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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (50 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—¿Puedes prepararnos un pabellón? —preguntó. Las visuales habían vuelto. Parecía como si ella hubiera dormido con su RPE puesta, y llevaba la mascarilla colgando de un lazo.

—Ya he preparado uno. Está lleno de retenidos. Hasta el momento se han presentado treinta y un casos.

—¿Tenéis espacio para preparar otro? No lo necesito todavía —dijo ella, cansada—, pero a este paso tendremos que recurrir a vosotros. Casi estamos a plena capacidad aquí, y varios miembros del personal han caído ya o se niegan a venir.

—¿No ha llegado todavía la secuencia?

—No. El WIC acaba de llamar. Tuvieron un resultado defectuoso la primera vez y han tenido que empezar de nuevo. Se supone que llegará mañana. Ahora piensan que es un virus uruguayo. —Sonrió débilmente—. Badri no ha estado en contacto con nadie de Uruguay, ¿verdad? ¿Cuándo podrás tener las camas preparadas?

—Esta noche —respondió Dunworthy, pero Finch le informó de que casi se habían quedado sin colchones plegables, y tuvo que ir al Ministerio y discutir con ellos para que le dieran una docena más. No consiguieron terminar de preparar el pabellón, en dos aulas, hasta la mañana siguiente.

Finch, mientras le ayudaba a montar los colchones y hacer las camas, anunció que casi se habían quedado sin sábanas limpias, mascarillas, y papel higiénico.

—No tenemos suficiente para los retenidos —dijo, metiendo una sábana—, mucho menos para todos estos pacientes. Y tampoco tenemos vendas.

—No es una guerra —objetó Dunworthy—. Dudo de que haya heridos. ¿Ha averiguado si alguno de los otros colegios tienen un técnico aquí en Oxford?

—Sí, señor, los telefoneé a todos, pero no encontré a ninguno. —Se puso una almohada bajo la barbilla—. He colocado carteles pidiendo que todo el mundo ahorre papel higiénico, pero de momento no ha servido de nada. Las americanas son particularmente derrochonas. —Colocó la funda sobre la sábana—. Pero lo siento por ellas. Helen cayó anoche, y no tienen sustituías.

—¿Helen?

—La señora Piantini. La tenor. Tenía fiebre de treinta y nueve punto siete. Las americanas no podrán hacer su
Chicago Surprise
.

Lo cual es probablemente una bendición, pensó Dunworthy.

—Pídales que sigan atendiendo mi teléfono, aunque ya no estén ensayando —dijo—. Espero varias llamadas importantes. ¿Volvió a telefonear Andrews?

—No, señor, todavía no. Y las visuales no funcionan. —Ahuecó la almohada—. Es una lástima lo del concierto. Pueden hacer
Stedmans
, claro, pero eso ya no se lleva. Es una pena que no haya una solución alternativa.

—¿Consiguió la lista de técnicos?

—Sí, señor —respondió Finch, luchando con un colchón que se resistía. Indicó con la cabeza—. Está junto a la pizarra.

Dunworthy recogió los papeles y miró el que encabezaba el grupo. Estaba lleno de columnas de números, todos ellos con los dígitos del uno al seis, en orden diverso.

—No es eso —advirtió Finch, recogiendo los papeles—. Son los cambios para el
Chicago Surprise
. —Le tendió a Dunworthy una sola hoja—. Aquí está. He apuntado los técnicos por colegios con sus respectivas direcciones y números de teléfono.

Colin entró. Llevaba la chaqueta mojada y traía un rollo de cinta y un bulto cubierto de plasteno.

—El vicario me pidió que pusiera esto en todos los pabellones —dijo, sacando una placa que decía: «¿Se siente desorientado? ¿Mareado? La confusión mental puede ser un primer síntoma de infección.»

Rasgó un trozo de cinta adhesiva y pegó el cartel en la pizarra.

—Los estaba colocando en el hospital, ¿y qué cree que hacía la fiera de la Gaddson? —dijo, mientras sacaba otro cartel de la caja. Decía: «Lleve puesta su mascarilla.» Lo pegó en la pared sobre el colchón que Finch estaba preparando—. Estaba leyendo la Biblia a los pacientes. —Se metió la cinta en el bolsillo—. Espero no pillarla. —Se guardó el resto de los carteles bajo el brazo y se marchó.

—Ponte la mascarilla —aconsejó Dunworthy.

Colin sonrió.

—Eso mismo me dijo la fiera. Y que el Señor aniquilaría a quienes no oyeran las palabras de los justos. —Se sacó la bufanda gris del bolsillo—. Llevo esto en vez de mascarilla —dijo, atándosela sobre la boca y la nariz al estilo bandolero.

—La tela no puede mantener a raya a los virus microscópicos —advirtió Dunworthy.

—Lo sé. Es el color. Los asusta. —Echó a correr.

Dunworthy llamó a Mary para decirle que el pabellón ya estaba listo, pero no pudo entablar comunicación, así que fue al hospital. La lluvia había remitido un poco y la gente había vuelto a salir, casi todos con mascarillas, y regresaban de la carnicería y hacían cola delante de las farmacias. Pero las calles parecían silenciosas de un modo innatural.

Alguien ha apagado el carillón, pensó Dunworthy. Casi lo lamentó.

Mary estaba en su despacho, observando una pantalla.

—La secuencia ha llegado —anunció, antes de que él pudiera informarla del pabellón.

—¿Se lo has dicho a Gilchrist? —preguntó, ansioso.


No. No es el virus uruguayo ni el de Carolina del Sur.

—¿Qué es?

—Un H9N2. El uruguayo y el otro eran H3.

—¿De dónde procede?

—El WIC no lo sabe. No es un virus conocido. No se ha secuenciado anteriormente. —Le tendió una copia impresa—. Tiene una mutación de siete puntos, lo cual explica por qué es letal.

Dunworthy miró el papel. Estaba cubierto con columnas de números, como la lista de cambios de Finch, y era igual de ininteligible.

—Tiene que venir de alguna parte.

—No necesariamente. Aproximadamente cada diez años se produce un cambio antigénico importante con potencial epidémico, así que puede haberse originado con Badri. —Ella volvió a coger el impreso—. ¿Sabes si vive cerca de ganado?

—¿Ganado? No, vive en un apartamento en Headington.

—Las cadenas mutantes a veces se producen por la intersección de un virus avícola con una cadena humana. El WIC quiere que comprobemos posibles contactos avícolas y exposición a radiación. Las mutaciones virales a veces son causadas por los rayos-X. —Estudió el papel como si tuviera sentido—. Es una mutación inusitada. No hay recombinación de los genes hemaglutininos, sólo una mutación de punto extremadamente grande.

Ahora comprendía por qué no había informado a Gilchrist. Éste había dicho que abriría el laboratorio cuando llegara la secuencia, pero esta noticia sólo le reafirmaría en su decisión de mantenerlo clausurado.

—¿Hay cura?

—La habrá en cuanto podamos crear un análogo. Y una vacuna. Ya han empezado a trabajar en el prototipo.

—¿Cuánto?

—De tres a cuatro días para producir un prototipo, luego al menos otros cinco para fabricarlo, si no encuentran dificultades para duplicar las proteínas. Deberíamos empezar a poder inocular dentro de diez días.

Diez días. Entonces podrían empezar a suministrar las vacunas. ¿Cuánto tardarían en inmunizar la zona en cuarentena? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Antes de que Gilchrist y los idiotas manifestantes consideraran seguro abrir el laboratorio?

—Es demasiado.

—Lo sé —asintió Mary, y suspiró—. Dios sabe cuántos casos tendremos para entonces. Ha habido veinte nuevos esta mañana.

—¿Crees que es una cadena imitante? Ella reflexionó.

—No. Creo que es mucho más probable que Badri lo pillara de alguien en el baile de Headington. Tal vez hubiera neohindúes allí, o terranos, o alguien que no cree en las antivirales o en la medicina moderna. La gripe del ganso canadiense del 2010, si lo recuerdas, fue originada en una comuna de la Ciencia Cristiana. Hay una fuente. La encontraremos.

—¿Y qué le pasará a Kivrin mientras tanto? ¿Y si no encontráis la fuente para el encuentro? Se supone que debe volver el seis de enero. ¿Habréis descubierto la fuente para entonces?

—No lo sé —suspiró ella, cansada—. Tal vez ella no quiera volver a un siglo que se está convirtiendo claramente en un diez. Puede que prefiera quedarse en el 1320.

Si está en 1320, pensó Dunworthy, y subió a ver a Badri. No había vuelto a mencionar las ratas desde la Nochebuena. Había regresado a la tarde en Balliol, cuando fue a buscar a Dunworthy.

—¿Laboratorio? —murmuró cuando vio a Dunworthy. Intentó tenderle una nota, y luego pareció dormirse, agotado por el esfuerzo.

Dunworthy se quedó sólo unos minutos y luego fue a ver a Gilchrist.

Cuando llegó a Brasenose la lluvia había arreciado. Los miembros del piquete se acurrucaban bajo la pancarta, tiritando.

El portero estaba en el mostrador, quitando los adornos del arbolito de Navidad. Miró a Dunworthy y pareció súbitamente alarmado. Dunworthy pasó de largo ante él y se dirigió a la puerta.

—No puede entrar ahí, señor Dunworthy —advirtió el portero—. El colegio está restringido.

Dunworthy entró en el patio. Las habitaciones de Gilchrist estaban en el edificio situado tras el laboratorio. Corrió hacia ellas, esperando que el portero le alcanzara y tratara de detenerlo.

El laboratorio tenía un gran cartel amarillo que decía: «Prohibido el paso sin autorización», y una alarma electrónica unida al marco de la puerta.

—Señor Dunworthy —dijo Gilchrist, avanzando hacia él bajo la lluvia. Por lo visto el portero le había telefoneado—. El laboratorio está fuera de los límites.

—He venido a verle a usted.

El portero llegó, arrastrando una guirnalda de papel de plata.

—¿Llamo a la policía universitaria? —preguntó.

—No será necesario. Venga a mis habitaciones —le dijo Gilchrist a Dunworthy—. Quiero que vea una cosa.

Condujo a Dunworthy a su despacho, se sentó ante la mesa abarrotada, y sacó una complicada mascarilla con alguna especie de filtros.

—Acabo de hablar con el WIC —dijo. Su voz sonaba hueca, como si llegara desde muy lejos—. El virus no ha sido secuenciado con anterioridad y su origen es desconocido.

—Se ha secuenciado ya, y el análogo y la vacuna llegarán dentro de unos cuantos días. La doctora Ahrens ha conseguido que se dé a Brasenose prioridad en la inmunización, y yo estoy intentando localizar a un técnico que pueda leer el ajuste en cuanto la inmunización se haya completado.

—Me temo que eso será imposible —dijo Gilchrist con tono hueco—. He estado estudiando la incidencia de la gripe en el siglo
XIV
. Hay claras indicaciones de que una serie de epidemias de influenza en la primera mitad de ese siglo debilitó gravemente a la población, reduciendo por tanto su resistencia a la Peste Negra.

Cogió un libro de aspecto antiguo.

—He encontrado seis referencias independientes a brotes de gripe entre octubre de 1318 y febrero de 1321. —Levantó el libro y empezó a leer—. «Después de la cosecha hubo en todo Dorset una fiebre tan fiera que produjo muchos muertos. Esta fiebre comenzaba con dolor de cabeza y confusión en todas las partes del cuerpo. Los médicos sangraban a los pacientes, pero muchos murieron a pesar de todo.»

Una fiebre. En una época de fiebres, tifoideas y cólera y paperas, donde todas ellas producían «dolor de cabeza y confusión en todas las partes del cuerpo».

—Año 1319. Los juicios de Bath para el año anterior fueron cancelados —prosiguió Gilchrist, quien había cogido otro libro—. «Un mal del pecho cayó sobre el tribunal y ninguno, juez ni jurado, quedó para oír los casos.» —Gilchrist miró a Dunworthy por encima de la máscara—. Dijo usted que los temores públicos sobre la red eran histéricos y sin fundamento. Sin embargo, parece que se basan en datos históricos documentados.

Datos históricos documentados. Referencias a fiebres y males del pecho que podrían deberse a cualquier cosa, gangrena o tifus o un centenar de infecciones sin nombre.

—El virus no puede haber atravesado la red. Se han hecho lanzamientos a la Pandemia, a batallas de la Primera Guerra Mundial donde se usó gas mostaza, a Tel Aviv. Siglo Veinte envió equipo detector a St. Paul’s dos días después de que cayera la bomba. Nada atravesó la red.

—Eso es lo que dice usted. —Levantó un papel—. Probabilidad indica un cero coma cero cero tres por ciento de posibilidades de que un microorganismo cruce la red y un veintidós coma uno de posibilidades de que un mixovirus viable esté dentro de la zona crítica cuando se abra la red.

—En nombre de Dios, ¿de dónde saca esas cifras? ¿De una chistera? Según Probabilidad —dijo, poniendo un énfasis desagradable en la palabra—, sólo había un cero coma cero cuatro por ciento de posibilidades de que alguien estuviera presente cuando Kivrin atravesara la red, una posibilidad que usted consideró estadísticamente irrelevante.

—Los virus son organismos extraordinariamente resistentes —prosiguió Gilchrist—. Se sabe que permanecen latentes durante largos períodos de tiempo, expuestos a extremos de temperatura y humedad, y siguen siendo viables. Bajo ciertas condiciones, forman cristales que conservan su estructura indefinidamente. Cuando se les devuelve a una solución húmeda, siguen siendo infecciosos. Se han encontrado cristales del mosaico del tabaco que databan del siglo
XVI
. Hay un riesgo significativo de que los virus penetraran la red si se abriera, y dadas las circunstancias, no puedo permitir que eso suceda.

—El virus no puede haber atravesado la red.

—Entonces, ¿por qué está tan ansioso por leer el ajuste?

—Porque… —dijo Dunworthy, y se detuvo para controlarse—. Porque leer el ajuste nos dirá si el lanzamiento salió según lo planeado o si algo fue mal.

—Oh, ¿admite entonces que hay una posibilidad de error? Entonces, ¿por qué no puede producirse un error que permita que un virus atraviese la red? Mientras esa posibilidad exista, el laboratorio permanecerá clausurado. Estoy seguro de que el señor Basingame aprobará la decisión que he tomado.

Basingame, pensó Dunworthy, de eso se trata. No tiene nada que ver con el virus, los manifestantes o los «males del pecho» en 1318. Todo esto es para justificarse ante Basingame.

Gilchrist era rector en funciones en ausencia de Basingame, y se había apresurado a corregir el baremo, a hacer un lanzamiento, y sin duda pretendía presentarle a Basingame un brillante
fait accompli
. Pero no lo había hecho. En cambio, tenía una epidemia y una historiadora perdida, la gente se manifestaba delante del colegio, y ahora lo único que le importaba era justificar sus acciones, salvarse a sí mismo aunque eso significara sacrificar a Kivrin.

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