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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (52 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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Dunworthy esperó hasta que William regresó a la mañana siguiente y después volvió a Shrewsbury y lo intentó de nuevo, pero fue en vano.

—Haré que llame a intervalos de media hora —dijo Polly, mientras lo acompañaba a la puerta—. No sabrá usted si William sale con otras chicas, ¿verdad?

—No —respondió Dunworthy.

El sonido de campanas llegó de repente desde Christ Church, repicando con fuerza a través de la lluvia.

—¿Ha conectado alguien ese horrible carillón otra vez? —preguntó Polly.

—No —contestó él—. Son las americanas. —Volvió la cabeza en dirección al sonido, intentando decidir si la señora Taylor se había decidido por los
Stedmans
, pero percibió seis campanas, las viejas campanas de Osney: Douce y Gabriel y Marie, una tras otra, Clement y Hautclerc y Taylor—. Y Finch.

Sonaban bastante bien, no como cuando el carillón digital tocaba O
Christ Wbo Interfaces with the World
. Sonaban clara y alegremente, y Dunworthy se imaginó a las campaneras formando un círculo en la torre, flexionando las rodillas y alzando los brazos, mientras Finch consultaba su lista de números.

«Cada hombre debe ceñirse a su campana sin interrupción», había dicho la señora Taylor. Él no había tenido más que interrupciones, pero se sentía extrañamente animado. La señora Taylor no había podido llevar a sus campaneras a Norwich para Nochebuena, pero se había ceñido a sus campanas, y sonaban ensordecedoramente, delirantemente fuertes, como una celebración, una victoria. Como la mañana de Navidad. Encontraría a Montoya. Y a Basingame. O a un técnico que no tuviera miedo de la cuarentena. Encontraría a Kivrin.

El teléfono sonaba cuando regresó a Balliol. Subió corriendo las escaleras, esperando que fuera Polly. Era Montoya.

—¿Dunworthy? Hola. Soy Lupe Montoya. ¿Qué pasa?

—¿Dónde está usted? —demandó él.

—En la excavación —contestó ella, pero eso saltaba a la vista. Se encontraba de pie delante de la arruinada nave de la iglesia en el patio medieval medio excavado. Dunworthy comprendió por qué estaba tan ansiosa por volver allí. En algunos lugares había hasta un palmo de agua. Montoya había colocado toldos y sábanas de plasteno por toda la excavación, pero la lluvia se filtraba por una docena de sitios, y donde las coberturas se encontraban, el agua caía en auténticas cascadas. Todo: las tumbas, las luces que había colocado en los toldos, las palas apoyadas contra la pared, absolutamente todo estaba cubierto de lodo.

También Montoya. Llevaba su cazadora y unas sucias botas de pescador hasta los muslos, como tal vez llevara Basingame, dondequiera que estuviese. La mano con la que sujetaba el teléfono estaba cubierta de barro seco.

—La he estado llamando durante días —dijo Dunworthy.

—No oigo el teléfono con el ruido de la bomba de succión. —Indicó algo más allá de la imagen, presumiblemente la bomba, aunque él sólo oía el tamborileo de la lluvia sobre los toldos—. Acabo de romper una correa, y no tengo otra. Oí las campanas. ¿Significa eso que la cuarentena se ha acabado?

—Lo dudo. Estamos en medio de una epidemia a gran escala. Setecientos ochenta casos y dieciséis muertos. ¿No ha visto los periódicos?

—No he visto a nadie desde que llegué aquí. He pasado los últimos seis días intentando secar esta maldita excavación, pero no puedo hacerlo sola. Y sin bomba. —Se apartó el pelo de la cara con una mano sucia—. ¿Por qué tocaban las campanas entonces, si la cuarentena no ha acabado?

—Un repique de
Chicago Surprise Minor
.

Ella parecía irritada.

—Si la cuarentena es tan mala, ¿por qué no se dedican a algo útil?

Ya lo han hecho, pensó Dunworthy. Gracias a ellas, tú has llamado.

—Desde luego, podría ponerlas a trabajar aquí. —Volvió a apartarse el pelo. Parecía casi tan cansada como Mary—. Esperaba que hubieran levantado la cuarentena, para que alguien viniera a ayudarme. ¿Cuánto tiempo cree que tardará?

Demasiado, pensó él, al observar cómo caía la lluvia en cascada entre los toldos. Nunca recibirás a tiempo la ayuda que precisas.

—Necesito cierta información acerca de Basingame y Badri Chaudhuri. Intentamos localizar el origen del virus y con quién ha tenido contacto Badri. Trabajó en la excavación el dieciocho y la mañana del diecinueve. ¿Quién más había?

—Yo.

—¿Quién más?

—Nadie. Me resultó dificilísimo encontrar ayuda en diciembre. Todos mis estudiantes de arqueohistoria se marcharon el día que empezaban las vacaciones. Tuve que sacar voluntarios de donde pude.

—¿Está segura de que sólo estaban ustedes dos?

—Sí. Lo recuerdo porque abrimos la tumba del caballero el sábado y nos costó mucho trabajo levantar la tapa. Gillian Ledbetter tenía que venir el sábado, pero llamó en el último momento diciendo que tenía una cita.

Con William, pensó Dunworthy.

—¿Estuvo alguien con Badri el domingo?

—Sólo vino aquí por la mañana, y después no hubo nadie. Tuvo que marcharse a Londres. Mire, tengo que irme. Si no recibo ayuda pronto, tengo que volver a trabajar. —Empezó a retirar el receptor de la oreja.

—¡Un momento! —gritó Dunworthy—. No cuelgue.

Ella volvió a llevarse el receptor al oído. Parecía impaciente.

—Tengo que hacerle algunas preguntas más. Es muy importante. Cuanto antes localicemos la fuente de este virus, más pronto se levantará la cuarentena y usted podrá recibir ayuda para la excavación.

Ella no parecía convencida, pero pulsó un código, colgó el receptor en la horquilla, y dijo:

—No le importa que trabaje mientras hablamos, ¿verdad?

—No —contestó Dunworthy, aliviado—. Hágalo, por favor.

Ella salió bruscamente de cuadro y regresó, después pulsó algo más.

—Lo siento. No alcanza —dijo, y la pantalla se nubló mientras ella movía el teléfono hasta su lugar de trabajo. Cuando volvió a aparecer la imagen, Montoya estaba agachada en un agujero lleno de barro junto a una tumba de piedra. Dunworthy supuso que era la que Badri y ella habían abierto.

La tapa mostraba la efigie de un caballero con armadura, con los brazos cruzados sobre el pecho acorazado de forma que las manos reposaban en unos pesados guanteletes y con la espada a sus pies. Estaba apoyado en un precario ángulo a un lado, oscureciendo las elaboradas letras talladas. Dunworthy sólo consiguió leer «Requiesc».
Requiescat inpace
. Descanse en paz, una bendición que el caballero no había conseguido. Su rostro dormido bajo el casco tallado tenía un aire desaprobatorio.

Montoya había colocado una fina sábana de plasteno sobre la tumba abierta. Estaba empapada de agua. Dunworthy se preguntó si el otro lado de la tumba tambien mostraba un morboso relieve del horror que guardaba dentro, como la que aparecía en la ilustración de Colin, y si era tan horrible como la realidad. El agua chorreaba sobre la cabecera de la tumba, hundiendo el plástico.

Montoya se enderezó y sacó una caja plana llena de barro.

—¿Bien? —dijo, mientras la colocaba sobre la esquina de la tumba—. ¿No tenía más preguntas?

—Sí. Dijo usted que no había nadie más en la excavación cuando Badri estuvo allí.

—No lo había —contestó ella, secándose el sudor de la frente—. Vaya, hace calor aquí. —Se quitó la cazadora y la colgó de la tapa de la tumba.

—¿Y los lugareños? ¿Gente no relacionada con la excavación?

—Si hubiera alguien aquí, los habría reclutado. —Empezó a rebuscar en el barro de la caja, y sacó varias piedras marrones—. La tapa pesaba una tonelada, y acabábamos de quitarla cuando empezó a llover. Habría reclutado a cualquiera que pasara por aquí, pero la excavación está demasiado lejos.

—¿Y el personal del Fondo Nacional?

Ella sumergió las piedras en agua para limpiarlas.

—Sólo vienen durante el verano.

Dunworthy esperaba que alguien de la excavación resultara ser la fuente, que Badri hubiera entrado en contacto con un lugareño, un miembro del Fondo Nacional, o un cazador de patos que pasara por allí. Pero los mixovirus no tenían portadores. El misterioso lugareño tendría que sufrir la enfermedad también, y Mary había estado en contacto con todas las clínicas y hospitales de Inglaterra. No se había presentado ningún caso fuera del perímetro.

Montoya levantó las piedras una por una a la luz de la batería sujeta a uno de los postes, les dio la vuelta y examinó los bordes, todavía llenos de barro.

—¿Y las aves?

—¿Aves? —se extrañó ella, y Dunworthy advirtió que debía de parecer que estaba sugiriendo que reclutara a los gorriones para ayudarla a levantar la tapa de la tumba.

—El virus puede haber sido diseminado por las aves. Patos, gansos, gallinas —dijo, aunque no estaba seguro de que las gallinas pudieran ser portadores—. ¿Hay alguna en la excavación?

—¿Gallinas? —preguntó ella, alzando una de las piedras a la luz.

—Los virus se producen a veces por la intersección de virus animales y humanos —explicó él—. Las aves son los portadores más comunes, pero los peces también pueden serlo. O los cerdos. ¡Hay algún cerdo en la excavación?

Ella seguía mirándole como si pensara que estaba chalado.

—La excavación está en una granja del Fondo Nacional, ¿no?

—Sí, pero la granja en sí queda a tres kilómetros de distancia. Nos encontramos en medio de un campo de cebada. No hay cerdos cerca, ni aves, ni peces. —Volvió a examinar las piedras.

No había aves. Ni cerdos. Ni gente que habitara en aquel lugar. La fuente del virus tampoco estaba allí. Posiblemente no estaba en ninguna parte, y la gripe de Badri había mutado de forma espontánea, como sucedía de vez en cuando, según dijo Mary; apareció de la nada y descendió sobre Oxford igual que la peste había descendido sobre los inconscientes residentes del cementerio.

Montoya alzó de nuevo las piedras a la luz, rascó con las uñas algún pegote ocasional de barro y luego frotó la superficie. De pronto Dunworthy advirtió que estaba examinando huesos. Vértebras, tal vez, o los dedos de los pies del caballero.
Requiescat in pace
.

Encontró lo que al parecer había estado buscando: un hueso irregular del tamaño de una castaña, con un lado curvo. Guardó el resto en la bandeja, sacó del bolsillo de su camisa un cepillo de dientes y empezó a frotar los bordes cóncavos, con el ceño fruncido.

Gilchrist nunca aceptaría la mutación espontánea como fuente. Estaba demasiado encantado con la teoría de que algún virus del siglo
XIV
había atravesado la red. Y demasiado encantado con su autoridad como rector en funciones de la Facultad de Historia para ceder, aunque Dunworthy hubiera encontrado patos nadando en los charcos del patio.

—Necesito ponerme en contacto con el señor Basingame. ¿Dónde está?

—¿Basingame? —preguntó ella, mientras miraba aún el hueso con el ceño fruncido—. No tengo ni idea.

—Pero… creía que lo había encontrado. Cuando telefoneó el día de Navidad dijo que tenía que encontrarlo para que le firmara su dispensa ante el ministerio.

—Lo sé. Me pasé dos días enteros llamando a todos los guías de truchas y salmón de Escocia antes de decidir que no podía esperar más. Si quiere saber mi opinión, no está en ninguna parte de Escocia. —Sacó una navajita de sus vaqueros y empezó a rascar el áspero borde del hueso—. Hablando del ministerio, ¿podría hacerme un favor? No paro de llamar a su número pero siempre está comunicando. ¿Podría acercarse y decirles que necesito ayuda? Adviértales que la excavación tiene un valor histórico irreemplazable, y que se va a perder irremediablemente si no me envían al menos a cinco personas. Y una bomba. —El cuchillo chasqueó. Ella frunció el ceño y rascó un poco más.

—¿Cómo consiguió la autorización de Basingame, si no sabía dónde estaba? Creí que había dicho que el impreso necesitaba su firma.

—Pues sí —dijo ella. Un borde del hueso salió disparado y aterrizó en la mortaja de plasteno. Montoya examinó el hueso y lo dejó caer en la caja—. La falsifiqué.

Se agachó de nuevo junto a la tumba, buscando más huesos. Parecía tan absorta como Colin cuando examinaba su chicle. Dunworthy no estaba seguro de si recordaba que Kivrin estaba en el pasado, o si la había olvidado como parecía haber olvidado la epidemia.

Colgó, preguntándose si Montoya se daría cuenta, y regresó al hospital para decirle a Mary lo que había averiguado y empezar a interrogar de nuevo a los secundarios en busca de la fuente. Llovía intensamente y el agua rebosaba los desagües y estropeaba cosas de irreemplazable valor histórico.

Las campaneras y Finch seguían con lo suyo, tocando los cambios uno tras otro en su orden determinado, doblando las rodillas y ceñidas a sus campanas, como Montoya a su trabajo. El sonido se repetía insistentemente, plomizo, a través de la lluvia, como un rebato, como un grito de socorro.

T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL

(066440-066879)

Nochebuena de 1320 (Calendario Antiguo). No tengo tanto tiempo como creía. Acabo de regresar de la cocina y Rosemund me ha dicho que lady Imeyne quería verme. Conversaba animadamente con el enviado del obispo, y por su expresión supuse que estaba catalogando los pecados del padre Roche, pero cuando Rosemund y yo nos acercamos, me señaló y dijo:

—Ésta es la mujer.

Mujer, no doncella, y su tono sonaba crítico, casi acusador. Me pregunté si le había contado al obispo su teoría de que soy una espía francesa.

—Asegura que no recuerda nada —explicó lady Imeyne—, y sin embargo puede hablar y leer. —Se volvió hacia Rosemund—. ¿Dónde está el broche?

—En mi capa. La dejé en el desván.

—Ve y tráelo.

Rosemund obedeció, de mala gana.

—Sir Bloet le regaló a mi nieta un hermoso broche con palabras en la lengua romana —dijo Imeyne en cuanto Rosemund se hubo ido. Me miró, triunfante—. Ella sabía qué significaban, y esta noche en la iglesia murmuró las palabras de la misa antes de que el cura las pronunciara.

—¿Quién os enseñó a leer? —preguntó el enviado del obispo, la voz pastosa por el vino.

Pensé en decir que Sir Bloet me había contado lo que significaban las palabras, pero temí que ya lo hubiera negado.

—No lo sé —respondí—. No tengo ningún recuerdo de mi vida desde que me encontraron en el bosque, pues me golpearon en la cabeza.

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