—Descuide, capitán. No se me olvidará.
—Eso espero. Y que aproveche.
—Si ustedes gustan…
Ya se habían alejado un par de pasos cuando la oferta del Portugués les animó a girar sobre sus talones.
—Pues, hombre, ganas me dan —y el capitán sonrió por primera vez—. Alimentan sólo con olerlos, pero… No, mejor no. No vamos a dejar a los hijos de un compañero sin comer, ¿eh, Sempere?
Sempere asintió con la cabeza y ningún entusiasmo.
—Bueno —celebró Pepe cuando volvimos a quedarnos los tres solos—, pues menos mal que han dicho que no, ¿verdad?
Después de reírnos, seguimos comiendo chorizos hasta hartarnos, y cuando madre vino a buscarnos, habíamos pasado una de las mejores tardes de nuestra vida. Para adivinar que la noche sería peor, no hacía falta nada más que mirarla a la cara.
De aquella noche eterna y espantosa, recordaría después sólo el final, que también fue malo, amargo, triste, pero no tanto como lo peor, porque las paredes de la casa cuartel no sabían guardar secretos, y en el silencio absoluto de las horas del miedo, las gargantas encogidas de terror, sus paredes delgadas, casi porosas, se empapaban de gritos, protestas afiladas, inútiles, y ruidos de cuerpos chocando contra las esquinas y más gritos, voces conocidas que aún podían pronunciar frases con sentido y luego sólo alaridos, vocales despojadas de significado, letras largas, elásticas, salvajes como gruñidos de animales de otro mundo, nada más que ruido, y más golpes de cuerpos derrumbándose, un estrépito de cuerpos cayendo como fardos, como muebles, como piedras, piedras que chillaban, que se quejaban, que sólo eran capaces de emitir una vocal sola, larga, interminable, y un instante de silencio, el espejismo de paz que rompía la voz del teniente, llevaos a este y traedme al de antes, la finura de su acento atravesando la pared, impregnando mis oídos como una maldición, una amenaza, una promesa del infierno que volvería a renacer en un instante, y más gritos, más golpes, más ecos de un dolor cada vez más desnudo, más exhausto, más dolor, y no me peguéis más, si yo no sé nada, ya os he dicho que no sé nada, no me peguéis más, entonces escuché un ruido distinto, liviano, dulce y todavía más terrible, el ruido de los pies de mi hermana Pepa sobre las baldosas, ¿qué está pasando, Nino?, ¿qué hacen, qué es esto?, no puedo dormir, las lágrimas temblaban en su voz pequeña, apenas una hebra aterrorizada y sucia que hizo crecer la mía, no es nada, Pepica, una película como las que ponen en la plaza esos hombres que vienen con el camión, todos los veranos, y mi voz sonaba mejor mientras mentía, sólo están poniendo una película, igual que me había mentido Dulce a mí unos años antes, ven, límpiate los mocos, para entonces ya había escuchado tantos golpes que era capaz de distinguir unos de otros, ¿de verdad es una película, Nino?, pues claro, ¿qué iba a ser si no?, y sabía cuándo les pegaban puñetazos y cuándo eran patadas, ¿puedo acostarme aquí, contigo?, cuándo se caían y cuándo los tiraban, sí, anda, ven, y hasta percibía el roce de la tela arrastrándose sobre el suelo, pantalones o faldas que se escurrían hasta encontrar un muro, un rincón que ya no les dejaba retroceder más, vamos a cantar, ¿quieres?, mi hermana lloraba y yo seguía escuchándolo todo, sabiéndolo todo, ahora que vamos despacio, y era imposible porque los calabozos no estaban lejos pero había paredes, puertas cerradas, ahora que vamos despacio, y ya no sabía lo que oía y lo que me imaginaba, vamos a contar mentiras, tralará, pero cuando empezaba a dudar de mis oídos, vamos a contar mentiras, tralará, todo volvía a empezar, vamos a contar mentiras, no me peguéis más, si yo no sé nada, por favor, por vuestra madre, no me peguéis más, por el mar corren las liebres, y por el mar corrieron, por el monte las sardinas, hasta que mi hermana se quedó dormida, pegada a mí, abrazada a mi cuerpo como un náufrago se abraza a una tabla, pero yo seguí cantando bajito la canción más larga que conocía, salí de mi campamento, para escuchar mi voz, salí de mi campamento, y no la de mi padre, con hambre de seis semanas, tralará, ¿y tú qué te crees, que tu hermano no sabe lo que está pasando aquí?, con hambre de seis semanas, tralará, si a él le importara, no permitiría que te pasara esto, ¿o no?, con hambre de seis semanas, entonces, ¿por qué le proteges?, me encontré con un ciruelo, ¿por qué no nos dices lo que sabes?, me encontré con un ciruelo, ¿por qué no nos cuentas de una vez dónde está?, cargadito de manzanas, tralará, ¡tu puta madre te lo va a contar, cabrón!, cargadito de manzanas, tralará, y más ruido, más cuerpos cayendo, más voces ahogándose, cargadito de manzanas, y aquella vocal sola, larga, interminable, empecé a tirarle piedras, una vez, y otra, y otra más, hasta que todo se acabó, empecé a tirarle piedras, las lágrimas y las canciones, y caían avellanas, tralará, las verdades y las mentiras, y caían avellanas, tralará, la resistencia de los que pegaban y la de los que recibían los golpes, y caían avellanas, y yo no me había dormido todavía.
Después, oí que alguien estaba vomitando en el patio, al pie de mi ventana, y creí que era mi padre, aunque debía ser Curro porque poco después se abrió la puerta, y oí sus pasos, lentos, pesados, pero no los de mi madre, que le esperaba sentada en la mesa de la cocina, como siempre, aunque aquella noche no se levantó a recibirle, ni se arrodilló ante él para quitarle las botas.
—Estarás contento —dijo solamente, en un tono tan áspero, tan seco como el esparto.
—No me digas nada, Mercedes, por favor. Esta noche no me digas nada.
—¿Quieres comer algo?
—No.
—No se puede vivir así, Antonino, así no se puede vivir, porque mañana es fiesta, pero pasado habrá que ir a la compra, y me tocará hacer cola con las mujeres, con las madres, con las hermanas de esos a los que les acabáis de romper todos los huesos, y no tendré valor para mirarlas a la cara, ¿me oyes?, me faltará el valor, y tus hijos saldrán a la calle, a jugar, y los otros niños no querrán ni rozarse con ellos, les tratarán como a unos apestados, y tú no te enterarás de nada, claro, tú, como llevas uniforme, pues…
No era la primera vez que escuchaba aquel discurso, aquella voz monótona que se deshilaba en cada sílaba, porque apenas llegaba entera al final de cada palabra pero conservaba las fuerzas justas para pronunciar la primera sílaba de la palabra siguiente y agonizar de nuevo, muy despacio. Había escuchado otras veces discursos semejantes pero ninguno había terminado como aquel.
—¿Qué te pasa, Antonino? —porque de repente, madre volvió a ser ella, a hablar como ella, y sus pies a resonar veloces sobre el suelo—. ¿Qué tienes?
No hubo respuesta, sólo un sonido ronco, gutural, anacrónico, como si el tiempo se hubiera vuelto loco, como si el ruido de los calabozos hubiera resucitado por su cuenta para instalarse en la cocina de mi casa, donde nadie acompañaba a mis padres. Por eso me levanté, por eso pasé por encima de mi hermana Pepa, la empujé luego hacia la pared, para que no se cayera, y fui de puntillas hasta la puerta, que por fortuna o por desgracia no estaba cerrada del todo. Así, por primera, por última vez en mi vida, vi llorar a mi padre.
—Tú no has estado en Martos, Mercedes, tú no lo has visto… —levantó la cara, hasta entonces escondida en el hueco de sus brazos, cruzados sobre la mesa, y los surcos que las lágrimas habían dejado en su cara sin afeitar me impresionaron más que la caverna de la que brotaba su voz—. Pero yo estaba allí, quieto, callado, sin hacer nada, como la mierda de hombre que soy…
—Calla, Antonino —mi madre levantó la vista y miró a su alrededor como si temiera que pudieran brotar orejas en la pared, pero no me vio—. Que te pueden oír.
—En aquella plaza había dos hombres con cojones, sólo dos, y yo no era ninguno de ellos.
—Baja la voz, Antonino, por Dios.
—Sólo había dos hombres con cojones, y uno estaba muerto, y el otro era el capitán que mandó parar la música…
—Cállate, Antonino, calla, calla…
Madre se las arregló para amordazar a su marido envolviéndole entre sus brazos, y así, como si fuera uno más de sus hijos, se lo llevó a la cama. Yo me resigné a volver a la mía, y aunque pegué el oído a la pared, no logré descifrar más que palabras sueltas de un susurro entrecortado que aún no se había agotado cuando me quedé dormido. Por la mañana, no vi a mi padre, y mi madre, con los ojos hinchados de las noches peores, se comportó como si no hubiera pasado nada del otro mundo. Estaba seguro de que aquella mañana tampoco nos dejaría salir, si acaso al patio, pero no le quedó más remedio que vestirnos de domingo para llevarnos a misa, porque aquel día, 18 de julio, era fiesta nacional, el undécimo aniversario del Alzamiento.
—Lo que te perdiste ayer, Canijo.
Madre salió de casa con el tiempo justo, y nos llevó a la iglesia casi corriendo, para no tener que saludar a ningún conocido. Habría dado lo mismo que fuéramos más despacio, porque las calles estaban desiertas, la mitad de las casas cerradas a cal y canto, y nadie a quien esquivar en las aceras. Algunas fachadas, sin embargo, gritaban sin palabras, porque aquel día, Fuensanta de Martos habría tenido que ser de dos colores, el rojo y el amarillo de las banderas de papel que bailaban en el aire por todas partes, expandiéndose desde la plaza como los hilos de una tela de araña bulliciosa y festiva, pero era de tres. Todas las familias que tenían motivos para estar de luto habían decidido hacer la colada precisamente esa mañana, y las ropas negras puestas a secar en los balcones combatían la alegría de los papeles de colores con el duelo, público y clandestino al mismo tiempo, por los héroes de Valdepeñas de Jaén.
—Y usted… —Romero se paró delante de la mujer de Pesetilla, que era la única que se había atrevido a salir a la puerta de su casa para vernos pasar—. ¿No sabe que hoy es fiesta, señora? ¿No ha encontrado nada mejor que tender en la cuerda esta mañana?
—No —ella contestó con voz serena, como si esperara esa pregunta y tuviera preparada la respuesta desde hacía mucho tiempo—. Bastante sabéis vosotros que en mi casa ya no hay ropa de ningún otro color.
—Pues le voy a decir una cosa…
Pero no le dijo nada, porque Sanchís la cogió de un brazo y la obligó a seguir adelante. Al verle, me di cuenta de que tenía que haber pasado algo muy grave, y creí que no me iba a enterar nunca, pero Paquito se puso detrás de mí en la fila de la comunión y murmuró, lo que te perdiste ayer, Canijo, lo que te perdiste… Le pregunté si él había estado en Martos y me contestó que sí, con sus padres y sus hermanos. Lo demás me lo contó por la noche, en la verbena.
—Cuando estábamos todos allí, formados, o sea, mi padre formado con el tuyo y con los otros guardias, y mi madre y nosotros cerca, en primera fila, llegó un camión y dejó caer al Crispín en el centro de la plaza. Es una pena que no nos tocara ir a Castillo de Locubín, porque allí hicieron lo mismo con el Cencerro, que por cierto, el teniente le dijo a mi padre que tirando a rubio sí era, pero ni guapo ni nada, un hombre corriente, bajito, y de casi cincuenta años, así que, ya ves, lo que son las mujeres, como para fiarse… La verdad es que a mí me hubiera gustado más verle a él, pero nos tocó ir a Martos, a ver al Crispín. Total, que cuando su cadáver ya estaba en el suelo, el comandante hizo una señal con la cabeza y empezó a sonar la música. Habían llevado a la banda y se lió a tocar pasodobles, ¿sabes?, y la gente salió a bailar alrededor del bandolero, mujeres, niños, nosotros no porque mi madre no nos dejó, no sé por qué, le parecería mal, estando mi padre allí, de pie, al sol, no sé… Y entonces, un tío que llevaba el uniforme de los requetés, se subió encima del Crispín, a llevar el ritmo, y no veas qué risa, era muy gracioso… Pero enseguida, otro, con uniforme también, pero de capitán del Ejército de Tierra, salió al centro de la plaza moviendo los brazos y ordenó que la música se parara, y gritaba tanto que el director de la banda le hizo caso. El comandante se cabreó, claro, porque él no era nadie para mandar allí, por muy capitán del ejército que fuera, que estaba de vacaciones, además, ni siquiera de servicio, y se fue para él, y el muy gilipollas le dijo que aquello era indigno, un espectáculo miserable, que éramos todos unos cobardes y que no iba a permitir que siguiéramos divirtiéndonos de esa manera, y se liaron los dos a gritos y, no veas, se echó todo a perder, porque, claro, se llevaron al capitán detenido, y la música volvió a sonar, pero ya no fue lo mismo… Ahora, que me ha dicho mi padre que a ese se le va a caer el pelo. ¡Pues no llegó a decirle el tío a un comandante de la Guardia Civil que respetaran el cadáver del bandolero, ya que ni siquiera habían sido capaces de matarlo! Le van a echar del ejército, eso por descontado. El sargento va diciendo además que lo más seguro es que lo metan en la cárcel porque es que, parece mentira, pero la verdad es que sigue habiendo rojos por todas partes…
Aquella noche, las lágrimas de mi padre me picaron en los ojos, porque yo tampoco fui capaz de decirle nada a Paquito, como nunca me atreví a darle las gracias a él por el espectáculo que había querido ahorrarnos. Al día siguiente, nos enteramos de que la función de Castillo de Locubín había tenido un epílogo distinto y ejemplar, de una dignidad pequeña, trágica, a la altura del mito que la vida y la muerte habían labrado en el destino de un hombre corriente. Las dos hijas mayores de Tomás Villén Roldán, Rafaela, de veinte años, y Virtudes, de diecisiete, cavaron con sus propias manos la tumba de su padre en el corralillo de los ahorcados, fuera de los muros del cementerio. Antes le lavaron, le besaron y le amortajaron con una sábana blanca que les dio una vecina. Luego lo cubrieron de tierra, le pusieron unas flores silvestres encima, se cogieron del brazo y se fueron a su casa, tan frescas, sin acercarse al cura que las había mirado con los brazos cruzados mientras trabajaban, esperando la ocasión de negarles el permiso para enterrar al difunto en la tumba de la familia. Los curiosos que le rodeaban tenían la misma esperanza, pero las hijas de Cencerro no les dieron ese gusto, y escogieron por su propia voluntad la compañía de los suicidas, como si la tierra consagrada no fuera lo bastante buena para su padre.
—Valor, desde luego, tienen —comentó el mío cuando nos lo contó.
—Y a quién salir, también —remató mi madre, con el cazo en la mano.
Después, el verano fue largo, caluroso y seco, bueno para los del monte y para los del llano. Tres muertes sucesivas, la de Cencerro y las de los compinches del hombre que le había entregado, trajeron consigo lo que de verdad parecía el fin del mundo, de todas las cosas que habíamos conocido siempre, de los encierros sin salir ni al patio y de las ropas negras sobre las fachadas de las casas, de las palizas en los calabozos y de las sonrisas de los que ya estaban hartos de llorar. Así pasó el verano y llegó el otoño. Así pasó el otoño y llegó el hielo. Así estrené mi primera botella de agua caliente, un casco de gaseosa dentro de una funda hecha con dos trozos de una manta a rayas azules y blancas. Y fue ese mismo día cuando el mundo se puso boca abajo para volver a ser el de antes, el de siempre.