El legado de la Espada Arcana (38 page)

Read El legado de la Espada Arcana Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El legado de la Espada Arcana
6.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Hay luz! —susurró—. ¡Viene de ahí delante!

Al quedar a oscuras por haber apagado la linterna, distinguí el resplandor de otra luz que se reflejaba en las paredes de la cueva. No había luz en la otra cueva, recordé, rememorando que Saryon había dejado allí la yesca y pedernal junto con una tea.

—¿Qué hay ahí arriba? —preguntó Mosiah a Simkin.

—Rocas, aire, agua. —Simkin agitó el pañuelo naranja—. ¡Oh! ¡Quieres detalles concretos! Bien, veamos. —Arrugó la frente en profunda reflexión—. Este túnel termina en un río. A la entrada del túnel, hay una pequeña cámara, justo a la derecha si te encuentras frente al túnel. ¿O es a la izquierda, si estás mirando al río? Claro, si estás en el río, queda bastante por detrás de ti y...

—¡Simkin, por favor! —dijo Eliza con voz trémula.

—¿Qué? Lo siento, querida. De verdad. —Simkin parecía arrepentido—. Olvidé que tomas esto de un modo muy personal. Veamos. ¿Por dónde iba? En el río. Eso. No queremos entrar en el río. No si se puede evitar. Tampoco hay necesidad de hacerlo, realmente. Joram y el Padre Cabeza Rapada están prisioneros en una pequeña estancia que se encuentra a la derecha... no, digamos a la izquierda... No importa, es la estancia pequeña. No podéis pasarla por alto.

—No, y ellos tampoco nos pasarán por alto —repuso Mosiah sombrío—. Nos descubrirán en cuanto salgamos a la luz. Si al menos tuviera Vida suficiente para...

—No hay motivo para que eso os detenga, Ejecutor. Tienes un catalista justo aquí —dijo Eliza—. El Padre Reuven. Tal vez sea un catalista doméstico y no esté adiestrado para cubrir las necesidades específicas de vosotros, los Señores de la Guerra, pero supongo que puede servir en una emergencia.

—¡El Padre Reuven! —se burló Scylla con una risita—. Qué divertido.

Mosiah y yo no nos reímos, sino que miramos fijamente a la muchacha. Se había referido a mí como si estuviéramos en aquel otro tiempo, usando las mismas palabras que Scylla había utilizado en una situación similar.

—¿Por qué me miráis de ese modo? ¿Qué he dicho...? ¡Oh! —Eliza parpadeó confusa—. ¿Qué he dicho? ¿Y por qué lo he dicho? Padre Reuven. Catalista doméstico. Pero suena tan natural...

Mosiah me miraba ahora, con expresión pensativa. De repente alargó el enlutado brazo.

—Catalista —dijo en voz baja—, dame Vida.

Me habría echado a reír. Levanté la mano para indicarle por señas que no sabía cómo... Pero, en realidad, sí lo sabía. Lo recordaba. Recordaba la maravillosa sensación de la Vida fluyendo a mi interior; recordaba cómo podía absorber la magia con una mano mientras con la otra sujetaba el brazo de Mosiah. Yo era el recipiente, la magia corría por mi interior, y durante aquel breve instante me sentía bendecido.

Cerré los ojos y deseé que la Vida de Thimhallan viniera a mí.

Al principio no sentí nada, y el miedo a fracasar, a fallar a Eliza, se retorció en mi interior. Concentré todas mis fuerzas, rezando a Almin, suplicando... La Vida llegó de improviso, en un gran chorro, como si se hubiera ido acumulando y estuviera esperando el momento de ser liberada; toda aquella energía me asestó una violenta sacudida. Mi cuerpo ardía y me escocía, como si cada gota de sangre fuera una diminuta chispa. La sensación resultó muy dolorosa, desagradable, como lo fue en aquel otro tiempo alterno.

Asustado y dolorido, intenté acabar, intenté apartar la mano del brazo de Mosiah, pero éste se negó a soltarme, y la magia saltó entre nosotros en un arco azul que se enrolló alrededor de nuestros brazos.

La llama del arco chisporroteó. Me sentí vacío, el fuego fue reemplazado por una sensación de frío que me dejó aterido y temblando. Caí de rodillas, sin fuerzas.

Eliza se arrodilló a mi lado y me rodeó con un brazo.

—Reuven, ¿te encuentras bien?

Hice un gesto de asentimiento, aunque me sentía mareado y con ganas de vomitar.

—Almin bendito —exclamó Scylla, anonadada—. ¡Nunca había visto algo semejante!

—Dudo que vuelvas a verlo —dijo Mosiah, dándose un masaje en el brazo—. Eso ha sido la transferencia de Vida de un catalista a un Señor de la Guerra. Pensábamos que tales transferencias habían muerto junto con la magia, ya que no se han podido realizar con éxito desde el final de la guerra. Extraño —murmuró para sí—. Muy extraño.

—No tan extraño si la magia no ha muerto —respondió ella.

—Mientras os dedicáis a jugar a hacer de magos, iré a explorar —bostezó Simkin—. Esperadme aquí. ¿Sabéis?, ¡empiezo a divertirme!

—Espera... ¡maldita sea! —Mosiah cerró la mano en el vacío. Simkin se había desvanecido.

—¿Qué hacemos ahora? —inquirí por señas.

—Entregarnos a los Tecnomantes —respondió Mosiah con amargura—. Total, va a ser lo mismo.

—Tonterías —intervino Eliza tajante—. Esperaremos aquí a que regrese. Regresará. Yo confío en Ted... en Simkin.

—Lo mismo hizo tu padre —repuso Mosiah sombrío. Miró a su alrededor, y se quedó muy tieso—. Falta alguien más.

Podíamos ver a cierta distancia mediante la luz que se reflejaba en las rocas. A Scylla no se la veía por ninguna parte.

—¡Atrás! —instó Mosiah, y empezó a empujarnos a Eliza y a mí túnel abajo—. ¡Regresemos por donde hemos venido! Podemos resistir...

—¡Psst! ¡Por aquí! —indicó un agudo susurro.

Una mano se agitó en la oscuridad.

Un brazo que pertenecía a aquella mano apareció también y Scylla surgió de entre las sombras.

—¡He encontrado otra sala! ¡Podemos escondernos en ella y vigilar!

Eliza dirigió a Mosiah una mirada cargada de reproches y fue a reunirse con la mujer. Yo empecé a seguirla, pero la mano de Mosiah se cerró con fuerza sobre mi brazo.

—¿Recuerdas si había otra sala en la cueva la última vez que estuvimos dentro?

—Pero estaba oscuro y todo era muy confuso —respondí haciendo un gesto negativo.

—Sí, claro —repuso él con frialdad.

La estancia que Scylla había encontrado estaba situada justo frente a nosotros, al otro lado del túnel, y facilitaba una buena visión de una pequeña cueva. Dos Tecnomantes, con sus máscaras y ropas plateadas, montaban guardia a la entrada.

Pasaron unos largos minutos. Nada sucedió, y se me ocurrió que Simkin podría haber tenido razón al menos sobre una cosa. Los Tecnomantes tal vez pensaban que sus prisioneros estaban seguros y que nosotros nos encontrábamos muy lejos. O bien era eso o los prisioneros no estaban allí. Empezaba a preguntarme si Simkin nos habría conducido a una búsqueda inútil, cuando habló uno de los hombres.

—Es hora de echarles un vistazo —dijo.

El otro asintió y giró sobre los talones, dio un paso, y cayó de cabeza, quedando tumbado en el suelo de la caverna.

—¡Hijo de perra! —maldijo mientras se incorporaba.

—¿Qué diablos te ha sucedido? —inquirió su compañero, dándose la vuelta para mirarlo.

—¡Tropecé con una roca! ¡Esa roca! —El Tecnomante la señaló con el dedo al tiempo que le lanzaba una mirada furiosa.

—Bueno, pues vigila dónde pones los pies.

—Juraría que antes no estaba ahí. —El Tecnomante la contempló ominosamente.

—Lo que sucede es que eres torpe —respondió el otro, encogiéndose de hombros.

—No, lo digo en serio. ¡He entrado y salido de esta condenada celda treinta veces hoy y juraría que esa roca no estaba ahí! —El Tecnomante la levantó del suelo—. ¡Vaya! —exclamó asombrado—. ¡Esta piedra tiene... ojos!

Nosotros, que estábamos en cuclillas en la estancia, intercambiamos una mirada. Ninguno dijo una palabra, pero todos pensábamos lo mismo:
Simkin
.

—¿Qué demonios estáis haciendo vosotros dos ahí parados, mirando una piedra? —preguntó otra voz, que reconocí perfectamente, y también Mosiah.

—¡Smythe! —exclamó el Ejecutor.

—Si ahora os interesa la geología —prosiguió Smythe—, dedicaos a ella en vuestro tiempo libre. No mientras trabajáis para mí.

Los dos Tecnomantes se pusieron en posición de firmes. Smythe apareció por la entrada de la cueva. No llevaba el traje de calle con el que lo había visto la última vez, sino las ropas, bordeadas en oro, que había llevado en el holograma. La luz daba en su rostro y fue una suerte que le hubiera reconocido por la voz, porque tal vez no lo habría hecho ahora. El rostro que había sido tan apuesto y encantador estaba sombrío y contorsionado por la rabia contenida. Cuatro guardaespaldas vestidos de color plata lo seguían.

—Pero, señor, mirad esta roca...

—¿Es piedra-oscura? —inquirió él con impaciencia.

—No, señor, no lo parece. Piedra caliza corriente, tal vez. Pero...

—La piedra-oscura es la única roca que me interesa. Tírala al río.

El Tecnomante volvió a mirar la piedra y pareció que iba a decir algo más, pero una mirada al rostro ceñudo de Smythe, hizo que el hombre tomara impulso y arrojara la piedra a la oscura y veloz corriente de agua.

Yo habría jurado que oí un chillido de indignación cuando la piedra voló por los aires. Un instante después chocó contra el agua con un fuerte chapoteo y se hundió... como una piedra.

—¿Cómo se encuentran los prisioneros? —inquirió Smythe—. ¿Algún cambio?

—Ese Joram está cada vez peor, señor. No vivirá mucho tiempo si no recibe cuidados médicos.

Eliza, a mi lado, profirió un sonido ahogado.

—¡Chitón! —musitó Scylla.

Mosiah dirigió a ambos una mirada de advertencia. Yo encontré la mano de Eliza; estaba helada, y sus dedos se cerraron convulsivamente alrededor de los míos.

—Voy a hablar con Joram —decía Smythe—. Si está tan mal, puede que esté dispuesto a cooperar. Acompañadme dos de vosotros. Los demás esperad fuera.

Entró en la estancia donde retenían a los prisioneros, y dos de sus guardas lo siguieron. Los otros permanecieron en el pasadizo.

No podíamos hacer otra cosa que esperar, pues no sólo nos pondríamos en peligro si intentábamos enfrentarnos a una fuerza tan superior, sino que pondríamos en peligro las vidas de los prisioneros. Existían muchas posibilidades de que los Tecnomantes mataran a sus prisioneros antes que permitir que fueran rescatados.

Nos ocultamos en la oscuridad, aguzando el oído.

La primera voz que oímos fue la del Padre Saryon. Su tono era enérgico e indignado, lo que indicaba que se encontraba bien. Cerré los ojos y musité una plegaria de gratitud a Almin.

—Joram está muy mal, como puede usted ver, señor Smythe. Mi amigo necesita atención médica inmediata. Insisto en que lo lleve al puesto avanzado. Allí tienes servicios médicos...

—Desde luego —respondió Smythe, y su voz era suave y ansiosa por complacer—. Le proporcionaremos el antídoto del veneno... en cuanto nos diga dónde está la Espada Arcana.

—¿Veneno? —Saryon estaba horrorizado—. ¿Lo han envenenado?

—Una variedad de acción lenta. Usamos lo mismo para provocar la muerte de los organismos de nuestros generadores perpetuos. La muerte les llega muy despacio y de un modo muy doloroso, según me han dicho. Bien, amigo mío. ¿Dónde se encuentra la Espada Arcana? Dinos eso, y te sentirás mucho mejor.

—¡No lo sabe! —chilló Saryon, furioso.

—Yo creo que sí. Se la dio a su hija para que la ocultara. Vimos que ella la tenía, así que no merece la pena molestarse en negarlo. Le estamos siguiendo la pista...

—Si le hacéis daño... —La voz era débil, pero era sin duda alguna la de Joram.

Oímos sonidos de lucha y un grito ahogado.

Eliza hundió el rostro en mi hombro. La abracé con fuerza y la rabia que sentí contra Smythe en aquel momento me dejó anonadado. Siempre me había considerado un pacifista, pero ahora sabía que también era capaz de matar.

—¡No! ¡Dejadlo tranquilo! —chilló Saryon, y escuchamos unos crujidos, como si se hubiera arrojado protectoramente ante Joram—. Está débil y enfermo.

—Se sentirá mucho peor si no coopera.

—¡No os servirá de nada muerto!

—No va a morir. Al menos no todavía. Tal y como decís, le necesito. Dadle el estimulante. Ya está. Eso lo mantendrá vivo un poco más. No se sentirá muy bien, pero vivirá, algo que no puedo decir de usted, Padre Saryon. Usted no me es útil. Ya tengo mis propios catalistas, dispuestos a dar Vida a la Espada Arcana en cuanto la recuperemos.

—Escúchame, Joram. Tienes cinco minutos para reconsiderar tu obstinada negativa a decirme dónde se esconde tu hija. Si no lo haces, al Padre Saryon lo desollaremos vivo, lo que es un modo muy desagradable de morir. Atadle los pies y las manos.

Los cuatro intercambiamos miradas horrorizadas. Disponíamos de cinco minutos para actuar, cinco minutos para rescatar a los rehenes, o el Padre Saryon sería torturado y asesinado. Había seis guardas, además de Kevon Smythe, y nosotros éramos sólo cuatro.

—Scylla, tú tienes tu pistola —empezó a decir Mosiah, hablando en un tenso murmullo—. Tú...

—Pistola —respondió ella—. Yo no tengo pistola.

—¿No llevas pistola? —Mosiah la miró airado—. ¿Qué clase de agente eres?

—Uno muy inteligente —replicó Scylla—. Por lo que he visto, llevar un arma es una invitación para que otro te dispare.

—No tenemos elección, supongo. —El Ejecutor se mostró sombrío—. Tenemos que ocuparnos de los seis D'karn-darah.

—Que sean siete —indicó Scylla.

Otro Tecnomante vestido de color plata había entrado al parecer en la cueva. Digo «al parecer» porque yo había estado vigilando la entrada de la caverna y no había visto entrar a nadie. El recién llegado se deslizó en silencio hasta colocarse detrás de los dos Tecnomantes que montaban guardia en la entrada. Alargando una enguantada mano plateada, el D'karn-darah palmeó a uno en el hombro.

Era el Tecnomante que había arrojado la roca al río. El hombre dio un respingo y se volvió; sus ropas se arremolinaron a su alrededor como mercurio líquido.

—¿Quién demonios... quién eres tú? —preguntó—. ¿Qué quieres? Y haz el favor de no aparecer tan sigilosamente por la espalda. ¡Ya es bastante malo estar en este maldito planeta, con piedras que tienen ojos y Dios sabe que más! ¿Qué quieres? —repitió, nervioso.

—Un mensaje del cuartel general para el jefe.

—Está dentro de la celda.

—Es urgente —insistió el D'karn-darah.

—Iré a avisarle —dijo el otro Tecnomante.

—Espera —dijo el primero, y su voz traslucía suspicacia—. ¿Por qué no enviaron el mensaje por los canales acostumbrados... usando las piedras de visión?

—Ninguna de vuestras piedras de visión funciona. Probadlas.

Other books

The White Flamingo by James A. Newman
Voyage By Dhow by Norman Lewis
Flawed by J. L. Spelbring
Hacking Happiness by John Havens
Undercover by Meredith Badger
Songs Only You Know by Sean Madigan Hoen
Fast Break by Regina Hart
Afterburn by Colin Harrison