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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (25 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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»Los hongos se les administraban todos los días a los huéspedes en la comida, y a continuación se les daba la atropina para contrarrestar. Perdieron a unos cuantos antes de normalizar las dosis y corregirlas según la corpulencia del huésped, pero finalmente perfeccionaron el sistema, y lo siguieron usando hasta comienzos de la década de mil novecientos cincuenta.

Vance movió la cabeza contrariado. ¡Cuánto genio desperdiciado en hacer el mal!

—En realidad, los Hermanos se convirtieron en coleccionistas a gran escala —dijo Tosi—. No sólo reunieron los pensamientos, las obras y los resultados creativos de algunas de las mentes más brillantes de la historia moderna, sino que también coleccionaron personas, del mismo modo que alguien colecciona sellos o monedas.

»Cuantas más y más personas coleccionaban, el monasterio más iba creciendo. Construyeron un barracón para los Hermanos y luego un pabellón de «huéspedes». Más adelante se construyó una área más cómoda y segura excavada en la ladera para albergar a sus aliados y poder acumular los tesoros con mayor seguridad.

—Pero he visto un Tiziano en el almacén del sótano —intervino Vance—. ¿Por qué no está también allí?

Tosi permanecía inmóvil bajo la escasa luz de la habitación.

—Por mucho que cueste creerlo, Vance —contestó al cabo de un momento—, las obras de arte del sótano son las menos importantes de las que pueden encontrarse aquí.

»Obras desconocidas de Mozart, partituras originales compuestas después de la supuesta muerte del genio; teorías de las mayores mentes científicas del mundo que sólo compartieron con los Hermanos; obras de arte de los maestros que superan incluso sus obras conocidas, y creadas mucho después de que el mundo los creyera muertos y enterrados. Esas son las que ocupan el espacio excavado en la montaña.

»Como resultado de todo esto, los Hermanos Elegidos se convirtieron en expertos en el secuestro y el asesinato.

—No se diría por su comportamiento de los dos últimos días —dijo Vance—. No es que lo lamente, pero sus intentos han sido meras chapuzas.

Tosi asintió.

—Por los comentarios que he oído a los guardias, eso ha sido resultado de ciertas órdenes encontradas entre el hermano Gregorio y la Delegación de Bremen.

—¿La qué? —exclamó Vance
sotto voce
. ¡Kingsbury era miembro de esa organización multinacional!

—Eso mismo —respondió Tosi—, pero espere un minuto. Ya llegaré a eso. Debe permitirme que se lo cuente de una manera organizada o todo le resultará muy confuso.

Le explicó que, con los cambios en la situación política a lo largo de los siglos, a pesar de que los genios no dejaban de llegar al monasterio, se hizo evidente que el mundo había crecido demasiado. Una vez más, los Hermanos tendrían que buscar un aliado exterior.

Durante la mayor parte del siglo xix, anduvieron divagando hasta que por fin llegaron a un trato con Alfred Krupp.

Al oír mencionar ese nombre familiar, Vance dio un brinco en la silla.

—¡Krupp! —exclamó—. Casi tengo miedo de descubrir en qué desembocará todo esto —manifestó en tono sombrío.

—Espere —dijo Tosi—. Lo que voy a contarle ahora le interesará especialmente. A cambio de ayudar a encumbrar a los Hermanos en el Vaticano, Krupp tendría acceso a varios dibujos e inventos de Da Vinci que nunca se habían visto hasta entonces.

«Entonces era eso —pensó Vance—. Ésa era la clave».

—Ya ve —prosiguió Tosi—, los Hermanos tienen la mayor colección de obras de Leonardo del mundo. De Beatis pertenecía a la orden. Cuando Leonardo murió, De Beatis consiguió llegar a Cloux unas horas antes que los hombres del Vaticano. La mayor parte de los cuadernos y obras de Leonardo fue recogida por miembros de la hermandad y traída aquí. Los del Vaticano llegaron cuando De Beatis estaba cargando lo último en una carreta, entre otras cosas, el códice que su señor Kingsbury compró recientemente. El contenido de ese último transporte fue llevado al Vaticano y examinado, y la mayor parte fue entregada como regalos por diversos papas y funcionarios del Vaticano.

Vance estaba mudo y tenía los ojos abiertos como platos. Sabía lo que estaba a punto de oír.

—Ya ve, Vance. —La voz de Tosi tenía un tono implorante, como si dijera
le ruego que entienda lo que he hecho
—. Ésa fue la irresistible oferta que me hizo el hermano Gregorio, dedicar el resto de mi vida a aplicar mi conocimiento científico a un corpus enorme de obras de Leonardo, obras jamás vistas por el hombre moderno. Los conceptos que desarrolló mucho antes de que existiera la tecnología capaz de hacerlos realidad son asombrosos. Por lo que he podido examinar en estos pocos días desde mi llegada, he visto que muchas de sus ideas eran tan avanzadas que ni siquiera ahora existen los medios necesarios para su aplicación. —Vance permanecía silencioso, no podía creer lo que oía—. ¿No lo ve? —insistió Tosi—. Como físico tengo la oportunidad de intentar incorporar el genio de Leonardo a la realidad moderna.

La voz de Tosi tenía un tinte de locura. Era el desvarío de una mente abrumada, de un hombre al que se había obligado a tomar una decisión imposible a vida o muerte y con muy poco tiempo para enfrentarse a ella y estaba peligrosamente cerca de la locura.

El hermano Gregorio y sus monjes chiflados habían insuflado vida al mito de Fausto. Por tener acceso al conocimiento de la mente más brillante de todos los tiempos, pensó Vance, Tosi había vendido su alma al diablo. Como un Mefistófeles de nuestros días, el hermano Gregorio prometía conocimiento y vida a cambio de devoción. Vance pensó con tristeza que, enfrentado a circunstancias semejantes, él mismo podría haber reaccionado como lo había hecho Tosi.

El viejo profesor seguía hablando. La locura había desaparecido ahora de su voz mientras proseguía el relato.

—Al igual que las alianzas anteriores —continuó—, la de los Krupp se fue al garete, esta vez porque Alemania perdió la guerra. De haberla ganado, imagino que la historia del papado hubiera sido diferente. De todos modos, la alianza con Krupp facilitó otra aún más fuerte con Adolf Hitler…

—Lo cual explica que esté enterrado en el cementerio.

—Sí, ah, sí, claro —respondió Tosi—. Hay toda una sección dedicada a nazis desaparecidos. Y créame, todavía hay muchos más que siguen vivos en los alojamientos excavados en la ladera. De hecho, ésa fue una de las razones por las que el Vaticano tardó tanto en denunciar a Hitler. Un antecesor del hermano Gregorio y el papa, cada uno por su lado, habían estado tratando de llegar a un acuerdo con el Führer. El papa no denunció a Hitler hasta que éste firmó el pacto con los Hermanos. Es decir, se trató más de despecho por un rechazo que de indignación por un comportamiento inmoral. No olvide que, en el Vaticano, la política puede más que la religión, y que el poder está antes que el espíritu.

Tosi hablaba con la amargura de un hombre expulsado de la Iglesia. Había sido uno de los pocos excomulgados por herejía del mundo moderno. Tosi jamás había revelado los detalles y Vance prefirió no preguntar.

A la vez, se dio cuenta de que estaba escuchando aquel absurdo discurso sin sombra de duda. Los acontecimientos eran tan fantásticos, que si Tosi le hubiera dicho que Cristo seguía vivo y que estaba en la habitación de al lado con un implante en el pecho, se lo hubiera creído. «La mente humana es asombrosa —reflexionó—. Su resistencia y su capacidad de adaptación inmediata es su mayor activo y su más ineludible responsabilidad. Porque, por una parte, su adaptabilidad permite la supervivencia de la especie, pero por otra, permite también aceptar las atrocidades más crueles e inhumanas como parte inevitable aunque lamentable de la realidad, que lleva en sí misma la semilla de su destrucción». Una mente humana capaz de exterminar a seis millones de judíos y de poner a un hombre en la luna sin duda podía dar lugar a las normas por las que se regía el hermano Gregorio.

—En otros esbozos de Da Vinci, proporcionados a Hitler por el predecesor del hermano Gregorio, estaban contenidos los conceptos clave que permitieron a los alemanes construir los primeros cohetes y afinar tanto el armamento de sus submarinos —continuó Tosi—. Por supuesto, y eso usted lo sabe bien, los dibujos y estudios de Leonardo no son conceptos acabados, pero su mente increíble consiguió desarrollar ideas, formas originales de abordar un problema, que permitieron a los ingenieros y científicos modernos completar y perfeccionar la obra del genio.

»Ya lo ve, Vance, Leonardo y los nazis estuvieron a punto de ganar la segunda guerra mundial. —Tosi bajó la voz y adoptó un tono apesadumbrado—: Leonardo se hubiera echado a llorar al ver el uso que se hacía de sus inventos, pero —ese «pero» de Tosi reflejaba ahora toda la histeria del hombre que trata de convencerse de una realidad inventada por él mismo— él no podía prever lo que sucedería y… y yo debo continuar con mi trabajo aquí… Continuar o morir.

Tosi se sumió en un silencio melancólico. Qué de torturas debía de estar soportando su mente, pensó Vance, al intentar racionalizar su colaboración con aquellos monstruos, aun cuando la negativa a hacerlo significara la muerte.

—La Delegación de Bremen —apuntó Vance con suavidad—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—¿Eh? —Tosi se sobresaltó—. ¿La Delegación de Bremen? Sí, claro… bueno, llegaré a eso dentro de un momento. —La voz del viejo profesor recuperó parte de su vitalidad—. Después de la guerra, en realidad poco antes de que terminara, empezaron a llegar aquí nazis y fascistas a montones. Los Hermanos aceptaron encantados a los científicos e ingenieros, pero sólo admitieron a los políticos más destacados como Bormann y Hitler, y siempre con la condición de que entregaran sus colecciones de arte y su oro. En realidad, fue esta afluencia de científicos alemanes lo que permitió al monasterio obtener el implante. Había sido un invento nazi desarrollado mediante pruebas intensivas, muchas veces fatales, con judíos de los campos de exterminio alemanes.

Había recuperada la conciencia en el asiento trasero del coche antes de llegar al monasterio.

Fingiéndose dormida, Suzanne había dejado que la introdujeran en el edificio. Por toda la actividad que oía a su alrededor dedujo que se trataba de un edificio importante. Con la visión borrosa que le permitían sus ojos semicerrados, había conseguido ciertos atisbos de un gran vestíbulo lleno de visitantes bien vestidos, entre los que había también sacerdotes y monjes de indumentaria más sombría. La habían llevado a una oficina de la segunda planta y la habían dejado sobre un sofá de piel.

—Todavía está inconsciente, hermano Gregorio.

La voz aguda la sorprendió. Era una voz casi preadolescente.

Mareada todavía por la inyección, Suzanne había permanecido inmóvil en el sofá, escuchando.

—Bien. —Aquélla era la voz del hermano Gregorio—. Cuando recupere el conocimiento la interrogaré, y después podemos mandarla a una celda de meditación. Echadle una mirada de vez en cuando para ver cuándo se despierta.

Y ella había permanecido allí, sin moverse, mientras Gregorio mantenía una reunión en su oficina sobre un tema que la horrorizó: un plan de asesinato. No podía oír lo que decían todos los presentes, ya que algunas de las voces eran demasiado bajas. Lo que sí oía con claridad eran los comentarios estridentes del hermano Gregorio. Un hombre llamado Hashami mencionó el asesinato de alguien muy importante a las cuatro de la tarde del día siguiente. El hermano Gregorio, por su parte, se refería una y otra vez a «la transacción», y esa muerte al parecer formaba parte de ella.

Suzanne se preguntó cuánto haría de eso. Sin duda habían pasado horas, cuatro o cinco por lo menos.

Por debajo de su ventana, veía ahora a grupos de guardias que llevaban perros, o más bien eran llevados por ellos. Unos animales de mandíbula cuadrada. Mastines, pensó. Estaban persiguiendo a alguien. «Oh, Dios mío —rogó—, si es Vance permite que se escape».

Frustrada, se apartó de la ventana y fue hasta el otro lado de la diminuta habitación de unos siete metros cuadrados, con su cama, su silla, su lavabo y su orinal. Tres pasos, vuelta; tres pasos, vuelta. Después de ser interrogada por el hermano Gregorio, la habían llevado a aquella habitación. Uno de los vigilantes eunucos —le habían dicho que habían sido castrados de niños como preparación para la función que desempeñaban— la condujo a la habitación.

—Es un alojamiento temporal —dijeron—. Hasta que podamos prepararte para procrear.

Con la furia todavía a flor de piel, Suzanne recordó su reacción. ¿Procrear? ¿Qué diablos pensaban que era?, había preguntado. «Una mujer, —contestó el eunuco abofeteándola—. Y las mujeres sólo sirven para una cosa, para tener niños». Aterrorizada y temblando todavía por el fuerte golpe del castrado (¿no perdían musculatura en el proceso?), no dijo nada más que pudiera enfadarlo. En lugar de eso, le preguntó con aire contrito qué debía esperar. La respuesta la aterró por su monstruosidad. Su miedo se transformó en horror y finalmente en furia.

Volviendo a la ventana, concentró de nuevo su atención en el exterior y en la febril actividad. Qué extraño que hubiera tan poco ruido. Ni sirenas, ni alarmas. Pensó que tal vez no quisieran despertar a la gente. Miró hacia el pequeño edificio cuadrado que había cerca de los dormitorios; todas las ventanas seguían a oscuras, pero vio que un grupo de seis u ocho hombres subía los escalones acercándose a los guardias de la puerta, ahora brillantemente iluminados por los reflectores.

Por enésima vez se apartó de la ventana y rebuscó en toda la habitación algo que pudiera servirle como arma o como herramienta, algo que pudiera usar para escaparse de allí. Prefería morir intentando huir que ser usada como una vaca de cría, se dijo. ¡Maldita sea! Era algo aborrecible.

Según el eunuco, el monasterio se había adelantado cientos de años a las técnicas de inseminación artificial. Mediante éstas, mantenían el celibato de los hermanos y al mismo tiempo renovaban a los miembros que morían. Si nacía alguna niña, la mataban de inmediato. Incluso a las mujeres «procreadoras» las mataban cuando ya no podían tener hijos, y las reemplazaban entonces por diversos medios, entre ellos el secuestro.

—Eres una mujer muy afortunada —le dijo el eunuco—. El hermano Gregorio podría haber decidido matarte después de todos los problemas que le has dado.

«Bendito sea, tiene su corazoncito», pensó Suzanne con sarcasmo.

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