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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (26 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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—Pero ha decidido que tu material genético es apropiado para nosotros. Puedes tener diez o más años de reproducción. Considérate afortunada.

¡Afortunada! Volvió a revisar la habitación avanzando a tientas en la oscuridad. «Una palanca —pensó—, todo lo que necesito es una palanca para abrir el candado de las contraventanas. Después, cuando todo se calme fuera, puedo hacer una cuerda con las sábanas para bajar las tres plantas hasta el suelo».

Sabía que tendría que ser esa noche. La «operación» estaba prevista para el día siguiente. Se quedó de pie, frustrada; la búsqueda había sido tan infructuosa como las anteriores. Permaneció junto a la ventana, temblorosa. La rabia le hacía ver manchas borrosas. Quería salir. Quería impedir el asesinato que tenían planeado. Y sobre todo, quería a Vance Erikson.

—No es justo —dijo entre sollozos—. Esto no es justo.

Vance se removió en su silla, repentinamente alarmado al tomar conciencia del tiempo que había pasado allí. Tosi seguía hablando.

—Así pues, después de la guerra, los Hermanos intentaron recuperarse de su desastrosa alianza con los nazis.

Sin duda ya habrían descubierto el cuerpo del guardia.

—Supongo que al principio cooperaron en algunos de los planes de los nazis para recuperar el poder pero después, a medida que los principales jefes fueron envejeciendo y muriendo, esos proyectos también fueron dejados de lado. Otra vez se encontraban sin un aliado que pudiera ayudarlos a llegar al Vaticano. Las décadas de mil novecientos cincuenta y sesenta fueron una época sombría para los Hermanos. Se sucedieron tres superiores, el más reciente de los cuales es el hermano Gregorio. Después de asumir el control, en 1970, no pasó más de un año antes de que se vinculara a la Delegación de Bremen. El comienzo fue lento, los Hermanos negociaban o vendían a la delegación inventos y procesos industriales desarrollados por el Tercer Reich y depositados en el monasterio. Poco a poco, eso se fue convirtiendo en una alianza propiamente dicha, y supongo que algo gordo está a punto de suceder.

—¿Algo gordo? —preguntó Vance—. ¿Como qué?

—No lo sé —respondió Tosi fatigado—. Me he enterado de más de lo que debía, supongo, dado que el hermano Gregorio ha solicitado a menudo mi ayuda en estos últimos días.

—¿Qué le ha pedido?

—Cosas de física —contestó Tosi con renovado entusiasmo—. Cosas relativas a algunos de los escritos. Verá, en el códice que compró Harrison Kingsbury había originalmente una sección sobre tormentas y relámpagos. Leonardo había empezado a trabajar en un sistema para producir rayos artificiales. Eso es lo que contienen las páginas que usted andaba buscando.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué era tan importante esa parte como para que alguien creara una falsificación para ocultar que faltaba? Hay tantos documentos que faltan. ¿Por qué ése?

—No sé la respuesta. Lo que sí sé es que el códice estaba entre los escasos documentos que el Vaticano le incautó a De Beatis y se llevó a Roma. También sé que un miembro de los Hermanos que trabajaba como espía en el Vaticano consiguió acceder al texto, lo desencuadernó y reemplazó las páginas robadas por una falsificación. A continuación empezó a sacar de contrabando las páginas que faltan. Había mandado más o menos la mitad al monasterio cuando fue descubierto y ejecutado. El resto sigue en el Vaticano. El hermano Gregorio y los suyos se han unido a la Delegación de Bremen para conseguir la otra mitad de los documentos.

—No tiene sentido —protestó Vance—. ¿Qué razón tendría un poderoso grupo de empresas multinacionales como la Delegación de Bremen para colaborar con un puñado de monjes chiflados en la obtención de unos dibujos de Leonardo? Todas las compañías industriales realmente importantes del mundo son miembros de la Delegación de Bremen. No puedo imaginar que necesiten para nada los dibujos de Leonardo.

Tosi habló con voz débil.

—Tampoco Alfred Krupp.

—¿Qué intenta decirme?

—Sólo que… —Tosi vaciló—. Usted no ha visto todos los escritos y dibujos que he visto yo. Todo lo que conocemos de Leonardo, todos los inventos que se han publicado son burdos y primitivos comparados con los que hay en las colecciones del monasterio. Es posible, y es sólo una conjetura, aunque está basada en mis conocimientos de física, que esos dibujos sobre la naturaleza del relámpago puedan contener un concepto clave para perfeccionar una arma de destrucción masiva de gran alcance. Si lo que pienso es cierto, lo que podría resultar de la reunión de las dos partes de este invento de Leonardo haría casi inofensiva la bomba de neutrones.

De repente se vio luz en la ventana y las figuras de los dos hombres quedaron nítidamente recortadas. Vance se puso en pie de un salto y se colocó a un lado de la ventana. Abajo se veía salir a los hombres en tropel de los dormitorios.

—Deben de haberlo encontrado —sentenció con aire sombrío—. Rápido, Umberto. —Se apartó de la ventana—. Usted dijo que Suzanne estaba aquí. ¿Dónde se encuentra? ¿Dónde la tienen encerrada?

—En la villa principal. En alguna habitación de la tercera planta. He oído que el hermano Gregorio hablaba de ella con alguien esta noche, cuando me ha llamado para hacerme una consulta.

Vance oyó los latidos bajo su esternón mientras recuperaba la Uzi y se dirigía a la puerta.

—Gracias, profesor. —Se detuvo—. Todavía está a tiempo de reconsiderarlo. —Tosi negó lentamente con la cabeza—. Bueno, entonces volveré. Traeré ayuda.

Rápidamente retiró la cinta de la cerradura, tiró de la puerta cerrándola tras de sí y se dirigió de prisa hacia la entrada delantera. Se ajustó el hábito a la cintura al llegar al vestíbulo. Al otro lado de la puerta se oían voces, muchas más que las de los dos guardias que había encontrado a su llegada. Vance echó mano al pomo. Se había acabado el sigilo. Era hora de pasar al ataque. Abrió la puerta de un tirón.

—¡Rápido! Por el lateral —gritó en italiano mientras salía corriendo.

Sorprendidos, varios de los guardias, alzaron sus Uzis hacia él, pero entonces vieron su hábito. Siguieron con los ojos la dirección que señalaba su brazo extendido, la dirección de la ventana por la que había entrado.

—Ha habido un intento de entrar en el edificio —gritó—. Del otro lado. Una ventana del sótano. Rápido, tal vez podamos cogerlo.

No hizo falta más. En mitad del revuelo, nadie se paró a preguntarle qué hacía él dentro del edificio.

—Yo me quedaré aquí para vigilar la entrada —añadió—. Rápido, que no escape.

El grupo, de entre seis y ocho hombres, bajó en tropel los escalones, pero uno de los que originariamente guardaban la puerta se quedó.

—Yo te ayudaré aquí —dijo el hombre, acercándose—. Espera. —Los ojos del hombre examinaron su cara—. Yo no te conozco. ¿Quién?

Mientras el hombre levantaba su arma, Vance aplicó toda la fuerza de su cuerpo al brazo derecho y le dio un golpe en la nuez. El hombre abrió la boca para gritar, pero sólo pudo emitir un sonido ahogado. El guardia se llevó la mano a la garganta y Vance se lanzó contra él, dispuesto a atacar. No fue necesario. El primer golpe le había aplastado el cartílago de la laringe obstruyéndole la tráquea. Ya empezaba a ponerse azul cuando cayó contra el pilar de piedra de la entrada y fue a dar en el suelo con una mirada de profunda incredulidad. Se ahogaba irremisiblemente, entre estertores.

Temblando, Vance arrastró el cuerpo hasta la sombra de uno de los pilares. Se apropió de su arma y, a paso ligero, bajó los escalones y se dirigió a la villa principal. Por todas partes había gente corriendo. Él también corrió. Velozmente pasó por delante de dos mastines enormes y de sus entrenadores, que se encaminaban a la zona donde Vance había dejado el cuerpo del centinela.

Siguió corriendo. A cada paso, la villa, brillantemente iluminada, se hacía más grande. Respirando con facilidad a pesar de haber corrido casi quinientos metros, Vance atravesó el paseo circular y subió la escalinata. De las sombras que flanqueaban las puertas de caoba tallada salieron dos guardias.

—¿Qué asunto te trae aquí? —le soltó el más corpulento de los dos.

Desde el otro lado del recinto del monasterio, llegaban gritos nerviosos: habían descubierto al guardia al que acababa de matar. Los gritos pidiendo ayuda distrajeron momentáneamente a los dos guardias, que no sabían si acudir o si seguir examinando a Vance.

—El hermano Gregorio —respondió—. Tengo un mensaje urgente para él. Tiene que ver con eso. —Vance señaló la conmoción que llegaba desde el pabellón de huéspedes—. Han encontrado al intruso.

Los guardias lo miraron con gesto de desaprobación.

—Muy bien, te conduciré a él —dijo el mismo que había hablado antes—. Sigúeme. Giacomo, no te muevas de aquí.

El otro guardia asintió mientras su compañero abría la puerta y se colocaba a un lado para dejar entrar a Vance, que tragó saliva para combatir el miedo. La puerta se cerró tras él.

—Sígueme —volvió a gruñir el guardia.

El vestíbulo era enorme y oscuro, decorado en un estilo espartano propio de la Edad Media. A diferencia de la mayoría de las villas, en ésta no había ornamentación religiosa, ningún cuadro que representase el nacimiento, el bautismo o la crucifixión de Cristo. Sólo había una cruz rústica, de unos seis metros de altura, que llegaba del suelo de piedra al techo. A la derecha, una escalera subía hacia el piso superior. El hombre condujo a Vance más allá de la escalera, por el pasillo principal y después a la izquierda. Al final del corredor estrecho, débilmente iluminado, se detuvieron. El guardia llamó a la puerta.

—Hermano Gregorio —dijo respetuosamente el hombre ante la puerta cerrada—. Le ruego me disculpe por molestarlo, pero le traen un mensaje.

Al otro lado de la puerta, Vance oyó ruido de papeles y después el arrastrar de una silla de madera sobre el suelo.

—¡Esto es sumamente irregular! —dijo secamente una voz mientras la puerta empezaba a abrirse. Apareció una cara enfadada, pero no era la del hermano Gregorio y no dio muestras de reconocer a Vance—. ¿Y bien? Habla y que sea rápido —apremió dirigiéndose a Vance—. ¡Tenemos una crisis!

Vance sabía que tenía que actuar antes de que el hombre reparara en sus deportivas, que asomaban por debajo del hábito demasiado corto. A aquel hombre no se le escaparía ese detalle, como sí les había ocurrido a los guardias, presas de la excitación. En ese momento, se oyeron gritos ante la puerta principal, una conmoción que de repente se propagó por el vestíbulo al abrirse la puerta. Vance supuso que serían los guardias del pabellón de invitados.

Un débil ruido al otro lado del patio atrajo la atención de Suzanne hacia el frente del pabellón de huéspedes. Un grupo de hombres vestidos con hábito llenaban los escalones de la entrada, después bajaron corriendo y desaparecieron detrás del edificio. Sólo quedaron dos en los escalones. Ambos lucharon, uno cayó y el otro salió corriendo hacia la villa. Iba vestido de una manera extraña. Suzanne reparó en que llevaba una especie de zapatos blancos.

Siguió observándolo mientras corría velozmente, con facilidad, cubriendo en segundos la distancia entre el edificio principal y el pabellón de huéspedes. Le parecía ver en él algo familiar, pero antes de que pudiera examinarlo mejor, desapareció de su estrecho campo visual.

Pudo oír voces agitadas y nerviosas en la puerta que había a la vuelta de la esquina, pero no podía entender ni una palabra. Entonces oyó a alguien conocido. ¡Era Vance! ¡Había venido!

—¡Ahí está! ¡Ése! ¡Es ése!

Las pisadas de los hombres que corrían hacia Vance resonaban sobre el suelo de piedra.

El guardia corpulento que lo había acompañado hasta la puerta le dirigió una mirada hostil y cogió su Uzi. Una expresión de sorpresa y de miedo apareció en la cara del que le había abierto en lugar del hermano Gregorio y que ahora trataba de cerrar para protegerse del peligro que amenazaba desde el pasillo.

—¡No! —gritó Vance agachándose para empujar con el hombro. Tenía que entrar en aquella habitación. Era su única esperanza.

Su empellón cogió al hombre por sorpresa, y la puerta se abrió lo suficiente como para que Vance pudiera deslizarse de lado antes de que empezara a cerrarse otra vez. Pero el guardia lo apuntó a la cabeza con la Uzi mientras otro embestía la puerta por el otro lado, de modo que Vance se quedó aprisionado entre ésta y el arma. En el pasillo, la barahúnda era cada vez mayor, y Vance pudo ver que todos llevaban las armas a punto.

Empleándose al máximo, Vance arqueó la espalda y logró forzar la apertura de la puerta, dejándose caer de rodillas justo en el momento en que el guardia abría fuego. Una ráfaga de proyectiles furiosos brotó del arma automática y mordió la jamba de la puerta. Vance lanzó el puño derecho y, con dolorosa puntería, hizo impacto en la ingle del guardia. El hombre emitió un quejido sordo y se dobló hacia adelante, momento que Vance aprovechó para ponerse de pie de un salto y asestarle un nuevo golpe, éste en plena cara. El guardia cayó mientras la Uzi golpeaba impotente contra el suelo de piedra.

Otras armas dejaron oír su ronca voz, desprendiendo grandes desconchones de yeso de las paredes y haciendo saltar astillas del revestimiento de madera.

Desesperado, Vance se puso de pie y saltó apartándose del fuego mortífero, que lo siguió hasta que quedó fuera de la línea de tiro.

—¡Cierren la puerta! —ordenó apuntando al hermano Gregorio y a su asistente, que estaban agachados detrás de la puerta. Ambos lo miraron con indisimulada sorpresa—. ¡Ciérrenla ahora mismo o les vuelo las malditas cabezas!

Vance percibió un destello de miedo en sus ojos; lentamente, el hermano Gregorio se puso de pie para hacer lo que le decía.

—¡Rápido! —lo apremió—. Y diga a sus hombres que se queden fuera si quiere seguir vivo.

El hermano Gregorio vaciló un instante. Vance empezó a mover el disparador de la Uzi.

—¡Alto! —aulló el religioso hacia sus hombres—. En nombre de Dios. ¡Alto!

La orden llegó demasiado tarde. El más rápido del grupo chocó contra la puerta y a punto estuvo de hacer caer al suelo al hermano Gregorio. El guardia miró a Vance, que se había refugiado detrás de un pequeño sofá, y apuntaba a su superior con la Uzi, y a continuación al hermano Gregorio, sin saber qué hacer.

—¡Déjenos, hermano! —le ordenó Gregorio al confundido guardia que permanecía allí, respirando agitadamente y sudando con profusión. Pero debajo de unas cejas espesas y fruncidas, su mirada rápida e inteligente inspeccionaba la habitación. El hermano Gregorio se inclinó hacia el guardia y le susurró algo.

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