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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (10 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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—¿Qué va a hacer ahora que el diario de De Beatis ha desaparecido? —preguntó.

Una sombra cruzó por la cara de Vance. Hasta ese momento había conseguido olvidarse por unos minutos de Martini, del robo del diario, de la desaparición de Tosi y de la necesidad de llevar un guardaespaldas. Vio la expresión de preocupación de ella.

—No se preocupe —la tranquilizó—. No estoy enfadado con usted por preguntar, es que… por un rato había conseguido olvidar… todo eso.

—Lo siento. —Su tono era sincero—. Mire, no tenemos que hablar de ello ahora…

—No, está bien. En algún momento tengo que enfrentarme a esa cuestión.

Vance se quedó mirando ausente hacia el ventanal. La silueta de su guardaespaldas se proyectaba como una sombra sobre las delicadas cortinas blancas que protegían a los comensales de las miradas curiosas de los transeúntes.

—Conservo una copia —le confió Vance—. Está guardada en la caja fuerte del Hilton. Sólo había otra y la tenía Martini, pero la policía de Amsterdam que registró su oficina no encontró ni rastro de ella.

Vance sintió una extraña sensación de alivio al revelarle todo eso a Suzanne.

—Es interesante —comentó ella—. Pero lo único que tiene valor monetario es el original. ¿Por qué iba a querer alguien robar una copia? De todos modos, ¿no dijo la policía de Amsterdam que consideraba que el asesinato de Martini había sido simplemente una agresión fortuita?

Vance pasó por alto su última pregunta.

—Seguramente lo habrán robado por la información —dijo simplemente.

Después le habló de la teoría que sólo parecía tener sentido para él: la muerte de Martini y las muertes de los profesores de Viena y Estrasburgo, habían sido obra de alguien que o bien quería la información que contenía el diario o bien quería impedir que esos hombres revelaran lo que sabían al respecto.

—Eso sí que es una historia. —Suzanne se apartó el pelo cobrizo de la cara—. Una historia increíble.

—Todavía no puede demostrarse nada —aclaró Vance—. Por eso no se lo he dicho a la policía.

—Tengo que admitir que parece un poco traído por los pelos. ¿No podrían ser meras coincidencias?

—Ojalá pudiera pensar eso —suspiró Vance—, pero han sucedido demasiadas cosas.

Y le contó lo de su frustrado encuentro con Tosi.

—¿Era la letra de Tosi? —preguntó ella.

—Realmente no lo sé —respondió él—. Supongo que a estas alturas la policía ya lo habrá investigado. Tienen la nota. ¿Usted qué piensa? ¿Le parece que alguien podría haberlo matado y venir luego a por mí? No, no —se apresuró a responder a su propia pregunta—. Tuvo que ser Tosi. Recuerdo la descripción que hizo la patrona de la pensión del hombre que llevó la nota. Coincidía con Tosi, y además iba solo.

—Yo creo que está muerto —dijo Suzanne con repentina convicción—. No puedo decirle en qué me baso, pero me lo dice el instinto.

—Por desgracia, creo que tal vez tenga razón. Pero ¿por qué?

—Sí, ¿por qué? ¿Por qué querría alguien mantener tan en secreto la información, hasta el punto de matar por ello? ¿Qué es lo que sabía Tosi?

—Por lo que yo sé —contestó Vance—, Tosi nunca accedió al diario. No tengo la menor idea de si sabía algo que pudiera ponerlo en peligro.

Se quedaron un momento en silencio, bebiendo el denso café y meditando. Suzanne tenía la vista fija en la taza, como si de ella fuera a surgir alguna visión con la respuesta, no sobre Tosi, sino sobre Vance Erikson. Para ella, él era la pregunta.

Al otro lado de la calle, Elliott Kimball se hacía la misma pregunta. Arrellanado en el asiento de su Jaguar XJ-12, no perdía de vista en ningún momento el restaurante ni sus inmediaciones. Llevaban allí casi tres horas. ¿De qué diablos estarían hablando? Eso si todavía estaban allí, pues a lo mejor se habían escabullido por la parte trasera. Sólo la figura desvaída del grandote sentado junto al ventanal disuadía a Kimball de ir a echar un vistazo.

Bebió lo que quedaba de la botella de Perrier que llevaba consigo, consciente de que eso no haría más que empeorar el malestar que sentía en la vejiga, pero tenía tanta sed. No había podido conseguir que otro se encargara de vigilar a Erikson, al menos no hasta la noche. Las cosas no marchaban bien. Detestaba sentirse desconcertado. Todavía no controlaba la situación, y eso le preocupaba.

Tosi no había ido a la conferencia. Suzanne Storm se lo había dicho el día anterior. Además estaba esa llamada de Carothers.

—Anoche atacaron a Erikson —le había dicho—. Vigílalo. Acaba con él si es necesario, pero no dejes que caiga en su poder. Está mejor muerto que en sus manos.

—Tal vez ésa sería nuestra solución —había sugerido él.

—No. —La respuesta no se hizo esperar—. Eso le sentaría muy mal a Kingsbury. Pondría en marcha una verdadera inquisición, y eso es algo que no podemos permitirnos todavía.

—Pero ¿por qué Como? —preguntó Suzanne después de terminarse su café—. ¿Qué espera encontrar allí?

Vance negó con la cabeza.

—No lo sé. Tal vez en la villa haya alguna clave.

—¿La villa?

Vance tenía otra vez aquella mirada ausente; era imposible saber qué pensaba.

—¿Qué? —De repente volvió a la realidad—. Oh, sí…, lo siento, supongo que estaba absorto. En la Villa di Caizzi.

—Ésa es la familia que le vendió el códice a Kingsbury, ¿verdad? Pero yo creía que vivían en Suiza.

—Y así es, tienen varias residencias. La de la orilla oriental del lago de Como es la menos conocida, y donde guardan su colección de libros raros. El Códice Da Vinci que vendieron no era más que la punta del iceberg. No me sorprendería que tuvieran más material de Da Vinci, o —calló un momento y miró su café con aire ausente— las páginas extraviadas.

—¿Dónde…? —Estaba a punto de preguntarle dónde se alojaría en Como, pero fue interrumpida por un hombre alto, enjuto, de cabello gris, que se había materializado detrás de Vance.

—Perdón por interrumpir —se disculpó el hombre. Llevaba en una mano un bombín y en la otra un paraguas. Parecía recién salido de una sastrería de Saville Row—, pero tenía muchas ganas de decirle lo maravillosa que fue su intervención, señor Erikson.

Vance reconoció la voz, torció el gesto y se volvió.

—Decano Weber —dijo con mal disimulado disgusto.

—Ayer no tuve tiempo de felicitarlo por su charla, pero quiero que sepa que en Cambridge estamos orgullosos, muy, pero que muy orgullosos, de sus logros.

—No será gracias a usted, decano Weber —le soltó Vance—. ¿O es que ha mejorado su disposición para con los jugadores y otros personajes indeseables como yo?

La cara del hombre reflejó su tensión.

—Ya veo —dijo con tono cortante.

—No, decano Weber —continuó Vance—, no creo que vea usted nada. Trató de impedirme la entrada a Cambridge e hizo todo lo posible para que los cuatro años que pasé allí fueran de lo más desagradables. Y ahora espera que yo acepte graciosamente un cumplido que no se debe a su aprecio por mi trabajo sino a que perdió la oportunidad de…

—¡Vance! —lo interrumpió Suzanne con tono de reproche.

Sin decir una palabra más, el decano se dio la vuelta y salió del restaurante hecho una furia.

—¿Por qué ha hecho eso? ¡Ha sido una grosería, ha… ha sido… una de las escenas más desagradables que he presenciado jamás!

—¿Pretende que sea condescendiente y que le diga «gracias, decano Weber, por apuñalarme por la espalda»? ¿Pretende que me muestre así de amable cuando sé que el único motivo por el que ahora viene es porque quiere aprovecharse de alguien que triunfó a pesar de que él hizo todo lo posible por que no fuera así?

—Pero se enfrenta usted con la gente innecesariamente —insistió ella—. Podría haber dejado que dijera lo que fuese y se marchara. Es como si viviera en guerra con el mundo.

—¿Como cuando me pagué los estudios con el dinero del juego? —preguntó Vance—. ¿Como cuando ofendí la sensibilidad del ejército construyendo un hospital que les recordaba a los niños a los que habían dejado lisiados? Ofendía al decano Weber con mi mera presencia, por el hecho de existir. Yo no era uno de los suyos, e hizo todo lo que pudo por cortarme el paso. Llegó hasta el extremo de llamar al presidente del MIT para que no me admitiera. «Es moralmente reprobable», fue lo que dijo.

—¡Tal vez tuviera razón! —le soltó Suzanne.

Estaban subiendo el tono de voz, pero el restaurante estaba casi vacío. Sólo quedaba una pareja ocupada en sus escarceos amorosos en una esquina apartada. Graziano se había ausentado diplomáticamente.

—Eso es una mezquindad viniendo de alguien que me ha estado atacando durante dos años. ¡Debería examinar su comportamiento en algunas ruedas de prensa antes de ponerse a criticarme por ofender a la gente!

La mujer alzó la mano para abofetearlo pero lo pensó mejor y, en lugar de eso, se puso de pie con elegancia y se inclinó sobre la mesa.

—Ya es hora de que crezca —le susurró.

Después se volvió y se dirigió hacia la entrada, donde desapareció tragada por el sol de la tarde.

«¡Caray, parece furiosa!», pensó Elliott Kimball volviendo rápidamente la cara para evitar que Suzanne lo reconociera. Orientó el espejo retrovisor para tener mejor visibilidad, pero ella en seguida paró un taxi y se fue.

—Es una mujer hermosa, amigo mío —dijo Jules Graziano deslizándose en la silla aún caliente de Suzanne.

—Sí —reconoció Vance—, hermosa por fuera, pero no sabes lo que te vas a encontrar en cuanto arañas la superficie.

Y le hizo al comprensivo restaurador un breve resumen del asedio al que lo había sometido Suzanne Storm durante dos años. El otro rió por lo bajo.

—Tengo que reconocer —dijo Jules— que jamás en mi vida vi a un hombre con tanta sangre fría y con unos nervios tan templados como tú en una mesa de blackjack. Ni una sola vez te vi perder la compostura, pero en cambio sí la pierdes con las mujeres. —Graziano rompió a reír y le dio una palmadita en el hombro.

Después de beberse una botella de Brut Spumante por los viejos tiempos, se despidieron y Vance se marchó. Pensó que no había mejor amigo que una persona a la que le has salvado la vida.

Fuera, la via Montenapoleone era un hervidero de gente que hacía sus compras de última hora, mujeres elegantes seguidas por chóferes cargados con bolsas de las mejores y más elegantes tiendas de Milán.

Mientras el portero de Graziano trataba de conseguirles un taxi, el guardaespaldas esperaba pacientemente detrás de Vance. Aquel hombre empezaba a ponerlo nervioso. Casi no hablaba, sólo le había dicho que su nombre era Jacobo (pronunciado Ya-co-po). Vance decidió que esa noche hablaría con Kingsbury y le preguntaría si podía prescindir de él.

Todos los taxis estaban ocupados. Mientras esperaba Vance observaba las caras de los que transitaban por esta calle tan chic, con sus edificios color arena, sus toldos ricamente ornamentados y sus porteros de llamativos uniformes. No sólo se olía el dinero, también se oía su tintineo. Víctima de una repentina impaciencia, Vance se dirigió a grandes pasos a la esquina, donde el tráfico era más fluido, y logró encontrar un taxi vacío.

—Hilton —le indicó Vance al taxista, que se tomó aquello como una cuestión de vida o muerte.

Como todos los taxistas italianos, conducía como un poseso camino del exorcismo. Pero entre frenadas y arranques violentos, acelerones y tirones, mal que bien fueron avanzando.

A Vance le dolía la cabeza después de su discusión con Suzanne Storm. Tal vez ella tuviera razón sobre la forma en que había tratado a Weber. Tal vez debería haber dejado que el viejo lo felicitase y desapareciera. Ella había hecho que se sintiera culpable, y eso no le gustaba. No tenía por qué sentirse culpable de nada.

Weber era uno de sus escasos rencores. Aquel hombre se había ensañado con él a conciencia, y había tratado por todos los medios de poner escollos en su carrera.

Fuera como fuese, no lograba quitarse de la cabeza el contratiempo del restaurante. Y en el ojo del huracán estaba Suzanne Storm. Se daba cuenta de que, extrañamente, quería su aprobación.

De no haber estado tan absorto en sus pensamientos, Vance habría visto que el gigantón adoptaba una actitud de alerta y fruncía el ceño mirando el tráfico que tenían delante. Que el hombre metía la mano bajo la chaqueta y abría la cartuchera de cuero donde llevaba la Uzi. Disimuladamente sacó el arma y la preparó, cubierta apenas por la chaqueta.

El parabrisas desapareció bajo una ráfaga. Las balas se incrustaron en el asiento, delante de Vance.

—¡Agáchese! —fue la única orden del guardaespaldas. Con una mano del tamaño de una cazuela empujó a Vance y lo aplastó contra el suelo del pequeño coche.

Seguían disparando. Vance oyó los estertores del taxista antes de que el coche virara violentamente hacia la derecha y se empotrara contra algo muy duro. Los tiros venían de todas partes. Partículas del cristal trasero cayeron sobre la espalda de Vance, que trataba de volverse en aquel pequeño espacio para poder ver algo.

El guardaespaldas disparaba ráfagas cortas a través de lo que antes había sido el parabrisas. Entre el ensordecedor intercambio, Vance oía los alaridos asustados de los viandantes y los gritos furiosos de los que no habían salido corriendo. La gente llamaba a gritos a la policía.

—¡Siga agachado! —La voz del guardaespaldas no admitía réplica.

De repente, una explosión sacudió el coche desde atrás. Este se levantó para después caer de nuevo contra el pavimento, lo que hizo que Vance se quedara sin respiración y despertó al parecer la ira del guardaespaldas, que volvió a disparar, ahora furiosamente. De pronto se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. La Uzi se le deslizó de las manos hacia el asiento delantero y cayó ruidosamente al suelo. Se llevó la mano a la espalda para tocarse la herida mientras otro proyectil lo alcanzaba en el pecho y lo arrojaba sobre el asiento trasero. Sus ojos se cruzaron con los de Vance en una muda disculpa y, antes de cerrarlos, consiguió balbucear una única palabra.

—Corra.

«Corra», eso era lo que había dicho el hombre, y mil veces le ordenó Vance a su cuerpo que obedeciera, sin embargo, éste permaneció tozudamente acurrucado, presa del terror.

Otra ráfaga de disparos impactó en los hombros del muerto y lo lanzó hacia adelante. Vance observaba mudo mientras el torso sangrante del hombre se inclinaba y luego caía de través sobre él. Dio un respingo al sentir sobre sí el peso del cuerpo y después, durante un momento, se quedó allí, quieto.

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