El legado de la Espada Arcana (34 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El legado de la Espada Arcana
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Jamás olvidaré ese horrible día.

Había ido al Templo con Gwen y Joram, a petición de este último, aunque temía viajar a un lugar tan aterrador. Joram estaba desesperado. Aparentemente, Gwendolyn se alejaba cada vez más de nosotros y sólo hablaba con los muertos. No le importaban los vivos, ni siquiera su propio esposo, a quien en el pasado había amado profundamente. Sus padres estaban enfermos de pena. Cuando Simkin nos contó aquella mentira sobre un hermano pequeño que los muertos habían curado, Joram se aferró a ella como un náufrago se agarra a un madero.

Intenté disuadirlo, pero se negó a escuchar. Simkin nos dijo que estuviéramos en el Templo al mediodía, hora en que el poder del lugar alcanzaría su punto álgido. El emperador cree que Simkin sabía que el Verdugo esperaba a Joram, pero yo no lo creo. En mi opinión, Simkin sólo quería apartar a Joram, de modo que pudiera hacerse pasar por mi amigo y así viajar a la Tierra, que es exactamente lo que hizo.

De todos modos, no creo que ahora importe mucho si fue una cosa o la otra. Tu padre y yo fuimos al Templo. Yo permanecí junto a Gwen, que se mostraba muy alterada por las voces de los muertos, y Joram se acercó al altar. Oí dos nítidas y agudas detonaciones, una tras otra.

Me quedé paralizado por el miedo, sin saber qué horrible destino anunciaban aquellos terribles sonidos.

Los estallidos cesaron, y yo miré en derredor, pero no vi nada raro. Estaba a punto de hacer entrar a Gwendolyn en el Templo, donde estaría a salvo, cuando vi a Joram desplomado sobre el altar.

Se oprimía el pecho con la mano y la sangre manaba por entre los dedos.

Corrí hasta él, lo tomé en mis brazos y luego lo tendí en el suelo. En aquellos momentos no sabía qué le había sucedido. Más tarde averigüé que había sido asesinado por una odiosa herramienta de las Artes Arcanas, un arma conocida como «pistola».

En aquellos momentos sólo era consciente de que se moría y que no había nada que pudiera hacer excepto sostenerlo.

—La Espada Arcana... —dijo la voz surgiendo en penosas boqueadas—. Tomadla, Padre... Ocultadla... de ellos. ¡Mi hijo! —Me aferró la mano con sus últimas fuerzas, y creo que se impuso a sí mismo seguir vivo los pocos instantes que necesitó para transmitir este mensaje—: Si mi hijo necesita ayuda... debéis entregarle la espada...

—¡Sí, Joram! —le prometí, llorando.

—Ya voy —le dijo entonces a ella, y cerró los ojos y fue a reunirse con los muertos.

Ella extendió la mano, no hacia el cuerpo, sino a su espíritu.

—Amado mío. Te he estado esperando mucho, mucho tiempo.

En aquellos instantes yo no sabía que Gwen estaba embarazada, pero Joram lo sabía, y ésa era otra razón para que deseara encontrar desesperadamente la manera de ayudarla.

Ya sabéis lo que sucedió después de eso. Las fuerzas de Menju el Hechicero atacaron Thimhallan. Nuestros ejércitos fueron aplastados, derrotados por completo. Si hubieran dejado actuar a Menju, habríamos sido exterminados, pero el hombre que conocemos como el general Boris nos protegió.

Menju no insistió en nuestra destrucción, pues tenía lo que deseaba. Selló el Pozo de la Vida para que la magia no siguiera fluyendo por el mundo de Thimhallan, y privados de su magia, la mayoría de los habitantes de Thimhallan dijeron con amargura que para eso preferirían estar muertos. Muchos se suicidaron. Fue una época terrible.

Afortunadamente, Garald, que entonces era rey de Sharakan, tras la muerte de su padre, pudo actuar con rapidez y tomar el control. Trajo a los Hechiceros, los practicantes de las Artes Arcanas, para que enseñaran a nuestra gente a usar herramientas para obtener lo que en el pasado habían conseguido por medio de la magia. Poco a poco, con el paso de los años, reconstruimos las ciudades, aunque los edificios eran toscos y feos, comparados con lo que habían sido.

Pero todo eso vendría después. Joram estaba muerto, y yo tenía ahora dos responsabilidades, o más bien tres. La Espada Arcana, Gwen y la criatura que ésta llevaba en su seno. Quienquiera que hubiera matado a Joram debía seguir en el Templo y, desde luego, vi cómo el Verdugo se levantaba y se dirigía hacia nosotros.

Era un poderoso
Duuk-tsarith
, y yo no tenía la menor esperanza de poder librarme de él. De improviso, sin embargo, algo lo empujó hacia atrás, casi hasta el borde del precipicio. ¡Vi cómo forcejeaba, pero luchaba contra un enemigo invisible!

Entonces comprendí: los muertos nos ofrecían una oportunidad de huir. Recogí la Espada Arcana, agarré a Gwen de la mano —ella no opuso ninguna resistencia— y huimos de aquel triste lugar. Más tarde, cuando el emperador envió a buscar el cuerpo de Joram, lo encontraron, tendido en el suelo, en el interior del Templo de los Nigromantes. Las manos de los muertos se habían ocupado de aquel que había estado Muerto durante su vida.

Todo Thimhallan estaba alterado, como podéis imaginar. No obstante, aunque para algunos eso era malo, para mí era bueno, porque nadie se preocupaba de un catalista de mediana edad y una joven que tomaban por mi hija. Mi primera idea fue dirigirme a El Manantial. No estoy muy seguro de por qué, excepto porque había sido mi hogar durante tanto tiempo. En cuanto llegué allí, comprendí mi error, pues aunque el lugar estaba alborotado, había personas que me conocían y me relacionaban con Joram. Para poder estar realmente a salvo, tendría que llevarme a Gwen y viajar a una parte del país donde no nos conocieran a ninguno de los dos.

Durante mi estancia en El Manantial tropecé con un niño, una criatura de unos cinco años, que, según me dijeron, era huérfano. Sus padres eran catalistas, y habían muerto en el primer asalto. El chico era mudo. No podía hablar, pero si aquello era debido a la conmoción de ver asesinar a sus padres o si había nacido mudo, nadie lo sabía.

Miré al silencioso chiquillo y vi en sus ojos el mismo vacío, el mismo dolor, la misma sensación de pérdida que yo sentía en mi corazón; de modo que lo llevé conmigo. Le puse por nombre Reuven.

Iniciamos nuestro viaje, y decidí que nos instalaríamos en Zith-el. Aunque había oído que la ciudad había sufrido graves daños durante la guerra, era un lugar donde sabía que nadie me conocería.

El muro mágico que había protegido la ciudad ya no existía. La mayoría de las criaturas del zoo habían escapado y regresado a la vida salvaje; los habitantes del lugar se mostraban aturdidos e incrédulos. Todos los edificios altos habían sido destruidos, pero Zith-el es también una ciudad de túneles, y los supervivientes se trasladaron a vivir bajo tierra.

Encontramos un pequeño lugar para nosotros, poco más que un hueco en uno de los túneles, y aquí vivimos Gwen, el pequeño Reuven y yo, subsistiendo con los alimentos que nos daban los conquistadores.

Gwen jamás regresó al mundo de los vivos. Se sentía feliz con los muertos, pues Joram la acompañaba, de modo que vivió el tiempo necesario para traer al mundo a su hija, y luego murió. Reuven y yo nos quedamos solos con el bebé, al que llamé Eliza.

Pero me estoy adelantando.

Durante todo este tiempo, yo había llevado conmigo la Espada Arcana. Y no amanecía día que no temiera que alguien me localizara y la descubriera en mi poder. Menju el Hechicero buscaba la Espada Arcana por todas partes, según había oído, y temiendo el uso que aquel hombre pudiera hacer del arma, decidí esconderla en un lugar donde nadie pudiera encontrarla.

Recé a Almin en busca de ayuda y aquella noche soñé que paseaba por el zoológico. A la mañana siguiente envolví la Espada Arcana en una manta y la llevé al zoo. Era peligroso, incluso temerario, pues si bien muchas de las criaturas que allí habían vivido se habían escapado, otras se habían quedado, y podía tropezar con un centauro o algo peor.

Pero yo tenía la sensación de que Almin me guiaba y aunque mi fe se había tambaleado en los días anteriores a la muerte de Joram, cuando vi el descanso y la paz que había encontrado en la muerte —una paz que jamás había conocido en vida—, no pude por menos que creer que era mejor que las cosas hubieran sucedido así.

Deambulé por el bosque, en busca de algo, que no sabía lo que era. Y entonces, descendiendo por el mismo sendero por el que hemos venido, vi esta cueva.

Vi también algo más. Un dragón negro.

El dragón yacía fuera de la cueva y lo primero que pensé fue que estaba tomando el sol, pues estaba tumbado cuan largo era, con la cabeza sobre una roca, dejándose acariciar por el astro rey.

Como ha dicho Mosiah, no soy muy amigo de aventuras. Mi primer impulso fue salir corriendo, pero me volví con tal precipitación que perdí el equilibrio, y dejé caer la Espada Arcana. La espada fue a caer entre las rocas de la orilla del río con tal estrépito que sin duda lo habían oído incluso donde yo vivía.

Me quedé inmóvil, aterrado, y esperé a que el dragón levantara la cabeza y me atacara.

Pero no se movió.

Claro, vosotros os reís de mí, porque sabéis que un dragón negro —un Dragón de la Noche— jamás estaría en el exterior tomando el sol; son criaturas que odian la luz solar, que les quema los ojos, y les produce un dolor tan intenso que pierden el conocimiento.

Por fin, recordé lo que debiera haber sabido desde el principio. Este Dragón de la Noche estaba o bien inconsciente o muerto.

Me aproximé a la criatura con cautela, y al acercarme vi que su cuerpo se alzaba y descendía al compás de su respiración. No estaba muerto.

Supe en ese momento por qué Almin me había enviado aquí. Un Dragón de la Noche en estado de coma puede ser controlado con facilidad mediante el amuleto de su frente. Era el guardián ideal para la Espada Arcana, y su cueva el escondite perfecto.

No disponía de mucho tiempo. Como os he dicho, temía que me siguieran, y ese mismo miedo me infundió valor, pues de lo contrario no creo que hubiera podido tener la osadía para hacer lo que hice.

Jamás había visto a un dragón tan de cerca. La bestia era monstruosa, hermosa, horrible; era tan negra que parecía un agujero abierto en pleno día, que mostrara la noche que se ocultaba detrás. Vi el amuleto sobre su frente, un diamante ovalado, de talla lisa, sin facetas. Sólo él centelleaba bajo la luz del sol, que no tocaba ninguna parte del dragón, no relucía sobre las escamas ni se reflejaba en las correosas alas.

Alargué la mano, que temblaba tanto que en un principio erré por completo el diamante y toqué la piel del animal. Estaba seca y rugosa y muy caliente a causa del sol. Al sentir el contacto, di un salto como si hubiera tocado una llama; luego, por fin, puse la mano sobre el diamante.

Una sensación de poder y autoridad me embargó, y supe que podría triunfar sobre cualquier cosa. Podéis reíros de nuevo, pero os digo que jamás había experimentado algo semejante. Sentía tal seguridad en mí mismo y en mis propias habilidades que tenía la sensación de que yo solo podía reconstruir Zith-el, ladrillo a ladrillo. (Sí, usábamos ladrillos, esas creaciones de las Artes Arcanas.)

Encantar a este dragón y doblegar a la criatura a mi voluntad parecía una insignificancia. Un niño podía hacerlo. Frases cargadas de potente magia golpearon en mi cerebro, y las pronuncié en voz alta.

El dragón no se movió, no respondió.

Mi poder y mi confianza empezaron a menguar. Aparté la mano y noté que estaba húmeda. Húmeda de sangre.

¡Claro! ¡Ése era el motivo de que la criatura hubiera quedado atrapada bajo la luz del sol! El animal había sido herido. Había emergido de su cueva por la noche, sin duda para beber en el río, desplomándose allí, y por eso había quedado atrapado bajo los rayos solares.

¿Había funcionado el encantamiento? ¿Funcionaría sobre un dragón inconsciente? Sin duda funcionaría, pensé. El amuleto estaba pensado para actuar sobre la bestia cuando estuviera en estado de coma.

Sin embargo, protestó esa maldita parte de mí que nunca deja de hacer de abogado del diablo, el encantamiento debía funcionar cuando el dragón estuviera comatoso por estar expuesto al sol, no por haber sido herido con una de las luces asesinas de los mundanos. Por si fuera poco, por lo que yo sabía, el animal podría estar agonizando.

Una persona sensata —o menos desesperada— se habría ido. Pero aquí estaba el guardián perfecto y el escondite ideal para la Espada Arcana; y no podía quitarme de la cabeza la idea de que Almin me había traído hasta aquí por este motivo. Me acomodé para esperar, al menos hasta el anochecer. Si el encantamiento no había funcionado, el dragón herido se movería con lentitud y yo tendría una oportunidad de huir. Me instalé sobre las rocas a poca distancia de la bestia y esperé la llegada de la noche.

Las horas que pasé así me proporcionaron una excelente oportunidad para estudiar al leviatán. Me sentía admirado por la belleza y magnificencia de la criatura y entristecido por que hubiera sido criado para matar. El Dragón de la Noche siente un odio innato hacia todos los seres vivos, incluso hacia los de su propia raza; además, no puede criar y cuando la última de estas enormes bestias muera, se extinguirán.

Una buena cosa, decís vosotros. A lo mejor. Almin lo sabrá mejor que nadie.

Contemplé su acompasada respiración, que parecía fuerte, por lo que finalmente decidí que el animal no estaba agonizando.

La noche cayó pronto sobre el bosque, y cuando las cada vez más densas sombras alejaron el sol de sus ojos, la bestia empezó a moverse. El inmenso cuerpo del animal yacía sobre las rocas, pero un ala estaba sumergida en las aguas del río. Oí cómo el agua lamía las rocas y vi moverse su omóplato. El dragón resolló y resopló, y la mandíbula inferior arañó la piedra cuando movió la cabeza para intentar moverse hacia sombras más densas.

Sentía como si tuviera un nudo en la garganta, y habría salido corriendo de no haber sido por una señal que me dio cierta esperanza. El diamante de la cabeza del animal había empezado a relucir tenuemente; lo que indicaba que el encantamiento había funcionado.

Así lo deseé. Y recé para que así fuera.

Había pasado las horas diurnas esperando con impaciencia la noche, y ahora me parecía que la noche llegaba demasiado deprisa. La oscuridad cayó por fin; el dragón se fundió con las tinieblas, y ya no conseguí verlo.

La luz de la gema era muy brillante ahora, reluciendo con un resplandor agudo, si bien no emanaba luz. No podía distinguir al dragón mediante el fulgor de la joya; sólo veía el diamante, y cuando éste se elevó veloz por los aires, comprendí que el dragón estaba totalmente despierto y había levantado la cabeza.

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