El libro de un hombre solo (29 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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—¡Voy a comprar una botella para celebrarlo! —respondió Cabeza Gorda.

Se subieron a las bicicletas y fueron hasta el mercado de Dongdan a comprar algunos platos preparados y algo de alcohol antes de ir a casa. El sol de la tarde traspasaba las cortinas, se estaba bien en la habitación, y después de unos tragos las mejillas se les sonrosaron y entraron en calor. Cabeza Gorda le explicó que cuando estalló la rebelión lo apartaron. Lo denunciaron por calumnia, pues afirmó que la filosofía de Mao se resumía en total a dos pequeños opúsculos. Esta frase se le escapó una noche que charlaba en el dormitorio con unos compañeros. Sólo dijo eso, pero ahora la gente tenía objetivos más importantes, y ya no se ocupaban de él por unas palabras reaccionarias insignificantes. Dijo también que no había pegado ningún
dazibao
, que el movimiento no tenía nada que ver con él, pero había perdido la posibilidad de continuar con sus estudios de matemáticas. Entonces lo único que hacía era coleccionar pequeños diarios y leer a escondidas algunos libros.

—¿Cuáles? —preguntó él.

—El
Zizhitongjian
.
[41]
Lo he traído de casa.

Cabeza Gorda estaba risueño, rojo por el alcohol.

Él nunca había sentido un interés especial por esas artes de gobernar de los emperadores y no comprendía el sentido de la hilaridad de Cabeza Gorda.

—¿No has leído la
Biografía de Zhu Yuanzhang
, de Wu Han? —le preguntó Cabeza Gorda. Quería tantearlo.

La Revolución Cultural empezó a partir de la crítica de Wu Han. El teniente de alcalde de Beijing, especialista en historia de los Ming, escribió un libro en el que describía como el primer emperador de la dinastía, Zhu Yuanzhang, liquidó a todos los hombres de mérito que le habían ayudado a conquistar el poder. Se suicidó nada más empezar el movimiento, abriendo la vía a los innumerables suicidios que vendrían más tarde. Al comprender por qué Cabeza Gorda hablaba de ese libro, sus preguntas internas encontraron la confirmación. Dio un golpe sobre la mesa y exclamó:

—¡Qué astuto eres!

Tras sus gafas, Cabeza Gorda le lanzó una mirada brillante. Con su pequeña sonrisa, ya no era la rata de biblioteca de antes.

—Sí, lo he hojeado, antes pensaba que sólo era un libro de historia, una crónica antigua, no creía... ¿Es como si se hubiera dado una gran vuelta? —preguntó para intentar averiguar algo más.

—Como la que describe el bumerang de los aborígenes... —rió sarcásticamente Cabeza Gorda.

—Al fin y al cabo, también es dialéctica, ¿no?

—¿Dialéctica ascendente o descendente?...

Intercambiaban de ese modo alusiones y sobreentendidos, ya que el discurso directo era imposible, debido a los métodos de dominación del emperador cargados de ideología, o de manipulaciones políticas adornadas de la misma. De todos modos, la historia está por encima de la ideología; ¿ocurre lo mismo con la realidad?

La sonrisa se borró del rostro de Cabeza Gorda. La radio de la habitación de al lado emitía esta vez otra ópera revolucionaria modelo creada bajo la directiva de la esposa de Mao,
El destacamento femenino rojo
: «¡Adelante, adelante, la responsabilidad revolucionaria es grande, el rencor de las mujeres es profundo!».

El ideal grandioso de la camarada Jiang Qing, que nunca obtuvo la simpatía de los veteranos del Partido debido a su deseo de participar en los asuntos políticos, estaba teniendo lugar en aquel momento.

—¿Cómo es posible que tu vivienda esté tan mal insonorizada? —preguntó Cabeza Gorda.

—Es mejor cuando la radio de al lado está encendida.

—¿No tienes radio en tu casa?

—Confiscaron la del viejo Tan, que vive conmigo, y continúa aislado en nuestra institución.

Permanecieron durante un tiempo en silencio, escuchando las palabras de la ópera que salía de la vivienda de al lado.

—¿Tienes algún juego de ajedrez? ¡Juguemos una partida! —propuso Cabeza Gorda.

Tan tenía un juego de ajedrez chino de hueso. Lo sacó de una caja de cartón que tomó del montón de cosas que había colocado en el rincón de la habitación. Luego apartó los platos y el alcohol que había dejado en la mesa y colocó el juego.

—¿Cómo se te ocurrió pensar en ese libro? —preguntó, volviendo a su conversación mientras avanzaba un peón.

—Cuando los periódicos empezaron a criticar a Wu Han, mi padre me hizo volver a casa y me dijo que estaba pidiendo la jubilación...

Cabeza Gorda movió una pieza y bajó el tono, hablando intencionalmente con ambigüedad. Su padre era profesor de historia, también tenía un título de personalidad demócrata.

—¿Has visto el libro de Wu Han? ¿Todavía se puede encontrar? —Avanzó otra pieza.

—Lo teníamos en casa y mi padre me lo hizo leer, pero después lo quemó, ¿quién se atreve hoy en día a esconder ese tipo de libro? Sólo me permitió llevarme el
Zizhitongjian
de encuadernación tradicional. Es una edición de la época de los Ming, lo único que mi padre me ha dejado en herencia. Este libro lo recomendó el viejo Mao a sus altos funcionarios, si no, no me habría atrevido a guardarlo.

Cabeza Gorda pronunció el nombre de Mao con un tono de voz casi inaudible, a toda velocidad, luego continuó el juego.

—¡Tu padre es realmente perspicaz! —exclamó él, sin saber si expresaba admiración o pena.

Su padre no fue tan inteligente, ¡era tan ingenuo!

—Era demasiado tarde, le negaron la jubilación, lo criticaron argumentando unos problemas de su pasado —explicó Cabeza Gorda quitándose las gafas, descubriendo unos ojos sin brillo y de miope. Aproximó la cara muy cerca del tablero y dijo:

—¡Qué mala jugada has hecho!

Él, de un movimiento, barrió las piezas y exclamó:

—¡Imposible divertirse, nos están dando por culo a todos!

Cabeza Gorda se quedó de piedra al escuchar estas palabras groseras, luego se echó a reír. Y los dos rieron hasta que les saltaron las lágrimas.

¡Tened cuidado! Si alguien hubiera denunciado vuestra conversación, habría bastado para que estuvierais en peligro de muerte. El miedo se esconde en el corazón de todos, pero no se puede nombrar, no se puede poner al desnudo.

Cuando cayó la noche, salió al patio a vaciar el cubo de la basura, lleno de restos de carbón y de la cena. Comprobó que las puertas de sus vecinos estaban cerradas y Cabeza Gorda aprovechó para montarse en su bicicleta. Vivía en un dormitorio colectivo, todavía estaba siendo objeto de una investigación y, a pesar de la advertencia que le había hecho su viejo padre, ya era demasiado tarde. Cuando el ejército llegó poco después para proceder a la depuración de las filas de clase, la famosa frase que soltó mientras charlaba en su dormitorio fue considerada como un crimen de alta traición, y lo enviaron a una granja de reeducación por el trabajo, en la que estuvo cuidando búfalos durante ocho años.

Después de esta conversación, el miedo hizo que se evitaran. No se atrevieron a tener el menor contacto entre ellos y tardaron catorce años en volverse a ver. El padre de Cabeza Gorda ya había muerto. Uno de sus tíos, que vivía en Estados Unidos, le ayudó a entrar en una universidad para perfeccionarse. Una vez obtuvo su pasaporte y su visado, Cabeza Gorda vino a despedirse de él. Evocaron aquel reencuentro, el alcohol que se les subió a la cabeza, cómo encontraron las razones secretas que empujaron al viejo Mao a llevar a cabo la Revolución Cultural.

—Si esta conversación entre nosotros dos hubiera trascendido —dijo Cabeza Gorda—, no me habrían enviado sólo a pastar búfalos, seguramente ya no tendría la cabeza sobre los hombros.

Luego le dijo que si encontraba un trabajo de profesor en los Estados Unidos, seguramente no volvería.

Aquella noche, catorce años antes, cuando Cabeza Gorda se fue, abrió de par en par la puerta de su habitación para airearla. Luego la cerró, calmó su excitación y su temor tumbado sobre la cama, mirando fijamente el agujero del techo. Era como si se hubiera sentado sobre un hormiguero; la pesada oscuridad parecía animada por un hormigueo constante. Cuando pensaba que el falso techo podía caerle encima en cualquier momento, junto con todos sus insectos, se le ponía la carne de gallina.

28

Volvió el invierno. Ya había cerrado la tapa de la estufa de carbón. Estaba tumbado sobre la cama; sólo tenía encendida la luz de la mesita de noche. La pantalla metálica, colocada sobre la bombilla, dirigía los rayos hacia abajo e iluminaba la manta a cuadros. Con el cuerpo en la oscuridad, observaba el redondel de luz. Parecía un inmenso tablero con los bordes difuminados; la victoria o la derrota no dependía de las figuras, sino del que las movía en la sombra, el jugador. Una figura de ajedrez a la que le gustaría tener voluntad propia y no desea que la coman de forma estúpida debe de estar completamente loca. Tú no mereces ser un peón insignificante, eres una simple hormiga que puede ser aplastada por los pasos de los viandantes. Sin embargo, no puedes abandonar el hormiguero, vives el presente entre las hormigas. «Miseria de la filosofía» o filosofía de la miseria, de Marx a estos sabios revolucionarios, ¿quién habría podido imaginar la catástrofe y la miseria espiritual que engendraría esta revolución?

Oyó unos golpes en la ventana; al principio pensó que era el viento, la ventana estaba cerrada herméticamente con papel encolado y había echado las cortinas. Dos ligeros golpes sonaron de nuevo.

—¿Quién es? —preguntó, sentándose sobre la cama; pero nada se movió. Entonces salió de debajo de las mantas y fue hasta la ventana descalzo.

—Soy yo —dijo dulcemente una voz femenina.

No conseguía adivinar quién era. Corrió el pestillo de la puerta y la entreabrió un poco. Xiaoxiao la empujó y entró, acompañada de una corriente de aire helado. Se quedó estupefacto al ver a aquella estudiante llegar así a medianoche. Como estaba en calzoncillos, corrió a refugiarse bajo las mantas y dejó que la joven cerrara la puerta. Pero ésta se abrió de nuevo empujada por el fuerte viento. Xiaoxiao tuvo que apoyarse contra ella para volverla a cerrar.

—Echa el pestillo —dijo sin reflexionar. La joven dudó un instante; luego lo echó delicadamente. Él tuvo una corazonada. La muchacha se quitó la bufanda, que le envolvía la cabeza, y dejó aparecer su dulce rostro níveo. Con la cabeza mirando al suelo, parecía jadear.

—¿Qué te pasa, Xiaoxiao? —preguntó, sentándose en la cama.

—Nada —contestó, levantando la cabeza; todavía estaba de pie al lado de la puerta.

—Debes de estar helada. Abre la tapa de la estufa.

La joven se quitó los guantes de lana, lanzó un suspiro, luego tomó el gancho que estaba cerca de la estufa y abrió la puerta y la tapa con total naturalidad, dejando al descubierto el carbón incandescente. Estaba claro que a esa débil muchacha no la debían de mimar demasiado en casa y que estaba acostumbrada a realizar ese tipo de tareas.

Xiaoxiao había venido a participar en el movimiento de su institución con un grupo de estudiantes de secundaria que se dividió rápidamente en dos facciones; ella y otras amigas se decantaban por su tendencia, pero sus compañeras se mostraron entusiasmadas sólo durante unos días y después desaparecieron como por arte de magia. Sólo Xiaoxiao iba con mucha frecuencia al cuartel general. No entraba en las polémicas con el mismo entusiasmo que las demás chicas, se mantenía siempre tranquila, al margen del grupo, recorriendo los diarios o ayudando a copiar los
dazibaos
. Manejaba bastante bien el pincel y era paciente. Una tarde había que redactar sobre la marcha unos
dazibaos
para contrarrestar a los que acababan de hacer los adversarios, y cuando terminaron de pegarlos, ya eran más de las nueve de la noche. Xiaoxiao dijo que vivía cerca de la torre del Tambor. Como le iba de camino, él le propuso llevarla sobre el portaequipajes de su bicicleta. Primero pasaron por su casa y la invitó a comer algo antes de continuar. Xiaoxiao accedió de buena gana y ella misma se puso a cocer unos tallarines. Después de cenar la acompañó hasta la entrada de una callejuela. Xiaoxiao le dijo que la dejara allí y, tras saltar del vehículo, desapareció en la oscuridad.

—¿Has comido algo? —le preguntó él.

Asintió con la cabeza y se frotó las manos. Su cara iluminada por la estufa tomó algo de color. Hacía tiempo que no la había visto y esperaba una explicación por la inesperada visita. Ella se quedó sentada en silencio al lado de la estufa, calentándose el rostro con las manos, lo que la hacía todavía más encantadora.

—¿Qué ha sido de ti durante todos estos días? —acabó preguntando desde la cama.

—Nada. —La joven continuaba mirando la estufa, con las manos apoyadas en las mejillas.

El esperaba que ella continuara, pero la muchacha se quedaba callada.

—¿Qué estáis haciendo en vuestra escuela últimamente? —preguntó.

—Todos los cristales de la escuela están rotos, hace un frío insoportable, nadie va por allí, nos hemos dispersado todos sin saber muy bien qué hacer.

—Bueno, está muy bien, ¿no? Puedes quedarte en tu casa sin tener que ir a clase.

Ella permaneció en silencio. Él fue a incorporarse para tomar el pantalón que estaba sobre la estantería al pie de la cama.

—Quédate tumbado. No hace falta que te levantes. Sólo he venido a charlar un poco.

Xiaoxiao se había vuelto y lo miraba fijamente.

—Entonces hazte un poco de té —propuso.

La muchacha continuó inmóvil. El creyó saber por qué había venido al ver en su mirada un brillo especial.

—Tengo demasiado calor, ¿me quito el abrigo? —preguntó como si se hiciera la pregunta a sí misma.

—Quítatelo, si tienes demasiado calor —dijo él.

Ella se levantó y se quitó el abrigo acolchado; debajo llevaba un jersey de lana roja ajustado que le apretaba el busto. Al descubrir sus senos, se sintió un poco incómodo.

—¡Me voy a levantar!

—¡No vale la pena, de verdad! —exclamó ella.

—Es tarde, y si los vecinos te han visto entrar... —dijo con escrúpulos.

—El patio estaba totalmente oscuro, en ninguna ventana había luz, excepto en la tuya; nadie me ha visto entrar.

De pronto, la voz de Xiaoxiao era susurrante. En un instante, aquella chica que apenas conocía le hablaba en un tono de intimidad sorprendente.

Él bajó la cabeza en señal de asentimiento. Xiaoxiao se acercó a la cama, hasta que las piernas rozaron el borde. Su corazón empezó a latir violentamente, él escuchaba los latidos. Xiaoxiao se levantó el jersey, su camiseta roja cereza desteñida, y dejó al descubierto su fina cintura y la base de sus senos. Instintivamente, él levantó la mano; ella la sujetó; él no comprendía si quería atraerla o impedir que la acariciara, pero cuando levantó la cabeza no consiguió captar su mirada. Su fina piel lucía bajo la luz de la lámpara, y bajo un seno, apoyado contra la mano, nacía una delicada cicatriz roja. Los pequeños dedos ágiles de la joven mantenían su mano apretada. No tuvo tiempo de preguntarle de qué era la cicatriz mientras paseaba la mano bajo la camiseta de la muchacha. Agarró aquel seno, mayor de lo que parecía, más bien tierno. Xiaoxiao gimió dulcemente. Antes de que tuviera tiempo de distinguir lo que decía, mientras la abrazaba, ella se dejó caer sobre la cama.

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