Read El libro del día del Juicio Final Online

Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (16 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
11.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Contrólense la temperatura a intervalos de media hora —indicó Mary, mientras les tendía un impreso amarillo—. Vengan inmediatamente si su monitor —palmeó el suyo propio—, muestra un aumento notable en temperatura. Un poco de fluctuación es normal. La temperatura tiende a subir a últimas horas de la tarde y por la noche. La temperatura puede considerarse normal entre treinta y seis y treinta y siete coma cuatro. Vengan inmediatamente si su temperatura excede treinta y siete coma cuatro o sube de repente, o si empiezan a sentir algunos síntomas: dolor de cabeza, opresión en el pecho, confusión o mareo.

Todos miraron sus monitores y, sin duda, empezaron a sentir que se acercaba un dolor de cabeza. Dunworthy lo había tenido toda la tarde.

—Eviten entrar en contacto con otras personas tanto como sea posible. Cuiden todos los contactos que hagan. Todavía no estamos seguros del modo de transmisión, pero la mayoría de los mixovirus se extienden por vaporización y contacto directo. Lávense frecuentemente las manos con agua y jabón.

Tendió a Dunworthy otra hoja rosa. Se estaba quedando sin colores. Ésta era una tabla, titulada «Contactos», y debajo decía: «Nombre, Dirección, Tipo de contacto, Hora.»

Era una lástima que el virus de Badri no hubiera tenido que tratar con el Ministerio de Sanidad, el CDC y la WIC. Nunca habría pasado de la puerta.

—Tendrán que personarse aquí mañana a las siete. Mientras tanto, les recomiendo que tomen una buena cena y que se acuesten. El descanso es la mejor defensa contra cualquier virus. Están ustedes relevados del servicio mientras dure la cuarentena —dijo a los auxiliares. Tendió algunas otras hojas multicolores—. ¿Alguna pregunta?

Dunworthy miró a la auxiliar, esperando que le preguntara a Mary si la viruela había atravesado la red, pero ella miraba sin ningún interés sus papeles.

—¿Puedo volver a mi excavación? —preguntó Montoya.

—No, a menos que esté dentro del perímetro de la cuarentena.

—Vaya, hombre —bufó, guardándose con enfado los papeles en los bolsillos de su cazadora—. Todo el pueblo se habrá inundado mientras estoy atrapada aquí. —Se marchó.

—¿Alguna otra pregunta? —dijo Mary, imperturbable—. Muy bien, entonces. Les veré a todos a las siete.

Los auxiliares se marcharon, la mujer que había preguntado por el virus bostezaba y se desperezaba como si se dispusiera a echar otra cabezada. Latimer estaba todavía sentado, observando su monitor de temperatura. Gilchrist le dijo algo con mal tono, y él se levantó, se puso la chaqueta y recogió el abrigo y el fajo de papeles.

—Espero ser informado de todos los pasos —dijo Gilchrist—. Me pondré en contacto con Basingame y le pediré que regrese para hacerse cargo de este asunto. —Se marchó y luego tuvo que esperar, manteniendo la puerta abierta, a que Latimer recogiera dos hojas que se le habían caído.

—Recoja por la mañana a Latimer, ¿quiere? —pidió Mary, revisando las listas de contactos—. No se acordará de estar aquí a las siete.

—Quiero ver a Badri —exigió Dunworthy.

—«Laboratorio, Brasenose» —dijo Mary, leyendo los papeles—. «Despacho del decano. Laboratorio, Brasenose.» ¿Nadie vio a Badri más que en la red?

—Mientras veníamos de camino en la ambulancia dijo «Algo falla» —respondió Dunworthy—. Pudo haber un deslizamiento. Si es de más de una semana, Kivrin no tendrá ni idea de cuándo hacer el encuentro.

Mary no respondió. Volvió a repasar las hojas con el ceño fruncido. —Necesito asegurarme de que no hubo ningún problema con el ajuste —insistió él.

Ella levantó la cabeza.

—Muy bien. Estas hojas de contacto no sirven de nada. Hay grandes agujeros en el paradero de Badri durante los últimos tres días. Él es la única persona que puede decirnos dónde estuvo y con quién estableció contacto. —Guió a Dunworthy pasillo abajo—. Hay una enfermera con él, haciéndole preguntas, pero está muy desorientado y le tiene miedo. Tal vez contigo no esté tan asustado.

Llegaron al ascensor.

—Planta baja, por favor —dijo ella, a su oído—. Badri está sólo consciente durante unos instantes. Es posible que tardemos toda la noche.

—No importa. No podré descansar hasta convencerme de que Kivrin está a salvo.

Subieron dos pisos en el ascensor, recorrieron otro pasillo y atravesaron una puerta que indicaba: «NO ENTRAR. PABELLÓN DE AISLAMIENTO.» Tras la puerta, una enfermera de aspecto sombrío estaba sentada ante una mesa, observando un monitor.

—Voy a llevar al señor Dunworthy a ver al señor Chaudhuri —dijo Mary—. Necesitaremos dos RPE. ¿Cómo se encuentra?

—Ha vuelto a subirle la fiebre… treinta y nueve coma ocho —respondió la enfermera, tendiéndoles las RPE, que eran batas de papel selladas en plastileno que abrochaban por detrás, gorras, mascarillas impermeables que eran imposibles de poner por encima de las gorras, patucos con aspecto de botas para colocarlos sobre los zapatos, y guantes impermeables. Dunworthy cometió el error de ponerse primero los guantes y tardó lo que parecieron horas en desplegar la bata y fijar la mascarilla.

—Tendrás que hacer preguntas muy concretas —dijo Mary—. Pregúntale qué hizo cuando se levantó esta mañana, si pasó la noche con alguien, dónde desayunó, quién había allí, todo eso. Estará desorientado por la fiebre; es posible que tengas que preguntarle varias veces. —Abrió la puerta de la habitación.

No era realmente una habitación: sólo había sitio para la cama y un estrecho taburete, ni siquiera una silla. La pared tras la cama estaba cubierta de pantallas y equipo médico. La otra pared tenía una ventana cubierta por una cortina y más equipo. Mary miró brevemente a Badri y luego empezó a observar las pantallas.

Dunworthy las miró. La más cercana estaba llena de números y de letras. La última línea decía «icu 1432069122-12-54 1803 200 ¿
PT
1800
CRS
IMJPCLN
200
MG
/
Q
6
H
NHS
40-2 11 -7 M
AHRENS
» . Al parecer, las órdenes del doctor.

Las otras pantallas mostraban gráficas puntiagudas y columnas de cifras. Ninguna de ellas tenía sentido a excepción de un numero en mitad de la segunda pantallita de la derecha. Decía: «Temp.: 39,9.» Santo Dios.

Miró a Badri. Yacía con los brazos por encima de las sábanas, ambos conectados a goteros que colgaban de sendas perchas. Uno de los goteros tenía al menos cinco bolsas unidas al tubo principal. Tenía los ojos cerrados, y su rostro parecía delgado y demacrado, como si hubiera perdido peso desde la mañana. Su piel oscura tenía un extraño tinte purpúreo.

—Badri —llamó Mary, inclinándose sobre él—, ¿nos oye?

Él abrió los ojos y los miró sin reconocerlos, cosa que probablemente no se debía tanto al virus como al hecho de que iban cubiertos de papel de la cabeza a los pies.

—Es el señor Dunworthy —indicó Mary—. Ha venido a verle. —Su blíper empezó a sonar.

—¿Señor Dunworthy? —dijo Badri roncamente, y trató de incorporarse.

Mary lo sujetó amablemente contra la almohada.

—El señor Dunworthy tiene que hacerle algunas preguntas —dijo, palmeándole el pecho con suavidad, como había hecho en el laboratorio de Brasenose. Se enderezó, observando los monitores en la pared—. Permanezca tendido. Ahora tengo que marcharme, pero el señor Dunworthy se quedará con usted. Descanse e intente responder a sus preguntas.

—¿Señor Dunworthy? —repitió Badri, como si intentara encontrar sentido a las palabras.

—Sí —dijo Dunworthy. Se sentó en el taburete—. ¿Cómo te encuentras?

—¿Cuándo esperan que vuelva? —preguntó Badri, y su voz sonó débil y forzada.

Trató de incorporarse otra vez. Dunworthy extendió la mano para impedírselo.

—Tengo que encontrarlo —dijo—. Algo falla.

8

La estaban quemando en una hoguera. Ya sentía las llamas. Debían de haberla atado al poste, aunque no lo recordaba. Sí recordaba que habían encendido el fuego. Se había caído del caballo blanco, y el asesino la recogió y volvió a montarla.

—Debemos volver al lugar —le había dicho.

El hombre se inclinó sobre ella, y Kivrin vio su cruel rostro bajo la fluctuante luz del fuego.

—El señor Dunworthy abrirá la red en cuanto se dé cuenta de que algo está fallando —le había advertido. No tendría que haberlo hecho. Él había pensado que era una bruja y la había llevado a aquel lugar para que la quemaran.

—No soy una bruja —dijo, y de inmediato una mano surgió de ninguna parte y se posó sobre su frente.

—Shh —dijo una voz.

—No soy una bruja —insistió ella, intentando hablar despacio para que la comprendieran. El asesino no la había entendido. Había intentado decirle que no debían marcharse de aquel lugar, pero él no le hizo caso. La colocó sobre su caballo blanco y la sacó del claro, atravesando el macizo de abedules de tronco blanco, hacia la parte más profunda del bosque.

Ella había intentado prestar atención a la dirección en la que iban para así poder encontrar el camino de vuelta, pero la oscilante antorcha del hombre sólo iluminaba unos cuantos centímetros de terreno a sus pies, y la luz la deslumhraba. Cerró los ojos, y eso fue un error, porque el molesto paso del caballo la mareó y se cayó al suelo.

—No soy una bruja —repitió—. Soy historiadora.


Hawey fond enyowuh thissla dey?
—dijo la voz de la mujer, muy lejana. Debía de haber avanzado para poner leña al fuego y luego se apartó del calor.


Enwodes fillenun gleydund sore destrayste
—replicó una voz de hombre, y parecía la del señor Dunworthy—.
Ayeen mynarmehs hoor alie op hiderybar
.


Sweltes shay dumoret blauen?
—preguntó la mujer.

—Señor Dunworthy, ¡he caído entre asesinos! —exclamó Kivrin, extendiendo los brazos hacia él. Pero a través del humo no pudo verlo.

—Shh —dijo la mujer.

Kivrin intuyó que era más tarde, que aunque pareciera imposible había dormido. ¿Cuánto se tarda en arder?, se preguntó. El fuego era tan caliente que ella ya debería ser cenizas, pero cuando levantó la mano parecía intacta, aunque pequeñas llamas rojas fluctuaban en los bordes de sus dedos. La luz de las llamas le hería los ojos. Los cerró.

Espero no volver a caerme del caballo, pensó. Se había estado agarrando al cuello del animal con los dos brazos, aunque su paso inestable hacía que la cabeza le doliera aún más, y no se soltó, pero se cayó, a pesar de que el señor Dunworthy había insistido en que aprendiera a cabalgar, se había encargado de que tomara lecciones en un picadero cerca de Woodstock. El señor Dunworthy le había advertido que todo aquello sucedería. Le había predicho que acabarían quemándola en la hoguera.

La mujer le acercó una copa a los labios. Debe de ser vinagre en una esponja, pensó Kivrin; se lo daban a los mártires. Pero no lo era. Se trataba de un líquido cálido y amargo. La mujer tuvo que inclinar la cabeza de Kivrin hacia delante para que bebiera, y ella comprendió por primera vez que estaba tendida.

Tendré que decirle al señor Dunworthy que quemaban a la gente acostada, pensó. Intentó llevarse las manos a los labios en la posición de rezo para activar el grabador, pero el peso de las llamas se lo impidió.

Estoy enferma, pensó Kivrin, y comprendió que el líquido cálido era una poción medicinal de algún tipo, y que le había bajado un poco la fiebre. No estaba tendida en el suelo, después de todo, sino en una cama en una habitación oscura; y la mujer que le había mandado callar y le había dado el líquido estaba junto a ella. Oía su respiración. Kivrin intentó mover la cabeza para verla, pero el esfuerzo hizo que volviera a dolerle. La mujer debía de estar dormida. Su respiración era regular y ruidosa, casi como si roncara. A Kivrin le dolía la cabeza al escucharla.

Debo de estar en la aldea, pensó. El hombre pelirrojo me habrá traído aquí.

Se había caído del caballo y el asesino la había ayudado a montar de nuevo, pero cuando ella lo miró a la cara no le pareció un asesino. Era joven, con el cabello rojo y expresión amable, y se inclinó sobre ella cuando estaba sentada contra la rueda de la carreta, apoyándose sobre una rodilla a su lado, y preguntó:

—¿Quién sois?

Ella le había comprendido perfectamente.


Canstawd ranken derwyn?
—dijo la mujer, e inclinó la cabeza de Kivrin hacia delante para que bebiera más del amargo líquido. Apenas pudo tragarlo. El fuego estaba ahora dentro de su garganta. Sentía las pequeñas llamas anaranjadas, aunque el líquido debería haberlas extinguido. Se preguntó si el hombre la habría llevado a alguna tierra extranjera, España o Grecia, donde la gente hablaba un idioma que no habían incluido en el intérprete.

Había comprendido al pelirrojo perfectamente.

—¿Quién sois? —le había preguntado, y ella pensó que el otro hombre debía de ser un esclavo que había traído de las Cruzadas, un esclavo que hablaba turco o árabe, y por eso no entendía sus palabras.

—Soy historiadora —respondió, pero cuando miró su amable rostro no era él. Era el asesino.

Buscó desesperadamente al hombre pelirrojo, pero no lo encontró. El asesino recogió trozos de madera y los colocó sobre algunas piedras para encender una hoguera.

—¡Señor Dunworthy! —llamó Kivrin, desesperada, y el asesino se acercó y se arrodilló ante ella. La luz de su antorcha aleteó sobre su cara.

—No temáis —dijo—. Regresará pronto.

—¡Señor Dunworthy! —gritó ella, y el pelirrojo volvió y se arrodilló de nuevo a su lado—. No tendría que haberme marchado del lugar —le dijo, observando su rostro para que no se convirtiera en el asesino—. Algo debe de haber fallado con el ajuste. Tengo que volver allí.

Él se desabrochó la capa, se la pasó por encima de los hombros, y la colocó sobre ella, y Kivrin supo que la comprendía.

—Tengo que ir a casa —le dijo mientras se inclinaba sobre ella. El hombre tenía una linterna que iluminaba su amable rostro y aleteaba como llamas sobre su cabello rojo.


Godufadur
—llamó, y ella pensó que ése era el nombre del esclavo: Gauddefaudre. Le pedirá al esclavo que le diga dónde me encontró, y entonces me llevará al lugar. Y el señor Dunworthy. El señor Dunworthy se pondría frenético cuando abrieran la red y no la encontraran allí. No pasa nada, señor Dunworthy, dijo en silencio. Ya voy.


Dreede nawmaydde
—dijo el pelirrojo, y la cogió en brazos—.
Fawrthah Galwinnath coam
.

BOOK: El libro del día del Juicio Final
11.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bonds of Fire by Sophie Duncan
This Duchess of Mine by Eloisa James
The Pope's Last Crusade by Peter Eisner
Laurie Brown by Hundreds of Years to Reform a Rake
Heart of Glass by Jill Marie Landis
The Midwife Murders by James Patterson, Richard Dilallo
The Salem Witch Society by K. N. Shields
Unzipped? by Karen Kendall
Alien Storm by A. G. Taylor