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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (17 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Estoy enferma, por eso no les entiendo —le dijo Kivrin a la mujer, pero esta vez nadie surgió de la oscuridad para apaciguarla. Tal vez se habían cansado de verla arder y se habían marchado. Desde luego, estaba tardando un buen rato, aunque el fuego parecía más caliente ahora.

El hombre pelirrojo la había colocado sobre el caballo blanco y se internó en el bosque, y ella supuso que la estaba llevando de regreso al lugar. El caballo tenía silla, y campanillas que sonaban mientras cabalgaba, tocando una canción. Era
Adeste Fideles
y las campanas sonaban más y más fuerte a cada verso, hasta que sonaron como las campanas de St. Mary the Virgin.

Cabalgaron largo rato, y ella pensó que seguramente ya estarían cerca del lugar del lanzamiento.

—¿A qué distancia está? —le preguntó al pelirrojo—. El señor Dunworthy estará muy preocupado.

Pero él no le contestó. Salió del bosque y descendió una colina. La luna estaba alta en el cielo, brillando pálida sobre las ramas de un bosquecillo de estrechos árboles sin hojas, y sobre la iglesia al pie de la colina.

—Éste no es el lugar —señaló ella, y trató de tirar de las riendas del caballo para que volvieran por donde habían venido, pero no se atrevió a retirar los brazos del cuello del hombre pelirrojo por miedo a caer. Y entonces se encontraron ante una puerta, y ésta se abrió, y se abrió de nuevo, y había fuego y luz y el sonido de campanas, y ella supo que, después de todo, la habían llevado de vuelta al lugar del lanzamiento.


Shay boyen syke nighonn tdeeth
—dijo la mujer. Kivrin sintió sus manos ásperas y arrugadas sobre la piel. La arropó. Piel, Kivrin pudo sentir el suave pelaje contra el rostro, o tal vez era su pelo.

—¿Dónde me habéis traído? —preguntó Kivrin. La mujer se inclinó un poco hacia delante, como si no la oyera bien, y Kivrin supuso que debía de haber hablado en inglés.

Su intérprete no funcionaba. Se suponía que tenía que pensar las palabras en inglés moderno y expresarlas en inglés medieval. Tal vez por eso no los comprendía, porque su intérprete no funcionaba.

Intentó pensar la forma de decirlo en inglés medieval.


Wbere hast thou bnngen me to?

La construcción era equivocada. Debería preguntar «¿Qué lugar es éste?», pero no podía recordar cómo se decía «lugar» en inglés medieval.

No podía pensar. La mujer seguía apilando mantas, y cuantas más pieles le caían encima, más frío sentía Kivrin, como si de algún modo la mujer estuviera apagando el fuego.

No comprenderían lo que quería decir si preguntaba: «¿Qué lugar es éste?» Estaba en una aldea. El hombre pelirrojo la había llevado a una aldea.

Habían cabalgado ante una iglesia, hasta una casa grande. Debía preguntar: «¿Cuál es el nombre de esta aldea?»

La palabra para «lugar» era
demain
, pero la construcción seguía siendo equivocada. Usarían la construcción francesa, ¿no?


Quelle demeure avez vous a’pporté?
—dijo en voz alta, pero la mujer se había ido, y además era un error. No había habido franceses aquí durante doscientos años. Debía formular la pregunta en inglés. «¿Dónde está la aldea a la que me han traído?» ¿Pero cuál era la palabra para «aldea»?

El señor Dunworthy le había advertido que tal vez no podría confiar en el intérprete, que debía dar clases de inglés medieval, francés normando y alemán para contrarrestar discrepancias en pronunciación. Le había hecho memorizar páginas y más páginas de Chaucer.
«Soun ye nought but eyr ybroken And every speche thatye spoken.»
No. No. «¿Dónde está la aldea a la que me han traído?» ¿Cuál era la palabra para «aldea»?

Él la había llevado a una aldea y llamó a una puerta. Un hombre corpulento acudió, llevando un hacha. Para cortar la leña de la hoguera, por supuesto. Un hombre corpulento y luego una mujer, y los dos pronunciaron palabras que Kivrin no logró comprender, y la puerta se cerró, y se quedaron fuera en la oscuridad.

—¡Señor Dunworthy! ¡Doctora Ahrens! —había gritado ella, y el pecho le dolió—. No debe dejar que cierren el lugar de recogida —le dijo al hombre pelirrojo, pero él se había convertido de nuevo en un asesino, un ladrón.

—No —dijo él—. Sólo está herida. —Y entonces la puerta se abrió de nuevo, y él la llevó a que la quemaran.

Tenía muchísimo calor.


Thawmot goonawt plersoun roshundtprayenum comth ithre
—dijo la mujer, y Kivrin trató de alzar la cabeza para beber, pero la mujer no sostenía ninguna copa, sino una vela junto a su cara. Demasiado cerca. El pelo le prendería—.
Der maydemot nedes dya
.

La vela fluctuó cerca de la mejilla. Su cabello estaba ardiendo.

Llamas rojas y anaranjadas ardían en los bordes de su pelo, alcanzando rizos sueltos y convirtiéndolos en cenizas.

—Shh —dijo la mujer, y trató de capturar las manos de Kivrin, pero Kivrin se debatió contra ella hasta que consiguió librarse. Se llevó las manos al cabello, intentando apagar las llamas. Sus manos prendieron.

—Shh —dijo la mujer, y le sujetó las manos. No era la mujer. Las manos eran demasiado fuertes. Kivrin agitó la cabeza de un lado a otro, tratando de huir de las llamas, pero también le sujetaban la cabeza. El cabello le ardió en una nube de fuego.

Cuando despertó, la habitación estaba llena de humo.

El fuego debía de haberse apagado mientras dormía. Eso le había sucedido a uno de los mártires cuando lo quemaron en la hoguera. Sus amigos habían apilado leña verde para que muriera por el humo antes de que el fuego le alcanzara, pero eso casi apagó la hoguera, y estuvo ardiendo durante horas.

La mujer se inclinó sobre ella.

Había tanto humo que Kivrin no pudo ver si era joven o vieja.

El hombre pelirrojo debía de haber apagado el fuego. La había cubierto con su capa y luego se acercó al fuego y lo apagó, pisoteándolo con las botas, y el humo se alzó y la cegó.

La mujer le echó agua encima, y las gotas hirvieron sobre su piel.


Hauccaym anchi towoem denswile?
—le preguntó.

—Soy Isabel de Beauvrier —dijo Kivrin—. Mi hermano está enfermo en Evesham. —No recordaba ninguna de las palabras.
Quelle demeure. Perced to the rote
—. ¿Dónde estoy? —dijo en inglés.

Una cara se acercó a la suya.


Hau hightes towef
—dijo. Era la cara del asesino del bosque encantado. Ella se apartó, asustada.

—¡Márchate! ¿Qué quieres?


In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti
—recitó.

Latín, pensó ella, agradecida. Debe haber un sacerdote aquí.

Intentó levantar la cabeza para ver al sacerdote más allá del asesino, pero no pudo. Había demasiado humo en la habitación. Sé hablar latín, pensó. El señor Dunworthy me obligó a aprenderlo.

—¡No deberían dejar que estuviera aquí! —dijo en latín—. ¡Es un asesino!

Le dolía la garganta, y parecía carecer de aliento para dar fuerza a sus palabras, pero por la manera en que el asesino se apartó sorprendido, comprendió que la habían oído.

—No temáis —dijo el sacerdote, y ella le entendió perfectamente—. Volvéis a estar en casa.

—¿Al lugar de recogida? —preguntó Kivrin—. ¿Me lleváis allí?


Asperges me, Domine, hyssope et mundabor
—dijo el sacerdote. Rocíame con agua bendita, Señor, y quedaré limpio. Ella lo comprendió a la perfección.

—Ayudadme —dijo en latín—. Debo regresar al lugar del que vine.

—…
nominus
… —musitó el sacerdote, en voz tan baja que ella no pudo oírle. Nombre. Algo sobre su nombre. Levantó la cabeza. La sentía curiosamente liviana, como si todo el cabello hubiera ardido.

—¿Mi nombre?

—¿Podéis decirme vuestro nombre? —preguntó él en latín.

Se suponía que tenía que decirle que era Isabel de Beauvrier, hija de Gilbert de Beauvrier, del East Riding, pero le dolía tanto la garganta que le pareció que no sería capaz.

—Tengo que volver —murmuró—. No sabrán adonde he ido.


Confíteor deo omnipotenti
—dijo el sacerdote desde muy lejos. Ella no lo veía. Cuando intentó mirar más allá del asesino, lo único que distinguió fueron llamas. Debían de haber vuelto a encender el fuego—.
Beatae Mariae semper Virgini

Está recitando el
Confíteor Deo
, pensó, la oración de la confesión. El asesino no debería estar aquí. No debería haber nadie en la habitación durante una confesión.

Era su turno.

Intentó unir las manos en una plegaria y no pudo, pero el sacerdote la ayudó, y cuando fue incapaz de recordar las palabras, las recitó con ella.

—Perdonadme, padre, pues he pecado. Confieso ante Dios Todopoderoso, y ante vos, Padre, que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión, por mi culpa.


Mea culpa
—susurró ella—,
mea culpa, mea máxima culpa
.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa; pero eso no estaba bien, no era lo que se suponía que tenía que decir.

—¿Cómo habéis pecado? —dijo el sacerdote.

—¿Pecado?

—Sí —respondió él amablemente, inclinándose tanto que prácticamente le susurró al oído—. Para que podáis confesar vuestros pecados y obtener el perdón de Dios, y entrar en el reino eterno.

Todo lo que quería hacer era ir a la Edad Media, pensó ella. Trabajé muchísimo, estudiando los idiomas, las costumbres y todo lo que el señor Dunworthy me aconsejó. Yo sólo quería ser historiadora.

Deglutió, una sensación como de llamas.

—No he pecado.

El sacerdote se retiró entonces, y Kívrin pensó que se había enfadado porque ella no quería confesar sus pecados.

—Tendría que haber escuchado al señor Dunworthy —dijo ella—. No tendría que haberme alejado del lugar.


In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti
.
Amen
—recitó el sacerdote. Su voz sonaba amable, tranquilizadora. Ella sintió su contacto refrescante en la frente—.
Quid quid deliquisti
—murmuró el sacerdote—. Por esta sagrada unción y por la divina misericordia…

Le tocó los ojos, las orejas, la nariz, de forma tan suave que ella no notó su mano, solamente el fresco contacto del aceite.

Esto no forma parte del sacramento de la penitencia, pensó Kivrin. Es el ritual de la extremaunción. Está diciendo los últimos sacramentos.

—No…

—No temáis. Que el Señor perdone las ofensas que hayáis podido cometer —dijo él, y apagó el fuego que quemaba las plantas de sus pies.

—¿Por qué me administran los últimos sacramentos? —preguntó Kivrin, y entonces recordó que la estaban quemando en la hoguera. Voy a morir aquí, pensó, y el señor Dunworthy nunca sabrá lo que me ha sucedido—. Me llamo Kivrin. Dígale al señor Dunworthy….

—Que contempléis a vuestro Redentor cara a cara —prosiguió el sacerdote, sólo que era el asesino quien hablaba—. Y que al encontraros ante Él vuestra mirada sea bendita con la verdad hecha manifiesta.

—Me estoy muriendo, ¿verdad? —le preguntó al sacerdote.

—No hay nada que temer —la tranquilizó él, y le cogió la mano.

—No me deje —suplicó ella, y le agarró la mano con fuerza.

—No lo haré —prometió él, pero con todo aquel humo Kivrin no lo veía bien—. Que Dios Todopoderoso tenga piedad de vos, perdone vuestros pecados y os lleve a la vida eterna.

—Por favor, venga a rescatarme, señor Dunworthy —gimió ella, y las llamas rugieron entre ambos.

T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL

(000806-000882)

Domine, mittere digneris sanctum Angelum tuum de caelis, qui custodiat, foveat, protegat, visitet, atque defendat omnes habitantes in hoc habitáculo.

(Pausa)

Exaudí oratioim meam et clamor meus ad te veniat.*

(Pausa) Oye mi plegaria, y que mi súplica llegue a Ti.*

Traducción:Oh, Señor, dígnate enviar a Tu ángel sagrado del cielo, para guardar, proteger, visitar y defender a todos los congregados en esta casa.

9

—¿Qué ocurre, Badri? ¿Qué va mal? —preguntó Dunworthy.

—Frío —dijo Badri. Dunworthy se inclinó sobre él y lo arropó hasta los hombros. La sábana parecía doiorosamente inadecuada, tan fina como la bata de papel que llevaba Badri. No le extrañaba que tuviera frío.

—Gracias —murmuró Badri. Sacó una mano de debajo de la sábana y agarró la de Dunworthy. Cerró los ojos.

Dunworthy miró ansiosamente las pantallas, pero eran tan inescrutables como siempre. La temperatura todavía era de treinta y nueve coma nueve. La mano de Badri estaba muy caliente, incluso a través del guante impermeable, y las uñas parecían extrañas, casi de color azul oscuro. La piel de Badri parecía también más oscura, y su cara, de algún modo, se veía más delgada que cuando lo habían traído.

La enfermera, cuya silueta bajo la bata de papel le recordaba desagradablemente a la de la señora Gaddson, entró y dijo a regañadientes:

—La lista de contactos primarios está en la gráfica.

Ahora se explicaba que Badri le tuviera miedo.

—CH1 —dijo ella, señalando el teclado bajo la primera pantalla a la izquierda.

Una gráfica dividida en dos bloques de una hora apareció en la pantalla. El nombre de Dunworthy, el de Mary y las encargadas de la planta aparecían en la parte superior con las letras RPE detrás, entre paréntesis, presumiblemente para indicar que llevaban ropa protectora especial cuando entraron en contacto con él.

—Avanza —dijo Dunworthy, y la gráfica se deslizó sobre la pantalla incluyendo la llegada al hospital, los auxiliares de la ambulancia, la red, los dos últimos días. Badri había estado en Londres el lunes por la mañana preparando un lanzamiento para el Jesús College. Había regresado a Oxford en metro a mediodía.

Había ido a ver a Dunworthy a las dos y media y permaneció allí hasta las cuatro. Dunworthy introdujo las horas en la gráfica. Badri le había dicho que el domingo fue a Londres, aunque no recordaba a qué hora. Introdujo: «Londres, telefonear a Jesús College para confirmar hora de llegada.»

—De vez en cuando se despierta —señaló la enfermera, con tono desaprobador—. Es la fiebre. —Comprobó los goteros, dio un tirón a las sábanas, y luego se marchó.

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