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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (9 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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A continuación, Vance había vuelto a la conferencia para escuchar a los demás ponentes, pero la ansiedad le oprimía el pecho y hacía imposible que pudiera concentrarse o incluso permanecer sentado sin moverse. Durante el resto de la mañana había deambulado subiendo por una calle y bajando por la siguiente. Andar lo ayudaba. Temía que quien había matado a Martini, fuera quien fuese, y lo había atacado a él, volviera a intentarlo. Y encima la policía de Milán haciéndolo prácticamente responsable de la desaparición de Tosi. Decidió que si las cosas se ponían peor llamaría a Kingsbury y conseguiría un abogado.

Miró su reloj. Suzanne Storm llevaba ya trece minutos de retraso. La confusión sobre los motivos de aquella mujer también lo agobiaba. ¿A qué se debía que, después de todos aquellos años de antagonismo, se hubiera vuelto de repente tan conciliadora? ¿Qué se proponía? No podía decidirse a confiar en ella. Desde su horrible experiencia con Patty, andaba escaso de confianza. Qué mal, pensó. Había tratado de conocerla aquella primera noche en que coincidieron en Skidmore, pero había notado una animadversión instantánea por parte de ella. A pesar de todo, se había sentido atraído. ¿Qué hombre no lo hubiera estado?

El ruido nítido de los tacones repiqueteando en el pavimento lo apartó de su ensoñación, y al volverse vio a Suzanne avanzar hacia él con paso rápido, elegantemente vestida con una ceñida creación de seda verde.

—Laménto llegar tarde —dijo.

Por un momento, Vance se olvidó de que aquélla era la mujer que no había perdido ocasión de apuñalarlo por la espalda y que, hasta el día anterior, jamás le había dicho una palabra amable. Se quedó mirando su rostro de pómulos altos y marcados, la forma en que la seda se ceñía a su figura. Por un instante quedó atrapado en su sensualidad, presa de una pura atracción física. Después, con un movimiento afirmativo casi imperceptible de la cabeza, recuperó el sentido. Ella volvió a convertirse en la mordaz crítica de arte para la cual él no hacía nada bien.

—Lo siento —se disculpó ella por segunda vez ahora que había llegado a su lado—. No tengo costumbre de llegar tarde, pero…

—No pasa nada —la cortó él abruptamente—. He aprovechado el tiempo para pensar un poco. Primero he pensado que podríamos comer aquí —dijo señalando la terraza del restaurante que había al otro lado de la arcada—. Pero…

Ella ladeó la cabeza con gesto inquisitivo.

—Bueno, es que hoy parece usted de la realeza. —Diablos, pensó, lo había dicho sin pensar, pero había sonado como un cumplido obsequioso—. Lo que quería decir es que deberíamos ir a algún lugar donde pudieran apreciar su elegancia.

—Dios mío, señor Erikson —dijo Suzanne a su vez con malicia—. Hoy está usted muy amable. Muy caballeroso. Incluso para ser un ingeniero.

Quince minutos después estaban sentados confortablemente en Chez Jules, en la via Montenapoleone. De fondo sonaban los acordes amortiguados de una ópera de Verdi. Apenas en tono más alto que la ópera, como mandan las buenas maneras, burbujeaba la conversación, alguna risa
sotto voce
y los sonidos delicados de quienes comen sin hacer sonar la porcelana con la cubertería de plata.

Suzanne parecía cómoda en aquel ambiente, estudiando el lugar sin miradas obvias ni movimientos innecesarios. Por otra parte, era un lugar espléndido, pensó Vance; con el brillo y los reflejos de los candelabros de cristal, la plata auténtica, los paneles de madera oscura y el servicio de finísima porcelana que no hacían más que resaltar los cuadros de auténticos maestros del Renacimiento que adornaban las paredes. Vance se inclinó hacia adelante y se dirigió a Suzanne en voz baja.

—Un Botticelli —dijo señalando delicadamente con la cabeza, ya que aquél no era el tipo de lugar donde la gente señala con el dedo—. Bramante.

Las paredes eran como un libro de gran formato de cuadros del Renacimiento.

—¡Vance! —La sonora voz quebró la sabiamente cultivada calma del restaurante. Las cabezas se volvieron hacia quien llamaba, un hombre alto y distinguido, vestido a la moda aunque sin afectación, de pelo y bigote negros impecablemente cortados y peinados—. Vance, ¿eres tú realmente?

El hombre se deslizó con elegancia entre las mesas, los ayudantes de los camareros y los comensales. Jules Graziano tenía la piel cetrina del Mediterráneo y los pronunciados pómulos de un francés. Su boca de dientes blancos y uniformes sonreía ampliamente mientras se acercaba. El silencio sólo era interrumpido por el aria de Verdi mientras los comensales, muchos de ellos gente responsable del ambiente y la animación de Milán, miraban con el máximo de discreción posible. ¿Quién era aquel huésped tan especial que hacía que Graziano rompiera la paz cuidadosamente orquestada de su propio restaurante?

Graziano abrazó a Vance y luego prestó atención a Suzanne.

—Es usted demasiado hermosa para este sinvergüenza —le dijo Graziano acercando con exageración a sus labios la mano de ella—. ¿Por qué no le dice que se marche y almuerza conmigo? Haré que mi chef nos prepare la comida del siglo.

—Suzanne —interrumpió Vance con una sonrisa—, éste es Jules Graziano, el gigoló más obsequioso de todo Milán, y propietario de esta casa de comidas.

—Es un honor —respondió ella.

Estuvieron charlando unos minutos más y después Graziano partió a toda prisa hacia la cocina para ordenar algunos platos especiales para ellos, no sin antes echar otra mirada a Suzanne.

—El honor ha sido mío —suspiró, y sonrió después ampliamente antes de marcharse.

Al guardaespaldas de Vance le habían asignado una mesa pequeña y discreta junto al ventanal. Estaba casi oculto a la vista por un grupo de palmeras, y el hombre no movía casi nada más que los ojos. Vance se preguntaba si realmente sería humano. Daba la impresión de que no comiera ni fuera al servicio, al menos Vance no lo había visto hacerlo jamás.

—Debería matarlo —le dijo Suzanne a Vance en un tono que revelaba que bromeaba a medias—. Pensaba que me iba a morir cuando todos se han vuelto a mirarnos.

—¿Por qué a mí? —respondió riendo—. Ha sido Jules quien ha armado todo ese alboroto.

—Supongo que sí —admitió, y luego, cambió de conversación—. ¿Viene aquí a menudo? Parece conocer muy bien al propietario. Repítame otra vez su apellido.

—Graziano —la complació él—. Como el boxeador, pero no encontrará cerca a Jules cuando empiecen los puñetazos —sonrió con malicia—. Era encargado de las mesas de juego en el casino de Montecarlo la noche en que me echaron de allí.

—¿Por qué? —Había oído historias al respecto, pero todas le parecían demasiado increíbles.

—Por ganar demasiado.

—¿Pueden hacer eso?

—Claro que sí. En cualquier casino del mundo pueden echarte de una patada si creen que estás ganando demasiado. —Vio su expresión—. Sé que no parece muy elegante, pero su negocio consiste en asegurarse de que se salga con menos dinero del que se llevaba al entrar.

—¿Hizo usted trampas?

—¿Trampas? No las necesitaba. Tenía un buen sistema y buena memoria. Blackjack. Ese era mi juego.

Hizo una pausa para pedir el vino. Vance quería uno especial y, después de una consulta con el maitre, el sumiller les trajo el vino solicitado.

—Parece que sabe mucho de vinos —se atrevió a decir Suzanne después de que el hombre se hubo marchado—. Estoy impresionada.

—Oh, no sé tanto —restó importancia Vance—. Sólo un poco sobre el que me gusta. Del resto… me olvido —añadió con una sonrisa contagiosa.

Suzanne se encontró también sonriendo y de pronto se sintió un poco tonta. Un sentimiento descontrolado que no le gustaba nada.

—Blackjack —dijo entonces para recuperar el equilibrio—. Dígame cómo puede hacer saltar la banca sin hacer trampas.

—En realidad es muy sencillo. Iba llevando la cuenta de todas las cartas que se jugaban y las comparaba con un gráfico especial de estrategia que había creado y memorizado. Ese gráfico determinaba con bastante exactitud casi todas las situaciones que se podían dar en el juego.

»Me llevó unas cincuenta horas memorizarlo. Además de eso se necesitan nervios de acero, disciplina y una financiación adecuada. Los casinos lo llaman «cálculo». Una vez que te identifican suelen sugerirte que te vayas; una sugerencia respaldada por algunos de los gorilas más musculosos a este lado del Neandertal.

—¿Y eso fue lo que le pasó? Yo me hubiera muerto de vergüenza… Toda esa gente mirando mientras lo echan a uno. ¿No se sintió incómodo?

—Las dos primeras veces.

—¿Las dos primeras veces? ¿Es que eso sucedió más de una vez?

—Bueno, sí. En casi todos los casinos importantes del mundo. Y Graziano —Vance lo señaló con una leve inclinación de cabeza— fue quien tuvo que echarme de Montecarlo.

»No se preocupe, no es tan grave —dijo Vance riendo al ver su expresión—. A los únicos a quienes les importa que el casino pierda dinero es a los propietarios. Al resto le gusta ver que el cliente tiene una buena racha. Y sienten respeto por la persona capaz de hacer saltar la banca. Según Graziano, debe de haber unas diecinueve personas en el mundo capaces de hacer lo que yo hice. Y la mayoría de ellos tiene prohibida la entrada, lo mismo que yo. Un tipo ganó más de 27.500 dólares en cuarenta y cinco minutos en el Fremont Casino de Las Vegas. En total ganó más de cinco millones. Claro que ahora tiene que andar disfrazado. Yo lo dejé porque había ganado dinero suficiente y no quería andar haciendo el tonto con esa mierda del maquillaje y todo eso.

El vino les fue presentado por un sumiller muy respetuoso. Tras el ritual de la inspección de la etiqueta, oler el corcho, probarlo y servirlo, Vance dijo que el vino era delicioso y el sumiller se marchó pavoneándose ostensiblemente.

A medida que la bebida iba haciendo su efecto, la conversación se fue volviendo más fácil. Suzanne habló de sus estudios en París y contó lo odioso que le resultaba hacer de anfitriona en las recepciones diplomáticas de su padre.

—Ahora tiene un puesto en una gran corporación, ¿no es cierto? —preguntó Vance con tacto. La nueva administración no había visto con buenos ojos los puntos de vista divergentes del embajador Storm.

—Así es —respondió Suzanne con tanto desdén que Vance decidió no insistir en el tema.

Mientras el camarero se llevaba los restos de sus aperitivos, Suzanne le preguntó a Vance cómo había conocido a Kingsbury y cómo habían llegado a tener una relación tan personal.

—Fue en Christie's —explicó—. Kingsbury estaba allí para comprar unos cuadernos de Da Vinci y yo asesoraba a otro postor de los mismos cuadernos. Ganamos nosotros. Entonces el viejo pensó que era mejor tenerme de su parte. Pero además congeniamos. De joven era una fuerza de la naturaleza… y todavía lo es.

No había nadie que se le pusiera por delante. En cuanto la competencia pensaba que lo tenía acorralado, conseguía escabullirse, encontraba una forma nada ortodoxa, algo que desafiara todos los cautelosos principios que se enseñan en las escuelas de negocios de la Ivy League.

Vance le contó algunas anécdotas que ilustraban ese particular carácter de Kingsbury. Rió por lo bajo al rememorarlas, y prosiguió:

—Yo también he hecho siempre las cosas «al revés». Incluso encuentro petróleo de una manera que todos creen que es imposible, pero funciona. Eso es lo que le gusta a Kingsbury. Tal vez encuentre algo de sí mismo en mi forma particular de locura. Diablos, ni yo mismo sé por qué funciona mi método. De repente voy y le digo a la gente dónde debe perforar. Tengo el porcentaje más bajo de prospecciones fallidas de todo el sector —añadió con orgullo. Después, la timidez hizo que se le subieran un poco los colores—. Espero no estar aburriéndola con toda esta charla sobre el petróleo.

—De ningún modo —se apresuró a responder ella—. De veras. Esto tiene más enjundia de lo que imaginaba. —«Y también tú, Vance Erikson», se dijo sorprendida—. Parece ser usted una especie de renegado. Si he de decirle la verdad, lo admiro por ello. Supongo que en cierto modo yo he vivido un poco enclaustrada. Mi único acto de rebelión fue hacerme periodista. Mi familia quería que me casara con algún joven atractivo, aceptable y rico y me convirtiera en una matrona de la sociedad. En lugar de eso, estudié periodismo en Skidmore. Iba a empezar a trabajar para un periódico, lo tenía todo atado hasta que mi padre empezó a mover los hilos. —Fijó la mirada en el mantel—. Consiguió que retiraran la oferta de trabajo. Sin ese dinero no podía continuar en la escuela, así que seguí la sugerencia de mi padre y estudié bellas artes en la Sorbona. Por último, valiéndome de artimañas conseguí un trabajo remunerado en el
International Herald Tribune
para cubrir todo lo relacionado con el arte en Europa, una sinuosa vuelta para volver a mi idea del periodismo, supongo. Al poco tiempo obtuve un empleo en
Haute Culture
.

—O sea que al fin pudo salirse con la suya —dijo Vance sonriendo—. Le siguió la corriente a su padre para acabar donde usted quería.

Ella asintió y se rió. Era curioso, pero jamás se le hubiera ocurrido que podría reírse de su familia. Sin embargo, ahora no le parecía tan… agobiante. Se estaba divirtiendo.

—Finalmente, mi padre lo aceptó con buen talante —prosiguió—. Supongo que pensó que el campo de la alta cultura era un terreno aceptable en el que ahogar mi rebeldía. Que me retiraría cuando todavía no hubiera agotado mi atractivo y me casaría, preferiblemente antes de los veinticinco. Pero ya he pasado de esa edad y no tengo intención de retirarme, y ahora las presiones de mi familia son constantes. Ya es hora de buscar un marido, dicen. ¡Antes de que me convierta en una solterona arrugada!

—No creo que eso sea posible, señora Storm —dijo Vance Erikson con una expresión extraña en el rostro—. Tal vez sea mejor que nos traigan la comida mientras todavía podamos fijar la vista —propuso. Ella aceptó.

Compartieron un entrante de jamón con melón y después sendos platos de fettucini con laminillas de trufas, seguidos de ternera a la milanesa.

Entre bocado y bocado siguieron con su charla, agradecidos ambos por la falta de una hostilidad que no echaban de menos. El vino burbujeaba placenteramente en sus cabezas. La conversación volvió varias veces a la conferencia, a Leonardo, y por último, cuando los platos quedaron vacíos y cada uno hubo tomado un sorbo de su café espresso, Suzanne sacó el tema del diario de De Beatis y del sorprendente anuncio que había hecho Kingsbury una semana antes en la conferencia de prensa de Santa Mónica.

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