—¡Mira tú que también, el tontopollas este!
Todavía estaban riéndose de mí cuando Pepe el Portugués apareció al final de la calle y se acercó despacio, con los pulgares enganchados en los bolsillos del pantalón, la barbilla alta.
Parecía uno de esos pistoleros que salían en las portadas de las novelas que vendía la Piriñaca y que siempre prometían mucho más de lo que daban, porque aunque Curro, que las compraba todas, no quisiera prestármelas, de vez en cuando conseguía despistarle para coger una, meterla dentro de mis libros, y leerla mientras hacía que estudiaba. Entonces buscaba ansiosamente las descripciones de mujeres en corsé que su dueño usaba como pretexto para no dejármelas, y nunca las encontraba, sólo tiros y más tiros, emboscadas y duelos que siempre parecían uno solo contado muchas veces. Pero aunque el Portugués se pareciera en su manera de andar a esos aventureros que se llamaban Jack o Billy, no era igual que ellos, porque no me defraudaba nunca.
—Te estaba buscando, Nino. ¿Tienes algo importante que hacer?
—No —contesté enseguida, y me levanté del suelo como impulsado por un muelle, sin tomarme la molestia de volver la cabeza para contemplar la mirada de envidia que compartían Paquito y Miguel—, qué va.
—Pues vente conmigo, anda. Tengo una cosa para ti… Pero despídete de tus amigos, ¿no?
—Adiós —dije, y por fin les miré, y ya no se reían.
Cuando habíamos andado un trecho, se volvió y me dijo que no me hiciera ilusiones.
—Es sólo una cesta de brevas, para tu madre, pero se me ha ocurrido que igual preferías que ellos no se enteraran de tan poca cosa.
Aquel día era 15 de julio de 1947, víspera de la Virgen del Carmen, y todo estaba en su sitio todavía. Lo recuerdo porque ningún habitante de la Sierra Sur olvidará jamás lo que pasó al día siguiente, ni aquella noche, ni el día que llegó después, y recuerdo que al llegar al molino viejo, vi una sábana blanca, seca, tiesa ya de sol, colgada en el tendedero, y a cambio, en cada ventana, una sombra de oscuridad desconocida.
—¿Y eso?
—¡Ah! —contestó mientras abría la puerta sin mirarme—. He puesto cortinas.
—¿Cortinas? —volví a preguntar, como si fuera la primera vez que oía esa palabra—. ¿Para qué quieres cortinas, si vives aquí tú solo?
—Porque a veces no estoy solo, y no me gusta que nadie me espíe.
Entró delante de mí y fue derecho a la cocina como si quisiera dejarme a solas con mi sonrojo, el violento incendio de la vergüenza que devoró en un instante toda mi cabeza, de oreja a oreja y desde la frente hasta la nuca, para publicar mi culpa, porque yo le había espiado alguna vez, por casualidad, sin mala intención, me había quedado un rato mirándole por la ventana, nada más que eso, sólo por ver qué hacía, a qué se dedicaba cuando estaba solo en casa, y tampoco es que hubiera descubierto gran cosa. Una tarde le vi sentado a la mesa, de espaldas a mí, escribiendo en un papel mientras consultaba de vez en cuando un par de libros abiertos ante él. Otra vez le había visto con dos personas a las que no conocía, un hombre y una mujer, pero apenas había podido fijarme en ellos, porque cuando llegué se estaban despidiendo y tuve que echar a correr para que no me pillaran. En aquella época, a los fuensanteños, valientes o cobardes, no nos gustaban mucho los desconocidos, pero no me quité de en medio por eso, sino para evitar que el Portugués me descubriera agazapado detrás de una piedra, igual que una vecina chismosa.
Quizás, después de todo, me había visto aquel día, quizás nunca, pero cuando volvió de la cocina con una cesta de mimbre llena de brevas, no quiso apreciar en mí los intensos colores del pecado, y para demostrarlo, dejó la fruta en la mesa, fue hacia una ventana y levantó un pico de la cortina con los dedos para que la luz del día se apagara al estrellarse en el grueso tejido azul marino.
—Bueno, dime por lo menos si te gustan.
—Sí —de mi garganta brotó la voz de otro, apenas un hilo débil, atormentado, pero al verle sonreír, carraspeé y seguí adelante—. No están mal, pero son muy oscuras.
—De eso se trata, ¿no?
—¿Las has hecho tú?
—¿Yo? ¡No, yo no sé coser! Me las ha hecho Filo.
—¿Filo? —el asombro me congeló con tanta eficacia que antes de terminar de pronunciar aquel nombre, mi rostro había perdido hasta la memoria del calor—. ¿Filo la Rubia?
—Claro, ¿cuál iba a ser si no?
—¡Ah! ¿Pero tú la conoces?
—Pues no mucho, pero sí, la conozco… Viene por aquí a ofrecerme huevos, y a veces se los compro, o se los cambio por otra cosa. Como me dio la impresión de que con la recova no saca mucho, le pregunté si sabía coser, me dijo que sí, y le encargué las cortinas.
—Es guapa, ¿verdad?
—¡Joder! —se echó a reír y yo me reí con él—. Sí que lo es…
Filo la Rubia tenía el pelo negro, una melena como una cascada de bucles oscuros que brillaban como si estuvieran empapados en aceite y le llegaban hasta la cintura. Tal vez por eso, o porque todavía era una niña, o porque a los doce años ya tenía los ojos tan grandes, el cuello tan largo, la nariz tan fina y los labios tan llenos que daba miedo tocarla, cuando acabó la guerra no le afeitaron la cabeza, como hicieron con su madre, con sus hermanas, con su cuñada, con sus tías, con sus primas. Entonces, al cortijo donde vivía le llamaban aún el de los Rubios, aunque ya no vivía allí ningún hombre, todos muertos o huidos, alguno, decían, hasta en América. Pero donde no había hombres, estaba Filo, que al día siguiente se paseó por el pueblo con la cabeza pelada y llena de trasquilones que se había hecho ella misma con las tijeras de la cocina, para que nadie se confundiera, o para no tener que agradecerle nada a ningún falangista metido a peluquero, aunque lo único que consiguió fue que la sentaran en una silla, en medio de la plaza, y la raparan del todo, de verdad. Las Rubias, viudas y huérfanas que a fuerza de estar solas le habían cambiado el nombre a su cortijo, eran así, fuertes, valientes y orgullosas de su desdicha.
Y todas tenían muy mala leche, pero a Filo daba gusto verla.
Mi madre le compraba huevos a escondidas por más que mi padre se lo tuviera prohibido, pero a él le gustaba tanto comérselos que cuando mojaba el pan en la yema y veía su color, y el de la clara, hinchada como un buñuelo blanco alrededor del cráter anaranjado, espeso, meneaba la cabeza con un gesto de satisfacción que desmentía sus protestas. Has vuelto a comprarle huevos a Filo, Mercedes, decía solamente, y mi madre lo confirmaba sin inmutarse, pues sí, porque no tienen ni punto de comparación con los de la Piriñaca, y además, de alguna manera tendrá que ganarse la vida la muchacha, ¿o no?, para que mi padre insistiera con la boca llena, lo que tú digas, pero yo soy guardia civil y un día de estos vamos a tener un disgusto… Filo vendía los mejores huevos que podían comprarse en Fuensanta de Martos porque se levantaba de noche y andaba durante toda la mañana, kilómetros y más kilómetros de cortijo en cortijo, comprando lo que acababan de poner las gallinas para revenderlo en el pueblo por las tardes. Por eso, porque sus yemas eran naranjas y no amarillas, porque sus claras se recogían sobre sí mismas en lugar de desparramarse al caer en el aceite hirviendo, porque su sabor era tan diferente como si no vinieran del mismo animal, era muy fácil distinguir los huevos que traía Filo de los que se vendían detrás de un mostrador.
Y por eso a mi padre no le quedaba más remedio que tolerar que su mujer tuviera tratos con una roja.
La recova, el modesto negocio de los más pobres, los que no tenían más que sus piernas y el campo para subsistir, había existido siempre. Sin embargo, con la resaca de la victoria y la excusa de que era difícil distinguir a las recoveras de los extraperlistas, alguien que trabajaba en algún despacho de la capital y pretendía hacer todavía más imposible la vida de las mujeres rapadas, decidió prohibirla cuando todavía andaban afeitándole la cabeza a las rezagadas. Los cortijeros protestaron, porque si nadie les compraba los huevos, se echarían a perder los que no pudieran consumir ellos mismos. Todo el mundo sabía que no podían dejar abandonadas las tierras, los animales, para salir a venderlos, pero la Guardia Civil siguió deteniendo a las mujeres que llevaban cestas por la carretera, volcando en el suelo lo que no les cabía en los bolsillos, llevándoselas a dormir al calabozo, y durante algún tiempo, los huevos se pudrieron en los gallineros. Hasta que un día, el hambre y la desesperación pudieron más que el miedo.
Ese día, Catalina la Rubia se sentó a descansar a media tarde al lado de la Fuente de la Negra. Llevaba una cesta cubierta con un paño, y en ella, dos docenas de huevos que había conseguido de fiado. Y no recorrió el pueblo, no voceó su mercancía por las calles, no alardeó de su calidad, ni de su precio, como antes, pero en un rato los había vendido todos, y al día siguiente pudo pagar su deuda y comprar otro tanto. Entonces ya había corrido la voz, y las mujeres se acostumbraron pronto a andar dando rodeos para asegurarse de que nadie las seguía, de que nadie podría ir luego a denunciarlas por el delito de comprar seis huevos de recova, pero todo era más difícil, más complicado que antes, porque había que esquivar las carreteras, andar campo a través y sentarse cada tarde en una piedra distinta. Por eso, y aunque muy pronto los del monte empezaron a dar tanta guerra que los guardias tuvieron que aflojar en el asunto de los huevos, Catalina le pasó pronto el negocio a su hija pequeña, Filomena, que se convirtió en la recovera más próspera de Fuensanta de Martos porque aceptaba encargos, y de un día para otro, traía patatas, o tomates, o brevas, como las que me dio aquella tarde Pepe el Portugués.
—Tu madre me dijo que le gustan mucho y mis higueras van muy retrasadas, así que… Pero ven mañana a traerme la cesta, que tengo que devolvérsela a Filo.
Aquella vez no me acompañó al pueblo. Se quedó en la puerta, como si quisiera estar seguro de que me marchaba, y entonces volví a ver la sábana.
—¿Quieres que te la quite de la cuerda? —me ofrecí, cuando pasé a su lado—. Está seca.
—No, no —y avanzó unos pasos hacia mí, como si quisiera reforzar su negativa—. Déjala ahí. Ya no me cabe más ropa debajo del colchón.
Sonreí, y me marché a casa muy contento, porque tenía un motivo para volver a verle. Al día siguiente, me llevé la cesta a la procesión, pero cuando la Virgen estaba todavía muy lejos de la ermita, Sanchís, que se había quedado de guardia en el cuartel, se cruzó en su camino y paró a la comitiva sin contemplaciones. Luego, pasó todo muy deprisa. Mi padre no tuvo tiempo de cambiar más de dos frases con él, pero a mi madre le bastó escuchar una de su marido para cogernos a los tres y obligarnos a volver corriendo a casa.
—Estamos acuartelados —nos advirtió mientras se quitaba el pañuelo, los zapatos, con un gesto de cansancio prematuro, como quien se prepara para un largo asedio—. Está terminantemente prohibido salir de la casa, ni al patio, ¿entendido?
—¿Qué pasa, madre? —Dulce se me adelantó, y pensé que, pasara lo que pasara, no nos enteraríamos hasta el día siguiente, como de costumbre, pero esa vez me equivoqué.
—Han encontrado a Cencerro. Estaba en las afueras de Valdepeñas con otro al que llaman Crispín, en casa de un amigo suyo, uno que le dicen Gregorete, por lo visto.
—Se escapará —la noticia me había sorprendido tanto que ni siquiera me di cuenta de que estaba hablando en voz alta—. No pueden cogerle.
Cuando vi cómo me miraba mi madre, cómo me miraba mi hermana, las dos con la boca abierta, mudas de asombro, comprendí que más me habría valido guardarme mis profecías para mí mismo.
—Lo que quiero decir —intenté arreglarlo— es que ojalá le cojan, pero que no creo, porque se escapa siempre, ¿no?
—Nada es para siempre, Nino —respondió madre, con un acento que me persuadió de que no iba a llevar las cosas más lejos—. Cencerro sólo es un hombre, igual que padre, que cualquier otro. Y ningún hombre puede escapar eternamente.
Él sí, pensé, pero no dije nada más.
Cuando a padre le tocaba subir al monte a dar una batida, madre no se acostaba hasta que volvía. Esas noches, yo tampoco dormía. Me quedaba despierto, boca arriba en la cama, con los ojos abiertos, mirando al techo y escuchando el silencio, al acecho de cualquier ruido, hasta que reconocía sus pasos, su voz apagada, ronca de cansancio, dándole las buenas noches a Romero, y después, el repiqueteo de los besos entreverados de quejas con los que le recibía su mujer, yo ya no puedo más, una noche de estas me voy a morir de angustia, esto no puede seguir así, Antonino… A veces me levantaba y les miraba por la rendija de la puerta. Él, tiritando en invierno, empapado en otoño o sudando en verano, pero agotado de cansancio en cualquier estación del año, se desplomaba encima de una silla para que ella le quitara las botas y contaba siempre lo mismo, nada, que no hay manera, me cago en la puta que parió a Cencerro y en toda su parentela, y yo sabía que tenía razones para hablar así, sabía que tenía razones para maldecirle, y un destino de mierda, un sueldo de mierda, una vida de mierda, como decía después, pero cuando volvía a la cama, me quedaba dormido enseguida porque habían sobrevivido los dos, mi padre y su enemigo, y sabía que lo que hacía estaba mal, muy mal, que no debería pensar, sentir así, pero no podía evitarlo.
Yo admiraba a Cencerro. Le admiraba porque era el más poderoso, el más listo, el más valiente de todos los hombres que conocía. Le admiraba porque todas las mujeres de la Sierra Sur suspiraban por él, tan rubio, decían, tan guapo, tan fuerte. Le admiraba porque hacía lo que le daba la gana, porque entraba y salía de su casa, de su pueblo, del mío y de los demás, cuando le venía bien, porque los guardias no podían con él, porque no podía el ejército, porque su cabeza era la más cara de toda la provincia de Jaén y él, en lugar de achantarse, acusaba el incremento de su precio subiendo la cantidad de sus propinas, esos billetes de cincuenta, de cien, y hasta de quinientas pesetas que firmaba con su nombre y que nunca aparecían, porque sus dueños los escondían para guardarlos como si fueran un tesoro, o se los vendían a alguien dispuesto a pagar más de lo que valían por la firma del más grande, la pesadilla de los civiles, la leyenda del monte, «Así paga Cencerro». Y así pagaba, así compensaba el sufrimiento, el acoso y las palizas que sufrían los suyos, las redadas y los golpes que soportaban sin despegar los labios o abriéndolos solamente para mentir, sí, es él, y al día siguiente los periódicos de la capital traían en la portada la fotografía de un hombre muerto, «Peligroso bandolero abatido a tiros por la Guardia Civil», para que mi padre se desesperara, para que se desesperaran Romero y Sanchís mientras el imbécil del teniente, que era malagueño y nunca había visto la cara de Tomás Villén, ni la de sus hermanos, ni la de su mujer, ni la de su hija Virtudes, que se disfrazaba de pastor para subir y bajar del monte cuando le daba la gana a ella también, igual que su padre, se paseaba por Fuensanta de Martos sonriendo como un imbécil, como lo que era, porque todos los que sabían algo, sabían que le habían vuelto a engañar y que el hombre del periódico no era Cencerro, que aquel muerto ni siquiera se le parecía, y no es que eso fuera muy gracioso, pero los parroquianos de Cuelloduro se partían de risa mientras cantaban a dos voces la canción prohibida, aquella inocente melodía de letra tontorrona que estaba de moda en toda España, pero en la Sierra Sur era más subversiva que
La Internacional
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