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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (54 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Lanzó un salvaje golpe —dijo Gawyn, quien se levantó para ilustrar su historia—, y si me hubiera alcanzado con la misma habilidad con que esquivó, me habría partido la cabeza en dos.

—Lady Katherine —dijo Imeyne. Se había levantado y la llamaba. El enviado del obispo la miraba con interés, y el corazón empezó a latirle con fuerza. Se preguntó qué se les habría ocurrido, pero antes de que Kivrin cruzara el salón, Imeyne se le acercó con un paquetito envuelto en lino en la mano.

—Quiero que llevéis esto al padre Roche para la misa —dijo, y desplegó el lino para que Kivrin viera las velas de cera que había en el interior—. Ordenadle que las ponga en el altar y decidle que no las apague con los dedos, pues se rompe el pabilo. Ordenadle que prepare la iglesia para que el enviado del obispo pueda decir la misa de Navidad. Quiero que la iglesia parezca la casa del Señor, no una pocilga. Y ordenadle que se ponga una túnica limpia.

Vaya, por fin has conseguido tener una misa apropiada, pensó Kivrin, mientras atravesaba el patio. Y te has librado de mí. Todo lo que necesitas ahora es deshacerte de Roche, convencer al enviado del obispo para que lo destituya o se lo lleve a la abadía de Bicester.

En el prado no había nadie. La hoguera moribunda fluctuaba pálidamente a la luz gris del amanecer, y la nieve que se había fundido a su alrededor volvía a congelarse en los charcos. Los aldeanos debían de haberse acostado, y Kivrin se preguntó si el padre Roche lo habría hecho también, pues de su casa no salía humo y no obtuvo respuesta cuando llamó a la puerta. Siguió el sendero y entró en la iglesia por la puerta lateral. El interior seguía oscuro y hacía más frío que durante la noche.

—Padre Roche —llamó Kivrin en voz baja, tanteando el camino mientras se acercaba a la imagen de santa Catalina.

Él no contestó, pero Kivrin oyó el murmullo de su voz. Estaba tras la reja, arrodillado ante el altar.

—Guía a quienes han viajado hasta tan lejos para que regresen a salvo a sus casas y protégelos del peligro y la enfermedad durante el camino —decía, y su suave voz le recordó la noche en que ella estuvo tan grave, firme y reconfortante a través de las llamas. También recordó al señor Dunworthy. No volvió a llamar al sacerdote, sino que se quedó donde estaba, apoyada contra la estatua helada, escuchando su voz en la oscuridad.

—Sir Bloet y su familia vinieron desde Courcy para la misa, y todos sus criados, y Theodulf Freeman de Henefelde. La nieve cesó anteayer, y los cielos se mostraron claros para la noche del Santo Nacimiento de Cristo.

Hablaba con aquella voz cotidiana, como cuando ella se dirigía al grabador. La lista de asistentes a la misa y el informe del tiempo.

La luz empezaba a filtrarse ahora por las ventanas y lo distinguió a través del entramado de la reja, con la túnica deshilachada y sucia por el dobladillo; tenía la cara tosca y de aspecto cruel comparada con el aristocrático enviado, el delgado clérigo.

—Esta bendita noche, cuando terminó la misa, llegó un enviado del obispo con dos sacerdotes, los tres de gran sabiduría y bondad —
rezaba
. Roche.

No te dejes engañar por los oropeles y las ropas lujosas, pensó Kivrin. Tú vales por diez de ellos. «El enviado del obispo dirá la misa de Navidad», había dicho Imeyne, y no parecía preocupada en absoluto por el hecho de que no hubiera ayunado o se hubiera molestado en ir a la iglesia para prepararse para la misa. Vales por cincuenta de ellos. Por cien.

—Dicen que hay enfermedad en Oxenford. Tord el campesino se encuentra mejor, aunque le aconsejé que no viniera a la misa. Uctreda estaba demasiado débil para venir. Le llevé sopa, pero no se la tomó. Walthef cayó vomitando tras el baile por haber bebido demasiada cerveza. Gytha se quemó la mano al coger una rama de la hoguera. No temeré, aunque vengan los últimos días, los días de la ira y el juicio final, pues Tú has enviado mucha ayuda.

Mucha ayuda. No tendría ninguna ayuda si ella seguía allí escuchándole mucho más tiempo. El sol había salido ya y a la luz rosácea y dorada de las ventanas distinguió la cera derretida en los candelabros, sus bases deslucidas, un gran pegote de cera en el paño del altar. El día de la ira y el juicio final serían las palabras adecuadas para lo que sucedería si la iglesia tenía aquel mismo aspecto cuando Imeyne viniera a la misa.

—Padre Roche —llamó.

El sacerdote se volvió inmediatamente y entonces intentó levantarse, pero tenía las piernas entumecidas por el frío. Parecía sobresaltado, incluso asustado.

—Soy Katherine —le dijo Kivrin rápidamente, y avanzó a la luz de una de las ventanas para que él la viera.

Roche se santiguó, todavía con aspecto asustado, y ella se preguntó si se había quedado adormilado durante sus oraciones y no había despertado del todo aún.

—Lady Imeyne me envía con velas —explicó ella, mientras rodeaba la reja para acercarse a él—. Me ordenó que os dijera que las pusierais en los candelabros de plata a cada lado del altar. Me ordenó que os dijera…

Se detuvo, avergonzada de tener que comunicar los edictos de Imeyne.

—He venido a ayudaros a preparar la iglesia para la misa. ¿Qué queréis que haga? ¿Pulo los candelabros? —Le tendió las velas.

Él no las cogió ni dijo nada, y ella frunció el ceño, preguntándose si en su ansiedad por protegerlo de la ira de Imeyne había quebrantado alguna regla. No se permitía que las mujeres tocaran los elementos o los cálices de la misa. Tal vez tampoco se les permitía tocar los candelabros.

—¿No se me permite ayudar? ¿No debería haber entrado en el presbiterio?

Roche pareció recuperarse súbitamente.

—No hay ningún sitio donde los siervos de Dios no puedan ir —la tranquilizó. Cogió las velas y las colocó sobre el altar—. Pero alguien como vos no debería hacer un trabajo tan humilde.

—Es trabajo de Dios —sonrió ella, animada. Sacó las velas medio consumidas del pesado candelabro. La cera se había vertido por los lados—. Necesitaremos un poco de arena, y un cuchillo para rascar la cera.

Roche salió inmediatamente, y mientras estuvo fuera, Kivrin sacó las velas de la reja y las sustituyó por las velas de sebo.

El sacerdote llegó con la arena, un puñado de trapos sucios, y un pobre remedo de cuchillo. Pero servía para cortar la cera, y Kivrin empezó por el mantel del altar. Fue rascando la mancha de cera, preocupada porque no tenían mucho tiempo. No parecía que el enviado del obispo tuviera mucha prisa por levantarse del sillón y empezar a prepararse para la misa, pero quién sabía cuánto podría aguantar a Imeyne.

Yo tampoco tengo tiempo, pensó, cuando empezaba con los candelabros. Se había dicho que tenía tiempo de sobra, pero había pasado toda la noche persiguiendo a Gawyn y ni siquiera había conseguido acercarse a él. Y al día siguiente Gawyn bien podría decidir irse a cazar o rescatar damiselas en peligro, o el enviado del obispo y su cuadrilla tal vez acabarían con el vino y decidirían marcharse a buscar más, llevándosela consigo.

«No hay ningún sitio donde los siervos de Dios no puedan ir», había dicho el padre Roche. Excepto al lugar de recogida. Excepto a casa.

23

Frotó enérgicamente con la arena mojada la cera pegada en el borde del candelabro, y un pedazo salió volando y golpeó la vela que Roche estaba rascando.

—Lo siento —dijo—. Lady Imeyne… —se detuvo.

No tenía sentido contarle que iban a llevársela. Si intercedía por ella ante lady Imeyne sólo empeoraría las cosas, y no quería que lo desterraran a Osney por intentar ayudarla.

Él esperaba a que terminara la frase.

—Lady Imeyne me ordenó que os dijera que el enviado del obispo dirá la misa de Navidad.

—Será una bendición oír a su eminencia el día del Nacimiento de Cristo Jesús —dijo él, y soltó el cáliz pulido.

El día del nacimiento de Cristo Jesús. Intentó imaginar St. Mary’s tal como estaría esa mañana: la música y el calor, las velas láser destellando en los candelabros de acero inoxidable, pero era como algo que hubiera imaginado, intangible e irreal.

Dispuso los dos candelabros uno a cada lado del altar. Brillaron sombríos con las luces multicolores de las velas. Colocó tres de las velas de Imeyne en ellos y movió el izquierdo un poco más cerca del altar para que quedaran simétricos.

No podía hacer nada con la sotana de Roche, pues Imeyne sabía bien que era la única que tenía. Tenía arena mojada en la manga, y se la frotó con la mano.

—Debo ir a despertar a Agnes y Rosemund para la misa —dijo ella, frotándole la parte delantera de la sotana, y luego continuó, casi sin querer—: Lady Imeyne ha pedido al enviado del obispo que me lleven con ellos al convento de Godstow.

—Dios os ha enviado a este lugar para que nos ayudéis. No permitirá que os aparten de aquí.

Ojalá pudiera creerte, pensó Kivrin mientras regresaba por el prado. Seguía sin haber señal de vida, aunque salía humo de un par de tejados y habían soltado a la vaca, que mordisqueaba la hierba cerca de la hoguera, donde la nieve se había derretido. Quizás están todos dormidos y pueda despertar a Gawyn y preguntarle dónde está el lugar, pensó, y vio que Rosemund y Agnes se dirigían hacia ella. Tenían un aspecto lamentable. El vestido de terciopelo verde de Rosemund estaba cubierto de briznas de paja, y Agnes tenía todo el cabello cubierto de polvo de heno. La pequeña se zafó de Rosemund en cuanto vio a Kivrin y salió corriendo hacia ella.

—Tendrías que estar dormida —dijo Kivrin, y le sacudió la saya para quitarle la paja.

—Han venido unos hombres. Nos han despertado.

Kivrin miró a Rosemund.

—¿Ha llegado vuestro padre?

—No. No sé quiénes son. Creo que deben ser sirvientes del enviado del obispo.

Lo eran. Había cuatro monjes, aunque no eran de la orden cisterciense, y dos burros cargados. Era evidente que sólo ahora alcanzaban a su señor.

Mientras Kivrin y las niñas observaban, descargaron dos grandes cofres, varias bolsas de arpillera y un enorme barril de vino.

—Parece que piensan quedarse bastante tiempo —comentó Agnes.

—Sí —contestó Kivrin. Dios os ha enviado a este lugar. No permitirá que os aparten de aquí—. Vamos —dijo alegremente—. Te peinaré.

Llevó a Agnes dentro de la casa y la lavó. El sueño no había mejorado la disposición de la niña, que se negó a quedarse quieta mientras Kivrin la peinaba. Tardó hasta la misa en quitarle toda la paja y la mayoría de las marañas, y Agnes estuvo quejándose todo el camino hasta la iglesia.

Al parecer había ropa además de vino en el equipaje del enviado, pues ahora llevaba una casulla de terciopelo negro sobre sus deslumbrantes vestiduras blancas, y el monje resplandecía con adornos de seda y bordados de oro. El clérigo no estaba en ninguna parte, y tampoco el padre Roche, probablemente exiliado debido a su sotana sucia. Kivrin miró hacia el fondo de la iglesia, esperando que le hubieran permitido ver toda esta santidad, pero no lo localizó entre los aldeanos.

Tampoco tenían muy buen aspecto, y evidentemente alguno de ellos sufría una buena resaca. Como el enviado del obispo. Recitó las palabras de la misa sin entonación ninguna y con un acento que Kivrin apenas logró descifrar. No se parecía en nada al latín del padre Roche. Ni al que Latimer y el sacerdote de Santa Re-Formada le habían enseñado. Las vocales eran todas distintas y la «c» de
excelsis
sonaba casi como una «z». Pensó en Latimer insistiéndole en las vocales largas, en el sacerdote de Santa Re-Formada haciendo hincapié en la «c de casa», en «el verdadero latín».

Y esto era el verdadero latín, pensó. «No os dejaré», había dicho Roche. «No tengáis miedo», había dicho. Y yo le comprendí.

A medida que la misa avanzaba, el enviado fue cantando cada vez más rápido, como si estuviera deseando acabar de una vez. Lady Imeyne no dio muestras de darse cuenta.

Parecía muy tranquila, convencida de haber actuado correctamente, y asintió aprobando el sermón, que parecía tratar sobre olvidar las cosas terrenales.

Sin embargo, mientras salían, se detuvo en el pórtico y miró hacia el campanario, con los labios fruncidos en un gesto de desaprobación. ¿Y ahora qué?, pensó Kivrin. ¿Una mota de polvo en la campana?

—¿Habéis visto qué aspecto tenía la iglesia, lady Yvolde? —dijo Imeyne, airada, a la hermana de sir Bloet por encima del tañido de la campana—. No puso velas en las ventanas del presbiterio, sino sólo lámparas de aceite, como usan los campesinos. —Se detuvo—. Debo quedarme para hablar con él de esto. Ha desgraciado nuestra casa ante el obispo.

Se encaminó hacia el campanario, con el rostro fruncido de justa ira. Y si él hubiera puesto velas en las ventanas, pensó Kivrin, habrían sido del tipo equivocado o las habría colocado en un sitio erróneo. O las habría apagado de forma incorrecta.

Deseó que hubiera algún modo de avisarle, pero Imeyne ya casi estaba a medio camino de la torre, y Agnes le tiraba insistentemente de la mano.

—Estoy cansada —dijo—. Quiero irme a la cama.

Kivrin llevó a Agnes al granero, esquivando a los aldeanos que se preparaban para una segunda ronda de fiestas. Habían echado madera al fuego, y varias de las jóvenes se habían cogido de la mano y bailaban alrededor. Agnes se acostó en el altillo, pero se levantó de nuevo antes de que Kivrin llegara a la casa, y cruzó corriendo el patio en su busca.

—Agnes —reprendió Kivrin, las manos en las caderas—. ¿Qué haces levantada? Me dijiste que estabas cansada.

—Blackie está enfermo.

—¿Enfermo? ¿Qué le pasa?

—Está enfermo —repitió Agnes. Cogió a Kivrin de la mano y la siguió hasta el granero y el altillo. Blackie yacía sobre la paja. Era un bultito sin vida—. ¿Le haréis una pócima?

Kivrin cogió al cachorro y lo soltó torpemente. Ya estaba rígido.

—Oh, Agnes, me temo que ha muerto.

Agnes se agachó y lo miró interesada.

—El capellán de la abuela murió —comentó—. ¿Tuvo Blackie fiebre?

Habían toqueteado demasiado a Blackie, pensó Kivrin. El animal había pasado de mano en mano, lo habían apretado, pisado, medio asfixiado. Muerto por un exceso de amabilidad. Y en Navidad, aunque Agnes no parecía especialmente afectada.

—¿Habrá un funeral? —preguntó, tocando la oreja de Blackie.

No, pensó Kivrin. No había enterramientos en cajas de zapatos en la Edad Media. Los contemporáneos se libraban de los animales muertos tirándolos a los matorrales, o al río.

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