El libro del día del Juicio Final (15 page)

Read El libro del día del Juicio Final Online

Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
12.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mary le tomó la tensión y luego le pinchó con la aguja.

—Si el teléfono vuelve a quedar disponible alguna vez —dijo, dándole un golpecito al aposito y volviéndose hacia Gilchrist, que se encontraba de pie junto a Montoya, con aspecto impaciente—, podrías llamar a William Gaddson y advertirle de que ha venido su madre.

—Sí —dijo Montoya—. El número del Fondo Nacional. —Colgó, y apuntó un número en uno de los folletos.

El teléfono sonó. Gilchrist, que se dirigía a Mary, se abalanzó hacia el aparato, agarrándolo antes de que Montoya pudiera cogerlo.

—No —dijo, y lo tendió a Dunworthy de mala gana.

Era Finch. Estaba en el despacho del administrador.

—¿Tiene los archivos médicos de Badri?

—Sí, señor. La policía está aquí, señor. Están buscando sitio para meter a todos los retenidos que no viven en Oxford.

—Y quieren que los alojemos en Balliol —adivinó Dunworthy.

—Sí, señor. ¿A cuántos podemos aceptar?

Mary se había levantado, con el vial con la sangre de Gilchrist en una mano, y le hacía señas.

—Espere un momento, por favor —dijo Dunworthy, y cubrió el micrófono.

—¿Os han pedido que alojéis a los retenidos? —preguntó Mary.

—Sí.

—No te comprometas a ocupar todas vuestras habitaciones. Puede que necesitemos espacio para los enfermos.

Dunworthy retiró la mano.

—Dígales que podemos alojarlos en Fisher y en las habitaciones que quedan en Savin. Si no ha asignado todavía habitaciones a las campaneras, dóblelas. Dígale a la policía que el hospital ha solicitado Bulkeley-Johnson como pabellón de emergencia. ¿Ha encontrado los archivos médicos de Badri?

—Sí, señor. Fue una odisea encontrarlos. El administrador los había archivado como Badri coma Chaudhuri, y las americanas…

—¿Ha encontrado el número de la Seguridad Social?

—Sí, señor.

—Va a ponerse la doctora Ahrens —dijo antes de que Finch se embarcara a contar historias sobre las campaneras. Hizo un gesto a Mary—. Puede darle la información directamente.

Mary colocó un aposito sobre el brazo de Gilchrist y un monitor temp en el dorso de su mano.

—Llamé a Ely, señor —decía Finch—. Les informé de la cancelación del concierto de campanas y fueron bastante amables, pero las americanas todavía están muy molestas.

Mary terminó de introducir las lecturas de Latimer, se quitó los guantes y se acercó para recoger el teléfono.

—¿Finch? Soy la doctora Ahrens. Dícteme el número de la Seguridad Social de Badri.

Dunworthy le tendió su lista de Secundarios y un lápiz, y ella lo apuntó y luego preguntó los registros de vacunas de Badri e hizo una serie de anotaciones que Dunworthy no supo descifrar.

—¿Alguna reacción o alergia? —Hubo una pausa—. Muy bien, no. Puedo conseguir el resto del ordenador.

Volveré a llamarle si necesito más información. —Le tendió el teléfono a Dunworthy—. Quiere hablar contigo otra vez —dijo, y se marchó, llevándose el papel.

—Están muy molestas —insistió Finch—. La señora Taylor amenaza con demandarnos por incumplimiento involuntario de contrato.

—¿Cuándo fue la última dosis de antivirales de Badri?

Finch tardó bastante tiempo en buscarlo en sus documentos.

—Aquí está, señor. Catorce de septiembre.

—¿Recibió la dosis completa?

—Así es, señor. Receptores análogos, impulsor de APM, y estacionales.

—¿Ha tenido alguna vez una reacción a las antivirales?

—No, señor. No hay alergias en su historial. Ya se lo he dicho a la doctora Ahrens.

Badri había recibido todas las antivirales. No tenía historial de reacciones.

—¿Ha ido ya al New College? —preguntó.

—No, señor. Voy para allá. ¿Qué hago con los suministros, señor? Tenemos jabón de sobra, pero andamos cortos de papel higiénico.

La puerta se abrió, pero no era Mary, sino el auxiliar que habían enviado a recoger a Montoya. Se dirigió al carrito y enchufó la tetera eléctrica.

—¿Cree que debo racionar el papel higiénico, señor? —preguntó Finch—. ¿O coloco notas pidiendo a todo el mundo que modere el consumo?

—Lo que considere más oportuno —le respondió Dunworthy, y colgó.

Todavía debía de estar lloviendo. El médico llevaba el uniforme mojado, y cuando la tetera hirvió, colocó las manos enrojecidas sobre el vapor, como para calentarlas.

—¿Ha terminado de usar el teléfono? —dijo Gilchrist.

Dunworthy se lo tendió. Se preguntó cómo sería el clima allí donde estaba Kivrin, y si Gilchrist había hecho que Probabilidad computara las posibilidades de que apareciera en medio de la lluvia. Su capa no era especialmente impermeable, y el viajero amistoso que en principio debía aparecer al cabo de una coma seis horas podría haberse guarecido en una hostería o un granero hasta que los caminos se secaran lo suficiente para ser transitables.

Dunworthy le había enseñado a Kivrin a encender fuego, pero le resultaría muy difícil con la leña mojada y las manos entumecidas. En el siglo
XIV
los inviernos eran fríos. Tal vez incluso estuviera nevando. La Pequeña Era del Hielo acababa de empezar en 1320, y el clima se fue haciendo tan frío que incluso el Támesis llegó a congelarse. Las bajas temperaturas y el clima variable habían causado tal desastre en las cosechas que algunos historiadores achacaban la Peste Negra a la desnutrición del campesinado. El clima fue malo, en efecto. En el otoño de 1348, en una parte de Oxfordshire llovió todos los días desde San Miguel hasta Navidad. Probablemente Kivrin yacía en una carretera mojada, medio muerta de hipotermia.

Y llena de sarpullidos, pensó, pues su chocho tutor se preocupaba demasiado por ella. Mary tenía razón. Parecía la señora Gaddson. Sólo le faltaba salir corriendo hacia 1320, abrir a viva fuerza las puertas de la red, como la señora Gaddson con el metro, y Kivrin se alegraría tanto de verle como William de ver a su madre. Y estaría tan necesitada de ayuda como él.

Kivrin era la estudiante más inteligente y llena de recursos que había tenido. Seguro que sabría guarecerse de la lluvia. Por lo que sabía, había pasado las últimas vacaciones con los esquimales, aprendiendo a construir un iglú.

Desde luego, había pensado en todos los detalles, incluso las uñas. Cuando fue a mostrarle su disfraz, le enseñó las manos. Tenía las uñas rotas, y había rastros de suciedad en las cutículas.

—Sé que se supone que pertenezco a la nobleza, pero a la nobleza rural, y hacían muchas tareas de granja según los tapices de Bayeaux, y las damas del East Riding no tuvieron tijeras hasta el siglo
XVII
, así que me pasé la tarde del domingo en la excavación de Montoya, arañando entre los restos, para conseguir este efecto.

Sus uñas tenían un aspecto espantoso, muy auténtico. Desde luego, no había ningún motivo para preocuparse por un detalle menor como la nieve.

Pero no podía evitarlo. Si lograra hablar con Badri, preguntarle qué quiso decir con aquello de que «Algo falla», asegurarse de que el lanzamiento había salido bien y no se había producido demasiado deslizamiento, seguramente dejaría de preocuparse. Pero Mary no había podido conseguir el número de la Seguridad Social de Badri hasta que Finch telefoneó. Se preguntó si Badri estaría aún inconsciente. O algo peor.

Se levantó y se acercó al carrito y se preparó una taza de té. Gilchrist estaba otra vez al teléfono, al parecer hablando con el portero, que tampoco sabía dónde se encontraba Basingame. Cuando Dunworthy habló con él, le había dicho que le parecía recordar que Basingame había mencionado Loch Balkillan, un lago que no existía.

Dunworthy se tomó el té. Gilchrist llamó al administrador y al director del colegio, pero ninguno de los dos sabía dónde estaba Basingame. La enfermera que custodiaba la puerta antes entró y terminó de hacer las extracciones de sangre. El auxiliar cogió uno de los folletos y empezó a leerlo.

Montoya rellenó con rapidez el impreso de admisión y las listas de contactos.

—¿Qué se supone que tengo que hacer? —preguntó a Dunworthy—. ¿Apuntar toda la gente con quien he estado en contacto hoy?

—Los últimos tres días.

Siguieron esperando. Dunworthy se tomó otra taza de té. Montoya llamó al Ministerio de Sanidad y trató de convencerlos de que la libraran de la cuarentena para poder regresar a la excavación. La auxiliar clínico volvió a dormirse.

La enfermera trajo un carrito con la cena.

—Grande alborozo produjo nuestro anfitrión en todos, y nos dispusimos a cenar —declamó Latimer, la única observación que había hecho en toda la tarde.

Mientras comían, Gilchrist contó a Latimer sus planes para enviar a Kivrin al período posterior a la Peste Negra.

—El punto de vista histórico aceptado es que destruyó por completo a la sociedad medieval —dijo mientras cortaba su asado—, pero mi investigación indica que fue un purgante más que una catástrofe.

¿Desde el punto de vista de quién?, pensó Dunworthy, inquieto porque ya tardaban demasiado. Se preguntó si en verdad estaban analizando la sangre o si esperaban simplemente que uno de ellos se desplomara sobre el carrito del té para tener una idea de cuál era el período de incubación.

Gilchrist volvió a llamar al New College y preguntó por la secretaria de Basingame.

—No está —dijo Dunworthy—. Ha ido a pasar la Navidad en Devonshire con su hija.

Gilchrist le ignoró.

—Sí. Necesito hacerle llegar un mensaje. Intento localizar al señor Basingame. Es una emergencia. Acabamos de enviar a una historiadora al siglo
XIV
, y Balliol no había analizado bien al técnico que dirigía la red. Como resultado, contrajo un virus contagioso. —Colgó el teléfono—. Si el señor Chaudhuri dejó de recibir las antivirales necesarias, le haré responsable, Dunworthy.

—Recibió la dosis completa en septiembre —declaró Dunworthy.

—¿Tiene pruebas de eso?

—¿Pasó? —preguntó la auxiliar.

Todos ellos, incluido Latimer, se volvieron hacia ella, sorprendidos. Hasta el momento de hablar, parecía profundamente dormida, con la cabeza sobre el pecho y los brazos cruzados, sujetando la lista de contactos.

—Ha dicho que enviaron a alguien a la Edad Media —dijo, con mal ceño—. ¿Pasó?

—Me temo que no… —dijo Gilchrist.

—El virus. ¿Pudo atravesar la máquina del tiempo?

Gilchrist miró a Dunworthy, nervioso.

—Eso no es posible, ¿verdad?

—No —dijo Dunworthy. Era evidente que Gilchrist no sabía nada de las paradojas del continuum o de la teoría de cuerdas. El hombre no servía para rector en funciones. Ni siquiera sabía cómo funcionaba la red en la que tan alocadamente había enviado a Kivrin—. El virus no pudo haber atravesado la red.

—La doctora Ahrens dijo que el hindú era el único caso —dijo la auxiliar—, y usted —señaló a Dunworthy—, que había recibido la dosis completa. Si recibió las antivirales, no pudo contagiarse a menos que fuera una enfermedad de algún otro lugar. Y la Edad Media estaba llena de enfermedades, ¿no? ¿Viruela y peste?

—Estoy seguro de que Medieval ha tomado los pasos necesarios para prevenir esa posibilidad… —dijo Gilchrist.

—Es imposible que un virus atraviese la red —saltó Dunworthy, enfadado—. El continuum espacio-temporal no lo permite.

—Han enviado a personas —insistió ella—, y un virus es más pequeño que una persona.

Dunworthy no había oído este argumento desde los primeros días de las redes, cuando la teoría se conocía sólo en parte.

—Le aseguro que hemos tomado todas las precauciones —aseveró Gilchrist.

—Nada que pudiera afectar el curso de la historia puede atravesar una red —explicó Dunworthy, mirando a Gilchrist. El hombre no la estaba animando con su charla de precauciones y probabilidades—. Radiación, toxinas, microbios, nada de eso ha atravesado jamás una red. Si están presentes, la red simplemente no se abre.

La auxiliar no parecía convencida.

—Le aseguro… —repitió Gilchrist, y entonces entró Mary.

Llevaba un fajo con papeles de diferentes colores. Gilchrist se levantó inmediatamente.

—Doctora Ahrens, ¿hay alguna posibilidad de que esta infección viral que ha contraído el señor Chaudhuri pueda haber atravesado la red?

—Por supuesto que no —respondió ella, frunciendo el ceño como si la idea le pareciera ridicula—. En primer lugar, las enfermedades no pueden atravesar la red. Violaría las paradojas. En segundo lugar, si lo hiciera, que no puede, Badri se habría contagiado menos de una hora después de que pasara, lo cual significaría que el virus tendría un período de incubación de una hora, algo por completo imposible. Pero si lo hizo, y no pudo hacerlo, todos ustedes estarían ya enfermos —miró su digital—, ya que han transcurrido más de tres horas desde que quedaron expuestos.

Empezó a recoger las listas de contactos.

Gilchrist parecía irritado.

—Como rector en funciones de la Facultad de Historia tengo responsabilidades que atender —protestó—. ¿Cuánto tiempo pretende retenernos aquí?

—Sólo lo suficiente para recoger sus listas y darles instrucciones. Unos cinco minutos.

Recogió la lista de Latimer. Montoya cogió la suya y empezó a escribir rápidamente.

—¿Cinco minutos? —preguntó la auxiliar—. ¿Quiere decir que podemos marcharnos?

—De momento —dijo. Puso las listas al fondo de su fajo de papeles y empezó a repartir las hojas, que eran de un rosa intenso. Parecían una especie de declaración que absolvía al hospital de cualquier tipo de responsabilidad—. Hemos terminado los análisis de sangre y ninguno muestra un nivel anormalmente alto de anticuerpos.

Tendió a Dunworthy una hoja azul que absolvía al Ministerio de Sanidad de cualquier responsabilidad y confirmaba su disposición a pagar todos los gastos no cubiertos por la Seguridad Social en el plazo de treinta días.

—Me he puesto en contacto con el WIC, y recomiendan que se siga una observación controlada, con comprobación continua de la fiebre y muestras de sangre cada doce horas.

La hoja que distribuía ahora era verde y tenía el título «Instrucciones para los contactos primarios». La primera de ellas decía: «Evite el contacto con otras personas.»

Dunworthy pensó en Finch y en las campaneras que estarían esperando, sin duda, en la puerta de Balliol con demandas y protestas, y en todas aquellas personas que estarían haciendo compras navideñas o se hallarían retenidas entre un sitio y otro.

Other books

Erased by Jennifer Rush
Purity of Blood by Arturo Pérez-Reverte
Sybille's Lord by Raven McAllan
Fighting the Flames by Leslie Johnson
Day of Vengeance by Johnny O'Brien
Cold Day In Hell by Jerrie Alexander
The Runaway by Lesley Thomson
The Wake by Paul Kingsnorth