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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (55 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Lo enterraremos en el bosque —dijo, aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo, pues el suelo estaría congelado—. Bajo un árbol.

Por primera vez, Agnes pareció triste.

—El padre Roche tiene que enterrar a Blackie en el cementerio.

El padre Roche haría cualquier cosa por Agnes, pero Kivrin no podía imaginarlo accediendo a dar cristiana sepultura a un animal. La idea de que los animales de compañía eran criaturas con alma no se hizo popular hasta el siglo
XIX
, y ni siquiera los Victorianos exigieron enterramientos cristianos para sus perros y gatos.

—Yo diré las oraciones por los muertos —objetó Kivrin.

—El padre Roche debe enterrarlo en el cementerio —repitió Agnes, haciendo un puchero—. Y luego debe tocar la campana.

—No podemos enterrarlo hasta después de Navidad —dijo Kivrin rápidamente—. Después de Navidad le preguntaré al padre Roche qué hacemos.

Se preguntó dónde debería poner el cadáver de momento. No podía dejarlo allí tendido mientras las niñas dormían.

—Ven, llevaremos a Blackie abajo.

Cogió al cachorro, intentando no hacer muecas de desagrado, y lo llevó escaleras abajo.

Buscó una caja o una bolsa donde meter a Blackie, pero no encontró nada. Finalmente lo puso en un rincon bajo una hoz e hizo que Agnes llevara puñados de paja para cubrirlo.

Agnes lo cubrió con la paja.

—Si el padre Roche no toca la campana por Blackie, no irá al cielo —gimoteó, y se echó a llorar.

Kivrin tardó media hora en volver a calmarla. La meció y secó su cara llorosa.

—Shh, shh.

Había ruido en el patio. Se preguntó si la celebración de la Navidad se había trasladado allí, o si los hombres salían de caza. Oyó relinchar a los caballos.

—Vamos a ver qué ocurre en el patio. Tal vez tu padre esté allí.

Agnes se incorporó, frotándose la nariz.

—Le hablaré de Blackie —dijo, y se levantó del regazo de Kivrin.

Salieron. El patio estaba lleno de gente y caballos.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Agnes.

—No lo sé —respondió Kivrin, pero estaba claro lo que hacían. Cob sacaba del establo el corcel blanco del enviado, y los criados transportaban las bolsas y cajas que habían desempaquetado por la mañana temprano. Lady Eliwys estaba en la puerta, mirando ansiosamente el patio.

—¿Se marchan? —preguntó Agnes.

—No —dijo Kivrin. No. No pueden marcharse. No sé dónde está el lugar.

El monje salió, vestido con el hábito blanco y la capa. Cob regresó al establo y volvió a salir, guiando a la yegua que Kivrin había montado cuando fueron a buscar acebo y cargado con una silla de montar.

—Se marchan —dijo Agnes.

—Lo sé. Ya lo veo.

Kivrin esquivó a dos de los criados de sir Bloet, que cargaban un cofre.

—Al altillo.

Agnes se detuvo en seco.

—¡No quiero acostarme! —gimió—. No estoy cansada.

—¡Lady Katherine! —gritó alguien desde el patio.

Kivrin cogió a Agnes en brazos y corrió hacia el granero.

—¡No estoy cansada! —chilló Agnes—. ¡No lo estoy!

Rosemund corrió junto a ella.

—¡Lady Katherine! ¿No me oís? Madre os busca. El enviado del obispo se marcha. —Cogió a Kivrin por el brazo y la hizo volverse hacia la casa.

Eliwys estaba todavía en la puerta, mirándolas, y el enviado del obispo había salido y se encontraba junto a ella, con la capa roja. Kivrin no vio a Imeyne por ninguna parte. Probablemente estaba dentro, empaquetando la ropa de Kivrin.

—El enviado del obispo tiene asuntos urgentes en el priorato de Bernecestre —explicó Rosemund, mientras conducía a Kivrin a la casa—, y sir Bloet se va con ellos. —Sonrió feliz—. Sir Bloet dice que los acompañará a Courcy para que puedan descansan allí esta noche y llegar a Bernecestre mañana.

Bernecestre. Bicester. Al menos no era Godstow. Pero Godstow estaba de camino.

—¿Qué asuntos?

—No lo sé —contestó Rosemund, como si eso careciera de importancia, y Kivrin supuso que para ella así era. Sir Bloet se marchaba, y eso era lo único que contaba. Rosemund se dirigió felizmente a través de la aglomeración de sirvientes, equipaje y caballos hacia su madre.

El enviado del obispo hablaba a uno de sus criados, y Eliwys le observaba, con el ceño fruncido. Ninguno de ellos la vería si se daba la vuelta y se metía rápidamente tras las puertas abiertas del establo, pero Rosemund seguía agarrándola de la manga y la empujaba hacia delante.

—Rosemund, debo volver al granero. He dejado mi capa…

—¡Madre! —gritó Agnes. Salió corriendo hacia Eliwys y estuvo a punto de chocar con uno de los caballos. El animal relinchó y sacudió la cabeza, y un criado se lanzó para cogerle la brida.

—¡Agnes! —gritó Rosemund y soltó la manga de Kivrin, pero ya era demasiado tarde. Eliwys y el enviado del obispo las habían visto y se dirigían hacia ellas.

—No debes correr entre los caballos —advirtió Eliwys, abrazando a Agnes.

—Mi perro ha muerto.

—Ésa no es razón para correr —la regañó Eliwys, y Kivrin comprendió que ni siquiera había oído lo que le dijo la niña. Eliwys se volvió hacia el enviado del obispo.

—Decidle a vuestro esposo que agradecemos que nos hayáis prestado vuestros caballos, para que los nuestros puedan descansar para el viaje a Bernecestre —dijo, y también parecía distraído—. Enviaré a un criado a buscarlos desde Courcy.

—¿Quieres ver a mi perro? —preguntó Agnes, tirando de la falda de su madre.

—Silencio —exigió Eliwys.

—Mi clérigo no cabalgará con nosotros esta tarde. Me temo que se puso demasiado alegre ayer y ahora siente el dolor de tanta bebida. Apelo a vuestra indulgencia, buena señora, para que pueda quedarse y seguirnos cuando se haya recuperado.

—Por supuesto que puede quedarse. ¿Hay algo que podamos hacer para ayudarle? La madre de mi esposo…

—No. Dejadle tranquilo. No hay nada que pueda ayudar a una cabeza dolorida excepto un buen sueño. Estará bien por la noche —respondió. Parecía que también él había bebido demasiado. Se le veía nervioso, distraído, como si tuviera dolor de cabeza, y su rostro aristocrático tenía un tono grisáceo a la brillante luz de la mañana. Tiritó y se arrebujó en su capa.

Ni siquiera miró a Kivrin, y ella se preguntó si en su prisa había olvidado la promesa que le hizo a lady Imeyne. Miró ansiosamente hacia la puerta, esperando que Imeyne estuviera todavía regañando a Roche y no apareciera de repente para recordárselo.

—Lamento que mi esposo no esté aquí —dijo Eliwys—, y que no pudiéramos daros una bienvenida mejor. Mi esposo…

—Debo ver a mis criados —la interrumpió él. Extendió la mano y Eliwys se arrodilló y le besó el anillo. Antes de que pudiera levantarse, el enviado del obispo ya se había encaminado hacia el establo. Eliwys le miró, preocupada.

—¿Quieres verlo? —preguntó Agnes.

—Ahora no. Rosemund, debes despedirte de sir Bloet y lady Yvolde.

—Está frío —insistió Agnes.

Eliwys se volvió hacia Kivrin.

—Lady Katherine, ¿sabéis dónde está lady Imeyne?

—Se quedó en la iglesia —dijo Rosemund.

—Quizás esté rezando todavía —aventuró Eliwys. Se puso de puntillas y escrutó el patio abarrotado—. ¿Dónde está Maisry?

Escondida, pensó Kivrin, que es como debería estar yo.

—¿Quieres que la busque? —se ofreció Rosemund.

—No. Despídete de sir Bloet. Lady Katherine, id a la iglesia y traed a lady Imeyne para que pueda despedirse del enviado del obispo. Rosemund, ¿por qué estás todavía ahí? Ve a despedirte de tu prometido.

—Encontraré a lady Imeyne —dijo Kivrin, pensando: atravesaré el portalón, y si está todavía en la iglesia, me esconderé entre las chozas e iré al bosque.

Dio media vuelta. Dos de los sirvientes de sir Bloet se debatían con un pesado cofre.

Lo soltaron de golpe ante ella, y se volcó a un lado. Kivrin retrocedió y los rodeó, intentando ocultarse tras los caballos.

—¡Esperad! —llamó Rosemund, alcanzándola. La cogió por la manga—. Debéis venir conmigo a despediros de sir Bloet.

—Rosemund… —dijo Kivrin, mirando hacia el portalón.

Lady Imeyne lo atravesaría de un momento a otro, aferrada a su Libro de las Horas.

—Por favor. —Rosemund parecía pálida y asustada.

—Rosemund…

—Sólo será un momento, y luego podréis traer a la abuela. —Arrastró a Kivrin hacia el establo—. Venga. Vamos ahora que su cuñada está con él.

Sir Bloet esperaba a que ensillaran su caballo y charlaba con la dama de la cofia sorprendente. No era menos enorme esta mañana, pero era evidente que se la había puesto demasiado deprisa. Estaba bastante inclinada a un lado.

—¿Qué es ese asunto urgente del enviado del obispo? —preguntaba. Sir Bloet sacudió la cabeza, frunció el ceño, y entonces sonrió a Rosemund y avanzó un paso. Ella retrocedió, agarrando con fuerza el brazo de Kivrin.

La cuñada inclinó la toca ante Rosemund y continuó hablando.

—¿Ha recibido noticias de Bath?

—No llegó ningún mensajero anoche, ni tampoco esta mañana.

—Si no ha recibido ningún mensaje, ¿por qué no comentó este urgente asunto cuando llegó? —preguntó la cuñada.

—No lo sé —replicó él, impaciente—. Esperad. Debo despedirme de mi prometida. —Cogió la mano de Rosemund, y Kivrin advirtió el esfuerzo que ella hizo para no retirarla.

—Adiós, sir Bloet —dijo, envarada.

—¿De esta manera te despedirías de tu esposo? ¿No le darás un beso?

Rosemund avanzó y le estampó un rápido beso en la mejilla, luego retrocedió de inmediato y se puso fuera de su alcance.

—Os doy las gracias por vuestro regalo —dijo.

Bloet dejó de mirar su pálida carita y contempló el cuello de la capa.

—«Estás aquí en lugar del amigo que amo» —dijo, acariciando la joya.

Agnes llegó corriendo y gritando.

—¡Sir Bloet! ¡Sir Bloet!

Él la cogió y la alzó en brazos.

—He venido para despedirme. Mi perro ha muerto.

—Te traeré un perro nuevo como regalo de bodas si me das un beso.

Agnes le rodeó el cuello con los brazos y le plantó un ruidoso beso en cada una de las rubicundas mejillas.

—No eres tan avara con tus besos como tu hermana —comentó él, mirando a Rosemund. Soltó a Agnes—. ¿O le darás a tu marido dos besos también?

Rosemund guardó silencio.

Él avanzó y acarició el broche.


«lo suiicien lui dami amo»
—dijo. Le colocó las manos sobre los hombros—. Piensa en mí cada vez que lleves el broche. —Se inclinó hacia delante y la besó en la garganta.

Rosemund no se apartó, pero el color desapareció de su rostro.

Él la soltó.

—Vendré a buscarte en Pascua —prometió, aunque sonó como una amenaza.

—¿Me traeréis un perro negro? —preguntó Agnes.

Lady Yvolde llegó entonces, refunfuñando.

—¿Qué han hecho tus criados con mi capa de viaje?

—Yo os la traeré —se ofreció Rosemund, y corrió hacia la casa. Kivrin la siguió.

—He de encontrar a lady Imeyne —dijo Kivrin, en cuanto estuvieron a salvo de sir Bloet—. Mira, están a punto de partir.

Era cierto. El grupo de sirvientes y cajas y caballos había formado una hilera, y Cob había abierto la puerta. Los caballos que los tres reyes habían montado la noche anterior estaban cargados de cofres y bolsas, las riendas atadas unas a otras. La cuñada de sir Bloet y sus hijas ya habían montado, y el enviado del obispo se encontraba de pie junto a la yegua de Eliwys, tensando la cincha.

Sólo unos cuantos minutos más, pensó Kivrin, que se quede en la iglesia unos cuantos minutos más, y ya se habrán ido.

—Tu madre me pidió que buscara a lady Imeyne.

—Primero debéis venir conmigo al salón. —A Rosemund aún le temblaba la mano.

—Rosemund, no hay tiempo…

—Por favor. ¿Y si él entra en el salón y me encuentra?

Kivrin pensó en sir Bloet besándole la garganta.

—Te acompañaré, pero debemos darnos prisa.

Cruzaron corriendo el patio, atravesaron la puerta y estuvieron a punto de chocar con el monje gordo, que bajaba de la habitación de Rosemund y parecía furioso o con resaca. Salió al patio sin mirarlas siquiera.

No había nadie más en el salón. La mesa estaba todavía cubierta de copas y bandejas de comida, y el fuego humeaba, desatendido.

—La capa de lady Yvolde está en el desván —dijo Rosemund—. Esperadme.

Subió la escalerilla como si la persiguiera sir Bloet.

Kivrin se asomó a la puerta. No vio el pasaje. El enviado del obispo estaba de pie junto a la yegua de Eliwys, con una mano en el pomo de la silla, escuchando al monje, que le hablaba agitadamente. Kivrin miró las escaleras y la puerta cerrada de la habitación, preguntándose si sería verdad que el clérigo tenía resaca o si se había peleado con su superior. Los gestos del monje eran obviamente inquietos.

—Aquí está —dijo Rosemund, agarrando la capa con una mano y la escalerilla con la otra—. Tendré que llevársela a lady Yvolde. Sólo será un momento.

Era la oportunidad que Kivrin estaba esperando.

—Yo lo haré —dijo. Cogió la pesada capa y salió. En cuanto estuviera fuera, le daría la capa al sirviente más cercano para que se la entregara a la hermana de Bloet y se encaminaría directamente al pasaje. Que se quede en la iglesia unos cuantos minutos más, rezó. Así podré llegar al prado. Salió por la puerta y se topó con lady Imeyne.

—¿Por qué no estáis preparada para marchar? —preguntó Imeyne, mirando la capa—. ¿Dónde está vuestra capa?

Kivrin observó al enviado del obispo. Tenía las dos manos sobre el pomo de la silla y se aupaba con la ayuda de Cob. El fraile ya había montado.

—Tengo la capa en la iglesia. La cogeré.

—No queda tiempo. Ya se marchan.

Kivrin miró desesperada al patio, pero todos se hallaban fuera de su alcance: Eliwys estaba con Gawyn junto al establo, Agnes charlaba animadamente con una de las sobrinas de sir Bloet, y no se veía a Rosemund por ninguna parte. Posiblemente estaba todavía escondida en la casa.

—Lady Yvolde me pidió que le llevara su capa —adujo Kivrin.

—Maisry puede llevársela —replicó Imeyne—. ¡Maisry!

Que esté todavía escondida, rezó Kivrin.

—¡Maisry! —gritó Imeyne, y Maisry salió cojeando de la puerta del lagar, cubriéndose la oreja. Lady Imeyne le quitó a Kivrin la capa y se la entregó a Maisry—. Deja de hacer el vago y llévale esto a lady Yvolde —ordenó.

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