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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (28 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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—Creo que puede ser la clave para escapar de este lugar. Ven aquí —añadió empezando a levantar el colchón de la cama—. Ayúdame con esto.

Al cabo de quince minutos, habían desmontado la cama. Habían soltado algunos alambres de los muelles del somier metálico y usado sus puntas afiladas para destripar el delgado colchón. Dos de las patas estaban apoyadas contra la pared, junto a un enchufe y al lado de un montón de lana de casi un metro de altura.

—Muy bien, ahora sostén esto con cuidado.

Vance le entregó un trozo de alambre de unos treinta centímetros alrededor del cual había envuelto tiras de tela de sábana. Sosteniendo otro artilugio, se agachó al lado de la pila de algodón, frente a Suzanne.

—Esto tiene que salir perfecto —le advirtió—. Es probable que sólo tengamos una oportunidad.

Con cuidado de no tocar el alambre desnudo, cada uno de ellos insertó un extremo del cable en un agujero del enchufe. Con el recuerdo fresco de la descarga que había recibido, Vance no estaba dispuesto a correr riesgos.

Aunque era más complicado de esta manera, que dos personas manipularan los cables reducía las posibilidades de que cualquiera de ellas sufriera un daño grave.

—¿Está tu cable dentro? —preguntó Vance—. Ajá.

—Muy bien. Ahora acerca el otro extremo a la lana.

Al tiempo que lo decía, Vance inclinó el extremo libre de su cable para que tocara el de Suzanne. Ambos crepitaron y chispearon al formar la electricidad un arco entre ellos. Una luz azulada iluminó la habitación e, instintivamente, Suzanne y Vance parpadearon cuando sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, se vieron sorprendidos por aquel resplandor. El cortocircuito duró apenas uno o dos segundos y después cesó al saltar un fusible. Sin embargo, ese instante era todo lo que necesitaban: las chispas prendieron en la lana, y se convirtieron tan rápido en una llamarada que tanto Suzanne como Vance tuvieron que dar un salto hacia atrás para no quemarse.

Fuera, el guardia del pasillo gritaba:

—¡Eh! ¿Qué ha pasado con las luces?

La rendija de luz que se colaba hasta entonces por debajo de la puerta había desaparecido. Todas las luces estaban en el mismo circuito eléctrico.

—Gracias, Dios mío, por las viejas instalaciones —susurró Vance cogiendo a Suzanne del brazo mientras observaban cómo se extendía el fuego—. Recuerda, todavía no digas nada. —Arrastraron lo que quedaba del colchón y expusieron una esquina a las llamas—. No queremos que descubran el fuego hasta que se haya encendido bien.

Debía ser en el momento justo. Tenían que esperar a que el fuego empezara a prender el suelo de madera, pero no podían esperar tanto que se asfixiasen. Además, si esperaban demasiado corrían el riesgo de que alguien cambiara el fusible y desapareciera la oscuridad que reinaba en el pasillo.

—Coloquémonos al lado de la puerta —dijo Vance tosiendo— y mantengámonos cerca del suelo; allí el aire será más limpio.

Con las llamas devorando ávidamente el colchón y las mantas, la habitación parecía una pequeña esquina de un cuadro de El Bosco sobre el infierno: dos almas encogidas de miedo en medio de la nube de humo y del baile de las llamas.

El fuego se había extendido a las paredes y ahora sentían su calor en el rostro.

En el pasillo, débilmente iluminado por la luz que llegaba de la escalera de la planta superior, el guardia no hacía más que farfullar mientras recorría el pasillo arriba y abajo.

En un momento dado, vio desde el final del pasillo que una línea temblorosa de luz amarillenta salía por debajo de la puerta de los prisioneros.

Volvió rápidamente hasta la habitación. ¿De dónde provendría la luz? Allí no había bombillas, lo sabía muy bien porque él mismo las había quitado cumpliendo órdenes del hermano Gregorio.

Cuando oyó los gritos sofocados que llegaban desde dentro, le dio un vuelco el estómago.

—¡Fuego! ¡Incendio! ¡Socorro! ¡Fuego!

Puso la mano en el pomo de la puerta y lo sintió caliente. ¿Qué debía hacer? El hermano Gregorio pediría su cabeza si los americanos se escapaban. Retiró la mano y corrió hacia el descansillo.

—¡Fuego! —gritó—. ¡Fuego en la segunda planta!

En la habitación, Vance y Suzanne estaban atrapados por el fuego que ellos mismos habían provocado y tenían los pulmones llenos de un humo espeso y oleoso. Sintieron renacer las esperanzas cuando oyeron gritar al guardia y luego manipular el pomo de la puerta, pero volvieron a caer en el desánimo cuando el ruido cesó y los pasos del guardia se alejaron.

Las llamas habían consumido el colchón y se habían propagado ya a las paredes, invadiendo implacables el precioso espacio que los rodeaba.

Entonces oyeron pisadas apresuradas.

—Refuerzos —dijo Vance apretando más el brazo de Suzanne.

—Vance… —Ella volvió la cara hacia él—. Suceda lo que suceda, te amo.

—Yo también te amo. —Se besaron fugazmente mientras oían girar el pomo—. Esto es lo que se conoce como técnicas básicas de supervivencia.

Vance se puso de pie en medio de la nube de humo sosteniendo en las manos una de las patas de la cama.

—Permanece agachada —advirtió—. Van a entrar en tromba. Haz que tropiecen y sal a continuación.

Al otro lado de la puerta, unas voces frenéticas hablaban en un furioso italiano. Vance se acercó al lavabo. Los pulmones le ardían por la inhalación de humo acre. Dos hombres vestidos con hábito entraron precipitadamente en la habitación con las armas listas para disparar. Utilizando la pata de la cama como si fuera un bate de béisbol, Vance le atizó al primero en los ríñones y lo lanzó de cabeza a las llamas. El monje volvió a levantarse.

Suzanne atacó también con otra de las patas de la cama, y alcanzó al otro monje en la pierna. El hombre cayó al suelo de bruces. A menos de un metro de él el primero chillaba envuelto en llamas. El suelo debilitado por el fuego gruñó y finalmente se derrumbó. Rodeado por una lluvia de chispas, el primer guardia desapareció por un agujero y fue a parar a la habitación que había debajo. Las llamas lamieron los bordes del hueco y se lanzaron luego rugientes hacia el techo, alimentadas por el aire que llegaba desde abajo.

La bocanada de aire fresco despejó la habitación de humo apenas un instante lanzándolo hacia el pasillo. Vance aprovechó para rematar al segundo de los caídos y fue a golpearlo con la pata de la cama. Pero el guardia se dio la vuelta justo en ese momento, y en lugar de acertarle en la cabeza, el golpe de Vance lo alcanzó en la mano, haciéndole soltar la Uzi, que cayó al suelo, a los pies de Suzanne.

Desde fuera llegaba ruido de pasos que subían la escalera. El hombre se puso de pie. Suzanne se apoderó de su arma, pero antes de que pudiera dispararle al guardia, éste se lanzó sobre Vance, que sintió los huesudos nudillos del monje sobre el esternón. Sorprendido, respondió con los puños. Ambos se enzarzaron en una pelea.

Mientras los pasos se acercaban, una sirena hendió el aire de la noche, seguida de una voz que, por el sistema de megafonía, comunicaba que todos debían acudir a la villa principal para apagar un incendio.

Suzanne miraba horrorizada cómo Vance y el guardia rodaban hacia el borde del agujero en llamas del suelo. En ese momento, el guardia le dio un codazo a Vance en pleno plexo solar y pareció que el otro se quedaba aturdido, momento que el monje aprovechó para arrastrarse fuera del alcance de Vance y coger a su vez una pata de la cama.

Jadeando para recobrar el aliento, Vance se puso dificultosamente de rodillas y empezaba a ponerse de pie cuando el fraile intentó alcanzarlo con la barra de hierro. Vance se apartó justo a tiempo.

En el pasillo, los pasos se encaminaron velozmente hacia la puerta abierta. Suzanne levantó la Uzi y barrió el corredor con una ráfaga. Sus disparos se superpusieron al rugido del fuego. Uno tras otro, los tres hombres cayeron al suelo.

Al volver el aire a sus pulmones, Vance recuperó la movilidad y en el momento en que el monje volvía a intentar descargar otro golpe contra él, Vance le lanzó una patada que hizo que el otro perdiera el equilibrio; pero al trastabillar hacia el agujero abierto en el suelo, se aferró al pie de su contrincante.

Vance sintió que se iba resbalando y empezó a manotear como loco tratando de encontrar algo a lo que aferrarse.

Mientras, Suzanne seguía disparando hacia el pasillo. Cuando del otro lado se hizo el silencio, volvió la vista hacia Vance y el horror la invadió al ver que estaba siendo arrastrado al agujero del suelo por el monje, que se aferraba tenazmente a su pierna. Las llamas lamían ya los brazos del hombre mientras colgaba precariamente, con las piernas en el agujero y el torso aún en la habitación. Suzanne apuntó con su Uzi, rezando para no darle a Vance, y apretó el disparador. Nada.

«¡Dios! —pensó—. No podemos quedarnos ahora sin munición». Al ver que no tenía otra solución, corrió y arrojó la Uzi descargada contra el monje. Este miró hacia arriba estupefacto mientras el arma volaba hacia él y lo alcanzaba de lleno en la cara. Dejó escapar un grito y el agujero se lo tragó.

—Vance. —Lo ayudó a ponerse de pie—. ¿Estás bien?

El esbozó una sonrisa.

—Vaya pregunta en un momento como éste. ¡Vamos!

Se oyeron más pasos en la escalera. Vance cogió una de las Uzis de los guardias y se la entregó a Suzanne.

—Toma —dijo—. Da la impresión de que puedes manejarla.

El a su vez se apropió de otra arma y corrieron juntos pasillo adelante, alejándose de la escalera.

Del extremo del pasillo surgieron dos monjes corriendo. Una ráfaga corta del arma de Vance los detuvo. Suzanne se dirigía ahora a una estrecha escalera de servicio y Vance la siguió, oyendo pasos detrás de ellos. La única posibilidad era ir hacia arriba.

Los pasos en la escalera se oían cada vez más cerca. Suzanne estaba pálida y tenía el pelo pegado a la frente por el sudor. Vance sabía que no resistirían mucho más. La inhalación de humo y el enfrentamiento con los guardias habían hecho mella en ellos. A pesar de todo, siguieron subiendo. Su respiración entrecortada y bronca resonaba en la estrechez de la escalera.

Esta terminaba en una pequeña puerta cerrada con un candado. Sin decir nada, Vance apartó a Suzanne, disparó contra el candado, a continuación se lanzó a través de la puerta abierta.

—Más nos vale tener un golpe de suerte —musitó con voz sombría—. No me queda munición.

La refrescante bocanada de aire les insufló un poco de energía y de ánimo mientras pasaban revista a una pequeña terraza cercada que daba al lago. Estaba salpicada de pequeñas mesas de metal con sombrillas. A espaldas, el patio brillantemente iluminado del monasterio se veía lleno de monjes que corrían hacia la villa. Por encima de las montañas, el cielo empezaba a iluminarse con las primeras luces del alba.

Sin aliento, se dirigieron hacia el extremo de la pequeña terraza. Tal como Vance había supuesto, había allí un ascensor y, cerca de él, un montaplatos de servicio que se debía de utilizar para subir la comida hasta la terraza desde la cocina de la villa. Había espacio para los dos si es que lograban meterse dentro.

Sin embargo, las puertas del montaplatos se negaban a abrirse. Un cierre de seguridad impedía que lo hicieran a menos que la caja estuviera ante ellas.

—El ascensor está subiendo —gritó Suzanne—, y apostaría que no trae a los invitados de la hora de la cena.

Vance oyó tras de sí las voces nerviosas de sus perseguidores que llegaban por la escalera de servicio; pensó que sólo les quedaban unos segundos y la desesperación se apoderó de él.

—Lo siento, nena —le dijo con desánimo a Suzanne, que lo miraba tensa—. La he pifiado.

Ella se apartó el pelo de la cara y miró a su alrededor con determinación.

—No te des por vencido. Vamos.

Lo cogió de la mano y lo arrastró hasta el borde del tejado. Abajo, una estrecha franja de agua espumosa lamía los cimientos del edificio. Como la mayoría de las villas construidas a la orilla del lago, ésta se levantaba en picado sobre el agua. Sólo había playas en las cabeceras del lago, en el resto, el terreno era demasiado empinado como para que se formaran arenales. A tres metros de la orilla, la profundidad podía alcanzar entre seis y diez metros. «O tal vez mucho menos», pensó Suzanne con un escalofrío».

—Aquí está nuestra salida —dijo.

Él la miró sin decir nada, y luego miró el agua, a treinta o cuarenta metros debajo de ellos.

—¿Nuestra salida?

—Vamos a saltar —le respondió Suzanne con una confianza que no sentía.

—¿Saltar? —Vance tragó saliva.

Oyeron disparos a sus espaldas. De repente, el aire se llenó de muerte.

Cogidos de la mano, se lanzaron al vacío.

Capítulo 17

No podía decirse que la habitación no fuera confortable. De hecho, se podría decir que era lujosa, amueblada como estaba con modernos diseños italianos, con mucho bronce y piel y mimbre. Hasta el Matisse original colgado en la pared pintada de color marfil reflejaba gusto. «Mal gusto», pensó Harrison Kingsbury levantándose de aquel engendro de mimbre y piel que pasaba por una silla. Por lo menos, a él no le gustaba.

Sin embargo, mientras recorría descalzo la alfombra color azul acero hasta la ventana que daba al barrio viejo de Bolonia, sabía muy bien que el problema no era aquél en absoluto.

—Vance, Vance. ¿En qué nos hemos metido por mi culpa?

El hombre suspiró una vez más, contemplando la disposición de edificios de tejado rojo que rodeaban el Duomo. La vista quedaba recortada en estrechos rectángulos entre las rejas de hierro artístico que se habían instalado para que no pudieran entrar los ladrones y que ahora servían para mantenerlo a él dentro. Por primera vez en su vida se sintió viejo. Notaba el peso de sus setenta y tres años sobre sus huesos como si llevara un lastre de plomo.

En cuestión de días, la empresa por la que tanto se había sacrificado no valdría nada, y el hombre al que quería como un hijo sería considerado un criminal que estaría muerto o condenado a vivir como un fugitivo. ¿Cómo había podido suceder todo aquello? Bajó los párpados sobre sus pupilas grises y se frotó los ojos con los puños. Tenía que identificar el endeble eslabón que había dado a la delegación lo que quería.

La conversación en la villa situada en las afueras de Roma había sido breve, pero él bien sabía que los golpes capaces de destrozar la vida suelen ser rápidos e implacables. Aquel joven arrogante, Kimball, había presentado con absoluta sangre fría el ultimátum de la delegación: o Kingsbury accedía a cooperar con ellos, o la ruina caería sobre él y sobre Vance Erikson.

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