo mismo. Estaba seguro de que al volver a casa, madre me sonreiría, me besaría tanto como siempre, más quizás, me anunciaría que padre había tenido una idea y luego llegaría él, lo despacharía todo con un par de frases, yo haría como que no sabía nada, diría que todo me parecía muy bien, le daría mucho las gracias, y estaría sentado delante de una máquina de escribir antes de darme cuenta. Eso era lo que iba a pasar, y sin embargo, no pasó nada, excepto que el mundo se puso boca abajo.
Había pasado otras veces, tantas que casi pude respirarlo en el aire antes de leerlo en algunos rostros, sonrisas que no veía desde antes del verano, y la taberna de Cuelloduro llena y vacía al mismo tiempo, los parroquianos en la calle, cada uno con su vaso en la mano, pagando rondas por turnos. No necesitaba saber nada más, porque la madre de Paquito salió a buscarnos, y nos cogió a cada uno de la mano para tirar de nosotros como si todavía fuéramos crios chicos, sin molestarse en darnos ninguna explicación.
—A casa, vamos, deprisa, y sin rechistar.
—¿Pero qué ha pasado, madre?
—¡He dicho que sin rechistar!
El mundo se había puesto boca abajo, y aquella noche, padre no volvió a casa hasta mucho después de la hora de cenar. No hubo conversación, ni máquina de escribir, ni promesas ni disimulo, sólo el rumor constante de las quejas de madre, por una vez olvidada del frío.
—Y quién me mandaría a mí casarme con un guardia civil, a ver, quién me lo mandaría, con lo bien que estaba yo en mi pueblo para que me dejen viuda con tres hijos cualquier día de estos…
Aquella tarde ni siquiera nos dejó salir a jugar al patio. Estuve todo el tiempo sentado a la mesa de la cocina, haciendo los deberes y ninguna pregunta, porque sabía de sobra que mi madre no iba a ser más elocuente que la de Paquito, pero mi hermana Dulce, que se había enterado de todo, me lo contó en un susurro.
Que a la una de la tarde, con la cara descubierta y a plena luz del día, como en los buenos tiempos, los del monte habían cortado la carretera para asaltar al alcalde de Alcaudete.
Que alguien les había avisado de que llevaba encima veinticinco mil pesetas para pagar al contratista que le estaba haciendo una casa nueva a su suegro.
Que cuando acababan de quitarle el dinero, vieron venir por la carretera a un hombre con pinta de muerto de hambre, y al preguntarle qué hacía por allí, les explicó que venía de buscar un jornal, pero que no habían querido cogerle en ninguna cuadrilla de las que ya habían empezado a varear la aceituna.
Que al mirarle bien, las alpargatas reventadas, los dedos gordos al aire, la piel quebradiza, amarillenta, los de arriba comprendieron que nadie quería darle trabajo porque estaba enfermo.
Que su jefe hizo entonces lo que tantas veces había hecho Cencerro, sacar cuarenta duros del fajo de billetes del alcalde, pedirle a aquel hombre que recordara lo que estaba a punto de pasar, y darle doscientas pesetas después de reconocer en voz alta que las necesitaba más que ellos.
Que cuando el jornalero se fue, encerraron al chófer y a su pasajero dentro del coche, tiraron las llaves al suelo, les advirtieron que les dejaban con vida para que pudieran contarlo, gritaron ¡Viva la República!, y no tardaron ni cinco minutos en desaparecer.
Que cuando llegaron los guardias de su pueblo, el alcalde había dicho, como todos, como siempre, que no había reconocido a ninguno de los hombres que le habían robado y que, por el acento, no debían de ser de por aquí.
Que por supuesto, los guardias de Alcaudete no se lo habían creído.
Y que hacia las cinco y media, cuando estaba recogiendo las mesas de la comida, el dueño de una venta de Castillo de Locubín, había encontrado en una esquina un billete de veinte duros debajo de una piedra, y en él, escrita a pluma, para que no pudiera borrarse nunca, una frase que se había hecho famosa en toda la provincia de Jaén, «Así paga Cencerro».
* * *
—Pero Cencerro está muerto, Pepe, y tú lo sabes.
—¿Muerto? No, qué va a estar muerto… —estábamos los dos solos y nadie podía escucharnos, pero miré hacia atrás una vez más, porque no podía creer que estuviera hablando en serio—. ¿Es que no te has enterado de que antesdeayer cortó la carretera y consiguió dinero de sobra para pasar el invierno? ¿No te han contado todavía que volvió a dejar una propina de las de antes en una venta de su pueblo?
—Pero no pudo ser él —insistí, con el aplomo que prestan sólo unas pocas certezas, la muerte siempre.
—Claro que fue él. Firmó el billete, ¿o no? —sólo entonces se echó a reír, y justificó su risa como si me estuviera haciendo un favor—. Cencerro es mucho más que un nombre, Nino, es un símbolo. Tomás Villén Roldán está muerto, sí, lo sé, sé lo mismo que tú, que se suicidó el 17 de julio, en Valdepeñas, y lo llevaron muerto a su pueblo, y todos los vecinos vieron su cadáver. Eso es verdad, pero sólo eso. Tomás Villén Roldán era Cencerro, pero ahora Cencerro es más grande que él. Seguirá vivo mientras haya alguien en el monte que lleve su nombre, y por lo visto lleva dos días resucitado, ya lo sabes.
—Cualquiera diría que te alegras.
—¿Yo? —y se volvió hacia mí con el índice apoyado en el pecho, las cejas arqueadas como dos signos de interrogación—.
¿Cómo voy a alegrarme yo de una cosa así, con la que se nos va a venir encima?
En eso llevaba razón, pero, de todas formas, con él nunca podía estar seguro de nada. Pepe el Portugués era la persona más especial de todas las que conocía, aunque a mi alrededor nadie más pareciera darse cuenta. Al principio, creía que era portugués de verdad, porque el nombre de su pueblo, Torreperogil, me sonaba rarísimo, hasta que padre me dijo que no, que si lo pensaba bien me daría cuenta de que ese nombre significaba Torre de Pedro Gil, y que estaba en la provincia de Jaén, igual que el nuestro, aunque hacia el norte, más allá de Úbeda. Descontando a los guardias y al maestro, que no podían escoger un destino, semejante distancia le convertía en el único forastero permanente de Fuensanta de Martos, pero no era especial sólo por eso.
—¿Y a ti por qué te llaman el Portugués? —le pregunté una de las primeras veces que hablamos los dos solos.
—¡Ah! Eso no lo sé, es el mote de mi familia. La gente dice que mi abuelo sacó una vez a bailar en las fiestas del pueblo a una chica que venía con un feriante y era portuguesa… O igual el portugués era él, vete a saber, ya no me acuerdo. El caso es que al feriante le sentó mal, se pelearon, y mi abuelo se quedó con ese mote.
—Pero entonces sí que lo sabes —objeté, muy sorprendido.
—No —hizo una pausa para mirarme y echarse a reír, en uno de esos quiebros repentinos a los que era tan aficionado—. Sólo sé lo que dice la gente, pero eso no siempre es la verdad.
Pepe había visto mucho mundo. Nunca había estado en Portugal, pero sí en Francia, y en Madrid, y en Valencia, y en Barcelona, y en Marruecos. Había visto el mar muchas veces, aunque no le gustaba hablar de eso porque decía que todos los sitios son iguales. Yo sabía que no tenía razón, pero tampoco le llevaba la contraria, porque cuando decía que no le gustaba hablar de algo, no había manera de sacarle ni una sílaba. Eso lo había aprendido yo enseguida, el mismo día que le conocí.
—¡Alto! ¡Manos arriba!
Paquito y yo estábamos sentados en la orilla del río, con los pies en el agua. Habíamos ido hasta allí andando, los dos solos, después de la procesión del Corpus, porque aquel día no había clase y hacía, a cambio, mucho calor. El molino viejo era uno de nuestros sitios favoritos precisamente porque estaba abandonado. La dueña, doña Angustias Mariamandil, una de las vecinas más ricas del pueblo, vivía en un cortijo aislado, un poco más arriba, y nunca se había preocupado de alquilarlo porque no necesitaba el dinero. El camino desde el pueblo era una cuesta muy empinada, mucho más incómoda que los senderos que llevaban a otras pozas, y como nunca había nadie, podíamos bañarnos desnudos y volver a casa con la ropa seca. No habíamos hecho nada más grave, más peligroso que eso, y sin embargo, cuando nos volvimos muy despacio, con las manos en alto, nos encontramos con un hombre que estaba apuntándonos con una escopeta.
—¿Pero qué hacéis vosotros aquí? —Pepe el Portugués bajó el arma al darse cuenta de que sólo éramos unos niños—. ¡Largo! Esto es propiedad privada.
—¡Mentira! —dije yo a voces, para que se diera cuenta de que no era el único que sabía gritar—. El molino está abandonado, pero es de los Mariamandiles. Y el río, de todos.
—¡Ah! ¿Sí, eh?
Y en ese momento, aunque había abandonado las amenazas junto con la escopeta que dejó apoyada en una piedra, Paquito salió pitando. Yo, en cambio, me quedé a esperarle, porque ya había montado en tren, y había visto el mar, y tenía una reputación que defender, aunque fuera muy bajito o precisamente por eso.