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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (70 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Hemos hecho experimentos con ratas de laboratorio en la excavación. Sólo una exposición de un cuarto de hora al virus basta para que se produzca el contagio. Kivrin estuvo directamente expuesta a la tumba durante más de tres horas. Hay un setenta y cinco por ciento de probabilidades de que contrajera el virus, y con el limitado apoyo médico del siglo
XIV
, es casi seguro que desarrolló complicaciones.

Limitado apoyo médico. Era un siglo que había suministrado a la gente sanguijuelas y estricnina, que nunca había oído hablar de esterilización, gérmenes ni leucocitos-T. Le habrían puesto apestosas cataplasmas y murmurado oraciones, o le habrían abierto las venas. «Y los médicos los sangraban —decía el libro de Gilchrist, dijo Montoya—, la tasa de mortalidad del virus es del cuarenta y nueve por ciento. Probabilidad…

—Probabilidad —dijo Dunworthy—. ¿Son cifras de Gilchrist?

Montoya miró a Colin y frunció el ceño.

—Hay una probabilidad del setenta y cinco por ciento de que Kivrin haya contraído el virus, y un sesenta y ocho por ciento de que quedara expuesta a la peste. La tasa de contagio de la peste bubónica es del noventa y uno por ciento, y la de mortalidad…

—No ha contraído la peste —dijo Dunworthy—. Recibió su inmunización. ¿No se lo dijeron la doctora Ahrens o Gilchrist?

Montoya volvió a mirar a Colin.

—Me advirtieron que no debía decírselo —alegó Colin, mirándola desafiante.

—¿Decirme qué? ¿Está enfermo Gilchrist? —recordó que había mirado las pantallas y luego se desplomó en sus brazos. Se preguntó si lo habría contagiado al caer.

—El señor Gilchrist murió de gripe hace tres días.

Dunworthy miró a Colin.

—¿Qué más te ordenaron que no me contaras? —exigió—. ¿Quién más ha muerto mientras yo estaba enfermo?

Montoya alzó la mano para silenciar a Colin, pero ya era demasiado tarde.

—Tía Mary.

T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL

(077076-078924)

Maisry ha huido. Roche y yo la hemos buscado por todas partes, por miedo de que hubiera caído enferma y se hubiera arrastrado hasta algún rincón, pero el senescal dijo que cuando cavaba la tumba de Walthef la había visto dirigirse al bosque. Cabalgaba el pony de Agnes.

Sólo propagará la peste, o llegará a una aldea que ya la tenga. Ahora está en todas partes. Las campanas suenan como a vísperas, pero desacompasadas, como si los campaneros se hubieran vuelto locos. Es imposible distinguir si son nueve golpes o tres. Las campanas dobles de Courcy sólo han tocado una vez esta mañana. Me pregunto si es el bebé. O una de las muchachas charlatanas.

Rosemund sigue inconsciente y su pulso es muy débil. Agnes grita y se debate en su delirio. Sigue llamándome a gritos, pero no deja que me acerque. Cuando intento hablarle, patalea y chilla como si tuviera una rabieta. Eliwys se esfuerza intentando atender a Agnes y lady Imeyne, que me grita «¡Diablo!» cuando la atiendo y casi me puso un ojo morado esta mañana. El único que me deja acercarme es el clérigo, que está más allá de los cuidados. No creo que pase de hoy. Huele tan mal que tuvimos que trasladarlo al fondo de la habitación. La buba le ha empezado a supurar otra vez.

(Pausa)

Gunni, segundo hijo del senescal.

La mujer con las cicatrices de escrófula en el cuello.

El padre de Maisry.

El monaguillo de Roche, Cob.

(Pausa)

Lady Imeyne está muy mal. Roche intentó administrarle los últimos sacramentos, pero se negó a confesarse.

—Debéis hacer las paces con Dios antes de morir —insistió Roche, pero ella volvió el rostro a la pared y dijo:

—Él tiene la culpa de todo esto.

(Pausa)

Treinta y un casos. Más del setenta y cinco por ciento. Roche ha consagrado parte del prado esta mañana porque el cementerio está casi lleno.

Maisry no ha vuelto. Probablemente está durmiendo en el sillón de alguna mansión abandonada por sus habitantes, y cuando todo esto se acabe se convertirá en antepasada de alguna rancia familia de abolengo.

Tal vez eso es lo malo de nuestra época, señor Dunworthy: fue fundada por Maisry, el enviado del obispo y sir Bloet. Y toda la gente que se quedó e intentó ayudar contrajo la peste y murió.

(Pausa)

Lady Imeyne ha caído inconsciente y Roche le está administrando los últimos sacramentos. Yo se lo pedí.

—Es la enfermedad la que habla. Su alma no se ha vuelto contra Dios —afirmé, lo cual no es cierto, y quizás ella no se merezca el perdón, pero tampoco se merece esto, su cuerpo envenenado, pudriéndose, y apenas puedo condenarla por culpar a Dios cuando yo la culpo a ella. Y nadie es responsable. Es una enfermedad.

El vino consagrado se ha acabado y no queda aceite de oliva. Roche utiliza aceite de cocinar. Huele a rancio. Cuando le toca las sienes y las palmas de las manos, su piel se vuelve negra.

Es una enfermedad.

(Pausa)

Agnes ha empeorado. Es horrible mirarla, allí tendida y jadeando como su pobre cachorrito.

—¡Decidle a Kivrin que venga a buscarme! ¡No me gusta estar aquí! —grita.

Ni siquiera Roche puede soportarlo.

—¿Por qué nos castiga así Dios? —me preguntó.

—No lo hace. Es una enfermedad —repetí. Pero no es ninguna enfermedad, y él lo sabe.

Toda Europa lo sabe, y la Iglesia lo sabe también. Continuará durante unos cuantos siglos más, poniendo excusas, pero no puede ocultar el hecho esencial: que El dejó que esto pasara. No viene a rescatar a nadie.

(Pausa)

Las campanas han cesado. Roche me preguntó si creía que era un signo de que la epidemia ha terminado.

—Después de todo, quizá Dios ha podido venir a ayudarnos —aventuró.

No lo creo. En Tournai las autoridades eclesiásticas ordenaron que cesaran las campanas porque el sonido asustaba a la gente. Tal vez el obispo de Bath ha hecho lo mismo.

Desde luego, el sonido era pavoroso, pero el silencio es aún peor. Es como el fin del mundo.

30

Mary murió al principio de la enfermedad de Dunworthy. Contrajo la gripe el día en que llegó el análogo. Desarrolló neumonía casi inmediatamente, y al segundo día su corazón se detuvo. El seis de enero. Epifanía.

—Tendrías que habérmelo dicho —se lamentó Dunworthy.

—Se lo dije —protestó Colin—. ¿No lo recuerda?

Él no recordaba nada, no había visto ninguna advertencia ni siquiera en el hecho de que la señora Gaddson tuviera libre acceso a su habitación, ni cuando Colin dijo que no le permitían decirle nada. No le había parecido extraño que ella no hubiera venido a verlo.

—Se lo dije cuando se puso enferma —aseguró Colin—, y también cuando se murió, pero estaba usted demasiado débil para importarle.

Pensó en Colin esperando ante la habitación de ella, aguardando noticias y luego velándolo junto a su cama, deseando que le dijera «Lo siento, Colin».

—No pudo evitar estar enfermo —añadió el muchacho—. No fue culpa suya.

Dunworthy le había dicho lo mismo a la señora Taylor, y ella no le creyó más que él a Colin ahora. No creía que Colin lo creyera tampoco.

—No importa —prosiguió Colin—. Todo el mundo fue muy amable excepto la enfermera jefa. No me dejó decírselo ni siquiera cuando se puso usted mejor, pero todo el mundo fue amable excepto la fiera. Se pasaba las horas leyéndome las Escrituras sobre cómo Dios castiga a los malvados. El señor Finch llamó a mi madre, pero ella no pudo venir y Finch se encargó de todos los preparativos del funeral. Fue muy amable. Las americanas también. Me dieron un montón de dulces.

—Lo siento —dijo Dunworthy entonces, y después de que Colin se marchara, expulsado por la vieja enfermera—. Lo siento.

Colin no volvió, y Dunworthy no sabía si la enfermera le había prohibido acceder al hospital o si, a pesar de lo que decía, Colin no lo perdonaba.

Había abandonado al muchacho, lo había dejado a merced de la señora Gaddson, de la enfermera y de los médicos que no querían decirle nada. Había ido a un sitio donde nadie podía alcanzarlo, tan incomunicado como Basingame, que seguía pescando salmones en algún río de Escocia. Y no importaba lo que dijera Colin, el muchacho pensaba que si Dunworthy lo hubiera deseado realmente, con enfermedad o sin ella, podría haber estado allí para ayudarlo.

—Usted también cree que Kivrin ha muerto, ¿verdad? —le preguntó después de que se marchara Montoya.

—Me temo que sí.

—Pero dijo usted que no podía contraer la peste. ¿Y si no está muerta? ¿Y si está en el lugar de encuentro ahora mismo, esperándolo?

—Estaba contagiada por la infección, Colin.

—Usted también, y no se ha muerto. Tal vez ella tampoco. Creo que debería ir a ver a Badri por si se le ocurre alguna idea. Tal vez pueda conectar la máquina de nuevo o algo así.

—No lo comprendes. No es como una linterna de bolsillo. El ajuste no puede ser conectado otra vez.

—Bueno, pero a lo mejor podría hacer otro. Un ajuste nuevo, a la misma época.

A la misma época. Un lanzamiento, incluso cuando las coordenadas ya eran conocidas, tardaba días en ser establecido. Y Badri no tenía las coordenadas, sólo tenía la fecha. Podía establecer un nuevo grupo de coordenadas basándose en la fecha, si las situacionales habían permanecido igual, si Badri en su fiebre no las había confundido también y si las paradojas permitían un segundo lanzamiento.

No había forma de explicárselo a Colin, no había forma de decirle que Kivrin no podría haber sobrevivido a la influenza en un siglo donde el tratamiento habitual era hacer sangrías.

—No funcionará, Colin —suspiró, demasiado cansado para explicar nada—. Lo siento.

—¿Entonces, la va a dejar allí, aunque no esté muerta? ¿Ni siquiera piensa preguntárselo a Badri?

—Colin…

—Tía Mary lo hizo todo por usted. ¡No se rindió!

—¿Qué está pasando aquí? —profirió la enfermera, que entró con una serie de crujidos—. Si continúas molestando al paciente, tendré que pedirte que te marches.

—Me marchaba ya de todas formas —replicó Colin, y se fue.

No había vuelto esa tarde ni por la noche, ni tampoco a la mañana siguiente.

—¿Se me permiten visitas? —le preguntó Dunworthy a la enfermera de William cuando le tocó el turno.

—Sí —dijo ella, mirando las pantallas—. Una persona está esperando para verle.

Era la señora Gaddson. Ya tenía la Biblia abierta.

—Lucas, capítulo 23, versículo 33 —dijo, mirándolo pestíferamente—. Ya que está tan interesado en la crucifixión. «Y cuando llegaron al lugar llamado Calvario, lo crucificaron.»

Si Dios hubiera sabido dónde estaba Su Hijo, nunca habría dejado que le hicieran eso. Le habría salvado, habría ido y le habría rescatado.

Durante la Peste Negra, los contemporáneos pensaban que Dios les había abandonado. «¿Por qué nos vuelves el rostro? —habían escrito—. ¿Por qué ignoras nuestros lamentos?» Pero tal vez Él no los había oído. Tal vez estaba inconsciente, enfermo en el cielo, indefenso e incapaz de acudir.

—«Y hacia el mediodía las tinieblas cubrieron la tierra hasta las tres de la tarde —leyó la señora Gaddson—. Y el sol se eclipsó…»

Los contemporáneos creyeron que era el fin del mundo, que había llegado el Armageddon, que Satán había triunfado por fin. Lo hizo, pensó Dunworthy. Cerró la red. Perdió el ajuste.

Pensó en Gilchrist. Se preguntó si había advertido lo que había hecho antes de morir o si falleció inconsciente y ajeno, ignorando que había asesinado a Kivrin.

—«Y Jesús los llevó hasta cerca de Betania, alzó las manos y los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos y subió al cielo.»

Se separó de ellos y subió al cielo. Dios fue a buscarlo, pensó Dunworthy. Pero demasiado tarde. Demasiado tarde.

Ella siguió leyendo hasta que la enfermera de William entró en el turno.

—Hora de dormir —anunció cortante, y echó a la señora Gaddson. Se acercó a la cama, le quitó la almohada de debajo de la cabeza y le dio unos golpéenos.

—¿Ha venido Colin? —preguntó él.

—No lo he visto desde ayer —dijo ella, y volvió a colocarle la almohada bajo la cabeza—. Ahora tiene que dormir un poco.

—¿No ha estado aquí la señora Montoya?

—Desde ayer, no. —Le tendió una cápsula y un vaso de papel.

—¿Ha habido algún mensaje?

—Ninguno. —Recogió el vaso vacío—. Trate de dormir.

Ningún mensaje. «Intentaré que me entierren en el cementerio de la iglesia», le había dicho Kivrin a Montoya, pero en las iglesias ya no cabía ningún cadáver. Acabaron enterrando a las víctimas de la peste en zanjas, en trincheras. Las arrojaban al río. Al final, ni siquiera las enterraban. Las amontonaban y les prendían fuego.

Montoya nunca encontraría el grabador. Y si lo hacía, ¿cuál sería el mensaje? «Fui al lugar de recogida, pero no se abrió. ¿Qué ha pasado?» La voz de Kivrin alzándose llena de pánico, de reproche, gimiendo: «Eloi, Eloi, ¿por qué me has abandonado?»

La enfermera de William le hizo sentarse en una silla para que comiera el almuerzo. Mientras se terminaba unas ciruelas escarchadas, llegó Finch.

—Casi nos hemos quedado sin fruta en lata —dijo, señalando la bandeja de Dunworthy—. Y papel higiénico. No tengo ni idea de cómo esperan que empecemos el trimestre. —Se sentó al pie de la cama—. La Universidad ha dispuesto el principio del trimestre para el día veintiuno, pero no podremos estar listos para esa fecha. Todavía tenemos cincuenta pacientes en Salvin, las vacunas en masa apenas han comenzado, y no estoy tan seguro de que hayamos visto el último caso de gripe.

—¿Y Colin? ¿Está bien?

—Sí, señor. Estuvo un poco melancólico cuando la doctora Ahrens murió, pero se ha animado bastante desde que usted se ha recuperado.

—Quiero darle las gracias por haberle ayudado. Colin me dijo que usted se encargó del funeral.

—Oh, me alegré de hacerlo, señor. No tiene a nadie más, ¿sabe? Estaba convencido de que su madre vendría cuando el peligro pasó, pero ella le dijo que le resultaba demasiado complicado hacer los preparativos con tan poco tiempo. Ni siquiera envió flores bonitas. Lirios y flores láser. Celebramos el servicio en la capilla de Balliol. —Se rebulló en la cama—. Oh, hablando de Balliol, espero que no le importe, pero le he dado permiso a la Santa Re-Formada para que lo utilice para un concierto de campanillas el día quince. Las campaneras americanas van a interpretar
When at Last My Savior Cometle
de Rimbaud, y el ministerio ha requerido, Santa Re-Formada como centro de vacunación. Espero que no le importe.

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