El legado Da Vinci (30 page)

Read El legado Da Vinci Online

Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El legado Da Vinci
12.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

Llegaron temprano adrede.

—No sé cómo reaccionaría Tony ante la presencia de otra persona además de mí —le había dicho Suzanne—. Se trata de un favor enorme, y no estoy segura de que esté dispuesto a hacérselo a nadie que no sea yo… Ni siquiera estoy segura de que quiera hacérmelo a mí. —Ante las protestas de Vance había reaccionado con firmeza—. Te lo contaré todo después, aunque esa historia es agua pasada. Pero en este momento tenemos que dedicar todas nuestras energías a pensar en lo que vamos a hacer.

En cualquier otra ocasión, y con cualquier otra persona, Vance no hubiera aceptado, pero el hecho de ser un fugitivo sin dinero en una ciudad extranjera minaba un poco su natural decisión. «Eso es lo que la dependencia hace con la gente», pensó con tristeza, mientras se sentaba en una silla dos mesas más allá y de espaldas a Suzanne. Les daría a Suzanne y al tal Tony una hora. Después de eso, por Dios que haría algo. «Haz algo, aunque no sea lo mejor», ése había sido siempre su lema. La pasividad no era lo suyo. Una hora nada más.

Una voz masculina interrumpió sus cavilaciones.

—Estás tan encantadora como siempre, Suzanne.

«¡Por Dios! —Vance puso los ojos en blanco. Es la tercera vez que lo dice».

—¿Sabes?, no he podido olvidarte.

Vance tensó los músculos de la mandíbula y sus labios se transformaron en una línea delgada y recta.

—Por favor, Tony —respondió Suzanne con dulzura—. Te lo ruego, no empieces otra vez. Sabes muy bien que no habría funcionado.

—Eso fue lo que dijiste.

Las sílabas pronunciadas con precisión, con el acento de las clases altas británicas, le puso a Vance los pelos de punta. Con aire ausente cogió un tenedor de la mesa de al lado sin que Tony reparara en él, mientras observaba a aquel inglés delgado, impecablemente vestido. El tipo era guapo, de unos cuarenta años, pelo oscuro que empezaba a blanquear en las sienes. Vance torció una de las púas del tenedor formando un círculo con ella.

—Me temo que hoy no tenemos tiempo para repasar la historia antigua, Tony. Lo que he venido a decirte es de suma urgencia —le recordó Suzanne a su compañero—. Esto no tiene que ver con el pasado. Separarnos fue lo mejor para los dos, y tú lo sabes.

—Quizá te equivocas.

Vance dobló otra púa del tenedor.

—¿Sobre lo nuestro? No creo.

—Sobre lo nuestro, tal vez —concedió él—, sobre la urgencia de esta reunión, seguro.

—¿Qué quieres decir?

—Inmediatamente después de tu llamada consulté con Inteligencia de aquí. Parece ser que la noche pasada recibieron un mensaje anónimo poniéndolos al tanto de la misma información que tú me diste. Me aseguraron que a las dos de la tarde de hoy…, dentro de poco menos de una hora…, todas las personas implicadas serán arrestadas.

—Personas —repitió Suzanne, confundida—, pero… —Recordó los retazos de información que había podido captar mientras simulaba estar inconsciente. Sólo había oído mencionar a una persona.—. ¿Alguna de ellas se llama Hashemi?

—Ahí está lo raro —respondió Tony—. Conseguí que me dijeran los nombres de todas ellas. Todos eran italianos, y de ninguno se sabía que usara un nombre falso. ¿Estás segura de lo que oíste?

—Segura —dijo Suzanne—. Absolutamente segura de que al parecer alguien llamado Hashemi va a matar al papa.

—¿Sigues negándote a decirme dónde oíste esa información?

—Mira, Tony, eso no tiene importancia, y tengo motivos para no decirlo. —En la voz de Suzanne había premura y un tono profesional—. Lo que importa es que el asesino del papa anda suelto por ahí.

—Eso no lo sabemos —replicó el inglés obcecadamente—. Creo que nos enfrentamos a un caso de identidad equivocada.

—¡No, maldita sea! ¡Eso no es cierto!

—Suzanne, eso no puedes saberlo, y no me das información suficiente como para que yo te ayude a evaluar los hechos.

—Tony —Suzanne se inclinó hacia él por encima de la mesa—, sabes que yo no digo cosas como ésta si no estoy segura. Lo sabes bien. —Levantó una mano para imponerle silencio cuando él intentó interrumpirla—. Y discutir esto no nos llevará a ninguna parte. —Intentó parecer conciliadora—. Pero si tú no tienes razón y hay alguna posibilidad de que yo sí la tenga, ¿no te parece que tiene sentido dirigirse a seguridad del Vaticano para que hagan algo como modificar la ruta del papa, cambiar la hora o cancelar directamente el desplazamiento?

Tony negó con la cabeza.

—Creo que eso está totalmente descartado. Ya conoces a este papa. Atiende a sus fieles personalmente, no detrás de una pantalla de ayudantes y guardias. Aunque eso ponga en peligro su seguridad, sus rutas se anuncian con varios días de antelación.

—Entonces, ayúdame a encontrar a Hashemi.

—¿Cómo? Hashemi es un nombre iraní bastante común. ¿Qué quieres que haga la policía? ¿Arrestar a todos los hombres que se llaman Hashemi?

—No —respondió Suzanne con gesto de cansancio. Las vicisitudes de las cuarenta y ocho horas pasadas de repente la dejaron sin energías—. No, tú sabes que no pensaría en algo tan poco razonable.

—Lo primero que tienes que hacer es entregarte.

—¿Qué? —Sus palabras la espabilaron de repente—. ¿Qué quieres decir con lo de entregarme?

—Estaba en el teletipo esta mañana.

Tony buscó en el bolsillo de su traje de Savile Row y sacó una hoja de papel. Se quedó observando mientras Suzanne recorría las palabras con la vista. El mensaje era corto. La relacionaban con un tal Vance Erikson, al que buscaban por asesinato en Milán y en Bellagio.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Tony cuando ella lo hubo leído.

—¿Y por qué has esperado tú para decírmelo? —contraatacó ella.

—Porque confiaba en que fuera un error. Realmente no quería creerlo, pero…

—Pero ¿mi reacción al mensaje era toda la confirmación que necesitabas?

Vio en sus ojos que así era.

—Pero sé que tiene que haber algo más —prosiguió Tony—. No se lo he dicho a nadie. Lo que quiero hacer es limpiar tu nombre. Puedo ayudarte. Puedo hacerlo. Ahora soy el director de la división en Roma.

—Lo sé, Tony —dijo Suzanne—, pero arruinarías tu carrera si lo hicieras. Lo sabes, ¿no es cierto?

El asintió.

—¿Y a pesar de todo estarías dispuesto a hacerlo?

El volvió a asentir. Ella buscó su mano y la cogió entre las suyas.

—Queridísimo Tony, jamás te dejaría hacer eso. No podría. No lo haría aunque… aunque yo…

—¿Hay otro hombre? —preguntó Tony mientras sus ojos imploraban una negativa.

—Hay otro hombre, Tony. —Le apretó más la mano pero él empezó a retirarla—. ¿No puedes entender por qué lo nuestro no funcionó? ¿Por qué nunca podría funcionar?

Tony guardó silencio.

—Inténtalo, por favor.

—Llevo tres años tratando de entenderlo —respondió él al cabo de un momento—, pero algo impide que lo haga. ¿Puedes entender tú eso?

—No, pero quiero hacerlo. De verdad que quiero.

Suzanne hizo una pausa al ver que un camarero se acercaba a la mesa para anotar su pedido.

—Tony —dijo después—, tenemos que dejar eso apartado por un rato. No puedes seguir viviendo en el pasado para siempre. No puedes hacerlo.

—Supongo que es ese tipo, Erikson, al que mencionan en el teletipo —dijo por fin.

—Sí, y quisiera explicártelo. Contártelo todo.

—No estoy seguro de querer oírlo.

—Por favor, Tony, escucha. Cuando te lo explique, lo vas a entender. Escúchame.

Y sin esperar su consentimiento, Suzanne empezó. Le contó lo de Como; lo del monasterio, lo de los asesinatos en Bellagio y lo de la muerte del conde Caizzi. Le contó lo de los viajes de Vance, las muertes de Martini y de los eruditos de Estrasburgo y Viena. A medida que hablaba, en los ojos de Tony fue apareciendo el interés. La interrumpió para pedirle una aclaración.

—¿Te importaría que tomara notas? —dijo a continuación.

Ahora escribía frenéticamente mientras ella hablaba, interrumpía con más frecuencia, le pedía que le deletreara algún nombre, o que repitiera una fecha, una hora, una dirección.

Suzanne le contó por qué Vance había empezado a buscar los documentos perdidos, le dijo lo de los documentos guardados en el Vaticano, lo del secuestro de TOSÍ. Muy pronto, Tony dejó de mirarla y se concentró por completo en anotarlo todo en su pequeña libreta de espiral.

—Dios santo —musitó cuando Suzanne llegó a lo del salto desde la villa en llamas y el viaje hasta Roma.

Cuando ella hubo terminado, le pidió que repitiera cosas del principio de la historia, las partes que se le habían pasado mientras aún estaba inmerso en la niebla de su autoconmiseración. Por fin alzó una mano.

—A partir de ahí lo tengo todo —dijo con tono perfectamente profesional—. Al venir aquí, creía que todo habría quedado atado con el arresto de los cuatro asesinos italianos, pero lo que acabas de decirme tiene mucho sentido. Encaja demasiado bien con cierta información que no conseguíamos entender…

—¿Qué clase de información?

—Mantenemos vigilada a cierta gente con métodos que algunos partidarios de las libertades civiles podrían considerar inadecuados —explicó Tony—. Además, mediante nuestros contactos con Inmigración, con los cuerpos de seguridad y con los servicios de Inteligencia, hacemos un seguimiento muy estricto de algunas personas importantes, tanto las que pueden ser blanco de los terroristas como de los terroristas mismos. Hay un modelo informático de alta tecnología que absorbe toda esta masa de información y nos da una prognosis diaria, una especie de hoja de ruta, si lo prefieres, con una lista de los que tienen probabilidades de convertirse en blanco de un ataque terrorista y de los posibles candidatos que pueden llevar a cabo ese ataque.

Suzanne asintió.

—Espero que tengáis mejor suerte de la que tuvieron en Estados Unidos.

Ella había trabajado con los agentes de la Inteligencia americana que intentaban hacer algo similar allí. El proyecto informático absorbía diariamente millones de datos de todo tipo, desde información sobre personas a movimientos de armas y capital, entre otros. Por desgracia, como para la predicción de terremotos, el sistema tenía problemas, y emitía tantas alarmas falsas como verdaderas. Decía con demasiada frecuencia «que viene el lobo», y, debido a ello, la gente que debería hacerlo pocas veces hacía caso de sus predicciones.

—En realidad, ya hemos tenido algún éxito —señaló Tony con un atisbo de superioridad inglesa—. Contratamos los servicios de un conocido corredor de apuestas de Londres, y el nivel de habilidad del programa ha subido a algo más del setenta por ciento. Nos hemos asegurado un par de aciertos por cada equivocación.

»En el informe de esta semana, ha surgido algo muy curioso… El ordenador ha colocado a una persona tanto en la categoría de terrorista como en la de víctima.

Suzanne se encogió de hombros.

—Eso no es tan raro. Podría tratarse de alguna riña interna; diferentes facciones de la misma organización terrorista que se disputasen el poder.

—Es cierto, pero lo que lo hace realmente inusual es que no se trataba de un miembro conocido de una organización terrorista, sino más bien de un ejecutivo de la Delegación de Bremen. Por eso tu historia tan increíble me ha chocado.

—¿Quién era ese miembro de la delegación?

—Un hombre llamado Elliott Kimball. Me inclino a… —Hizo una pausa al ver la expresión de sorpresa de Suzanne—. ¿Lo conoces?

—Sí. Sí. El… lo conocí en la universidad. Es enormemente rico…, ha tenido algunos problemas, como muchos chicos ricos. A principios de esta semana acepté que me llevara de Milán al lago Como.

—Parece que te has topado con un buen elemento.

—Elliott Kimball —dijo Suzanne pensativa—. Jamás habría…

—Ni yo. De hecho, lo atribuimos a ese treinta por ciento de errores que comete el ordenador. Habíamos decidido pasarlo por alto hasta… Bueno, hasta ahora.

—Tony. —En la voz de Suzanne había nerviosismo. Se inclinó sobre la mesa—. ¿Puedes escarbar un poco más en la información? ¿Encontrar algo más sobre Kimball? ¿Algo que pudiera darnos una pista para llegar a ese Hashemi?

—¿Crees que hay una conexión entre Elliott Kimball y este misterioso Hashemi?

—Tal vez… Sí, sí, tenemos que creer que sí, ¿no te parece? Sabes tan bien como yo que cuando se tiene un hilo hay que suponer que conduce a alguna parte. Eso es mejor que nada. Si resulta, podemos tener a nuestro asesino. Si no resulta, al menos habremos disparado la única bala que nos quedaba. ¿No te parece?

Tony reflexionó mientras se mordisqueaba el labio inferior. Al fin asintió moviendo lentamente la cabeza.

—Es una posibilidad. Una débil posibilidad, pero supongo que es la única jugada que nos queda. —Miró su reloj y frunció el ceño—. Son más de las dos —confirmó con gesto serio—. Si tu información es cierta, nos quedan menos de dos horas antes de que el papa sea asesinado.

Cogió la cuenta y sacó dinero de su billetero para pagarla. A continuación, rebuscó en un bolsillo interno de la chaqueta y le entregó a Suzanne un sobre blanco, tamaño carta.

—Aquí tienes —dijo—. Hay unos cinco mil euros. Para algo te alcanzará.

Vacilante, Suzanne cogió el dinero mientras estudiaba la cara del hombre.

—Bueno —prosiguió él—, fue lo que me pediste por teléfono.

Sus ojos tenían una mirada dura. Aquél era por fin el Tony profesional.

—Ya sabes que te lo devolveré —prometió Suzanne.

—No es necesario. Como jefe de la delegación, tengo un fondo considerable para compensar a los informadores, y… creo que con lo que me has dado hoy, el dinero está bien gastado.

Se puso de pie.

—Tony —dijo Suzanne—, quiero que conozcas a Vance.

En los ojos de él, vio un destello cortante como un cuchillo que traspasó por un momento su habitual velo de fría cortesía.

Vance se puso de pie y se volvió hacia ellos. Por un momento, los dos hombres permanecieron de pie mirándose, compartiendo una comunicación antigua, callada, midiéndose, amenazándose. Suzanne miraba alternativamente a uno y a otro.

—Encantado de conocerlo —dijo Vance, acercándose a Tony con la mano tendida y esbozando una sonrisa.

El inglés miró un instante la mano tendida de Vance y, finalmente, tendió la suya.

—Lo mismo digo —respondió.

Los dos hombres se mantuvieron la mirada un momento. Tony fue el primero en parpadear y en desviar los ojos hacia Suzanne.

Other books

El mazo de Kharas by Margaret Weis & Tracy Hickman
A Deep Dark Secret by Kimberla Lawson Roby
Lord Heartless by Tessa Berkley
On Borrowed Time by Jenn McKinlay
Under the Poppy by Kathe Koja
A Stranger's Touch by Anne Brooke