El libro del día del Juicio Final (71 page)

Read El libro del día del Juicio Final Online

Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No —dijo Dunworthy, pensando en Mary. Se preguntó cuándo habría sido el funeral, y si habrían tocado las campanas después.

—Puedo llamarlas para decirles que prefiere usted que utilicen St. Mary’s —apuntó Finch ansiosamente.

—No, claro que no. La capilla está perfectamente bien. Veo que ha hecho usted un gran trabajo en mi ausencia.

—Bueno, lo he intentado, señor. Ha sido difícil, con la señora Gaddson. —Se levantó—. No quiero privarle de su descanso. ¿Hay algo que pueda traerle, algo que pueda hacer?

—No —respondió Dunworthy—, nada.

Finch se dirigió a la puerta y entonces se detuvo.

—Espero que acepte mis condolencias, señor Dunworthy —dijo. Parecía incómodo—. Sé la estrecha relación que le unía a la doctora Ahrens.

Estrecha relación, pensó después de que Finch se marchara. No estuve con ella en los momentos importantes. Intentó recordar a Mary inclinada sobre él, dándole su temp, mirando ansiosamente las pantallas, a Colín de pie junto a su cama con la chaqueta nueva y la bufanda, diciendo «Tía Mary ha muerto. Muerto. ¿No me oye?», pero no le quedaba ningún recuerdo. Nada.

La enfermera anciana vino y enganchó otro gotero que lo dejó dormido, y cuando despertó se sintió mejor.

—Es su potenciación de leucocitos-T, que empieza a responder —le dijo la enfermera de William—. Se ha dado en bastantes casos. Algunos hacen recuperaciones milagrosas.

Le hizo caminar hasta el cuarto de baño, y después de almorzar, por el pasillo.

—Cuanto más lejos llegue, mejor —le dijo, arrodillada para ponerle las zapatillas.

No voy a ir a ninguna parte, pensó él. Gilchrist desconectó la red.

Ella le colgó el suero al hombro, conectó el motor portátil y le ayudó con la bata.

—No debe preocuparse por la depresión —dijo, ayudándole a ponerse en pie—. Es un síntoma habitual después de la gripe. Desaparecerá en cuanto su equilibrio químico quede restaurado.

Caminó con él hasta el pasillo.

—Tal vez le apetezca visitar a algunos de sus amigos. Hay dos pacientes de Balliol en el pabellón al fondo del pasillo. La señora Piantini está en la cuarta cama. Le vendrá bien un poco de alegría.

—¿El señor Latimer…? —preguntó él, y se interrumpió—. ¿El señor Latimer está todavía aquí?

—Sí —contestó ella, y Dunworthy comprendió por su tono de voz que Latimer no se había recuperado del infarto—. Está dos puertas más abajo.

Recorrió el pasillo hasta la puerta de Latimer. No había ido a verle después de que cayera enfermo, primero porque tenía que esperar la llamada de Andrews y luego porque el hospital se quedó sin RPE. Mary le había dicho que sufría parálisis total y pérdida de funciones.

Abrió la puerta de la habitación. Latimer yacía con las manos a los costados, el izquierdo ligeramente doblado para acomodar los enganches y el gotero. Tenía tubos en la nariz y en la garganta, y fibrasop que le conectaban la cabeza y el pecho con las pantallas situadas sobre la cama. Su cara quedaba medio oculta por ellas, pero no daba muestras de que le molestaran.

—¿Latimer? —preguntó Dunworthy, acercándose a la cama.

No dio ninguna señal de haberle oído. Tenía los ojos abiertos, pero no los movió ante el sonido, y su cara bajo la maraña de tubos no cambió. Parecía vago, distante, como si intentara recordar un verso de Chaucer.

—Señor Latimer —llamó, con más fuerza, y miró las pantallas. Tampoco cambiaron.

No es consciente de nada, pensó. Se apoyó en el respaldo de la silla.

—No sabe nada de lo que ha pasado, ¿verdad? Mary ha muerto. Kivrin está en 1348 —declaró, mirando las pantallas—, y usted ni siquiera se ha enterado. Gilchrist desconectó la red.

Las pantallas no cambiaron. Las líneas siguieron moviéndose firmemente, ajenas.

—Gilchrist y usted la enviaron a la Peste Negra —gritó—, y se queda ahí tendido…

Se detuvo y se desplomó en la silla.

«Intenté decirle que tía Mary había muerto —había dicho Colin—, pero usted estaba demasiado enfermo.» El muchacho había intentado decírselo, pero él permaneció acostado, como Latimer, ajeno, sin preocuparse por nada.

Colin nunca me perdonará, pensó. No más de lo que perdonará a su madre por no venir al funeral. ¿Qué había dicho Finch? ¿Que le resultaba demasiado difícil hacer los preparativos con tan poco tiempo? Pensó en Colin solo en el funeral, mirando los lirios y flores láser que su madre había enviado, a merced de la señora Gaddson y las campaneras.

«Mi madre no pudo venir», había dicho, pero no lo creía.

Por supuesto que podía haber venido, si de verdad lo hubiera querido.

Nunca me perdonará, pensó. Ni Kivrin. Es mayor que Colín, imaginará todo tipo de circunstancias atenuantes, tal vez incluso la auténtica. Pero en el fondo de su corazón, dejada a merced de quién sabe qué asesinos, ladrones y pestilencias, no creerá que no pude ir a buscarla. Si de verdad lo hubiera querido.

Dunworthy se levantó con dificultad, agarrado al respaldo de la silla, sin mirar a Latimer ni a las pantallas, y volvió al pasillo. Había una camilla vacía contra la pared y se apoyó en ella durante un instante.

La señora Gaddson salió del pabellón.

—Por fin le encuentro, señor Dunworthy. Iba a leerle. —Abrió la Biblia—. ¿Tiene que estar levantado?

—Sí.

—Bien, he de decir que me alegro de que se esté recuperando. Las cosas han sido un desastre mientras usted ha estado enfermo.

—Sí.

—Debe hacer algo con el señor Finch. Permite que las americanas ensayen con sus campanas a cualquier hora del día o de la noche, y cuando me quejé fue bastante descortés. Y ha asignado a mi Willy labores de enfermería. ¡Labores de enfermería! Cuando Willy siempre ha sido muy enfermizo. Es un milagro que no contrajera el virus.

Desde luego, pensó Dunworthy, considerando el número de jóvenes probablemente infecciosas con las que había contactado durante la epidemia. Se preguntó qué porcentaje habría dado Probabilidad al hecho de que quedara inmune.

—¡Mira que asignarle labores de enfermería! —machacaba la señora Gaddson—. No lo permití, por supuesto. «No pienso permitir que ponga en peligro la salud de Willy de esta manera irresponsable —le dije—. No puedo permanecer impasible mientras mi pequeñín está en peligro mortal.»

Peligro mortal.

—Debo ir a ver a la señora Piantini —dijo Dunworthy.

—Tendría que regresar a la cama. Tiene muy mal aspecto. —Agitó la Biblia ante él—. Es un escándalo la forma en que dirigen este hospital, como eso de permitir a los pacientes ir de paseo. Tendrá una recaída y morirá, y no podrá echarle la culpa a nadie más que a sí mismo.

—No —dijo Dunworthy. Empujó la puerta del pabellón y entró.

Esperaba que el pabellón estuviera casi vacío, que los pacientes hubieran sido enviados a casa, pero todas las camas estaban ocupadas. La mayoría de los pacientes estaban sentados, leyendo o viendo vidders portátiles, y había uno sentado en una silla de ruedas junto a la cama, contemplando la lluvia.

Dunworthy tardó un momento en reconocerlo. Colin le había dicho que había sufrido una recaída, pero no esperaba esto. Parecía un anciano, su rostro oscuro estaba escuálido y arrugado a ambos lados de la boca. Tenía el pelo completamente blanco.

—Badri —llamó.

Él se volvió.

—Señor Dunworthy.

—No sabía que estabas en este pabellón.

—Me trasladaron aquí después… —Se interrumpió—. Oí decir que estaba usted mejor.

—Sí.

No puedo soportar esto, pensó Dunworthy. ¿Cómo te encuentras? Mejor, gracias. ¿Y tú? Voy tirando. Claro, que es la depresión, un síntoma posviral habitual.

Badri giró la silla para mirar la ventana y Dunworthy se preguntó si tampoco él podía soportarlo.

—Cometí un error en las coordenadas cuando volví a introducirlas —manifestó Badri, contemplando la lluvia—. Los datos eran erróneos.

Dunworthy debería decirle que tenía fiebre, que estaba enfermo. Debería decirle que la confusión mental era uno de los primeros síntomas. Debería decirle que no fue culpa suya.

—No me di cuenta de que estaba enfermo —prosiguió Badri, tirando de la bata como había tirado de las sábanas en su delirio—. Tuve dolor de cabeza toda la mañana, pero no le hice caso y fui a trabajar en la red. Tendría que haber advertido que algo iba mal y abortado el lanzamiento.

Y yo tendría que haberme negado a tutorarla, tendría que haber insistido a Gilchrist para que hiciera comprobaciones de parámetros, tendría que haberle hecho abrir la red en cuanto dijiste que algo fallaba.

—Tendría que haber abierto la red el día que usted cayó enfermo y no haber esperado al encuentro —se lamentó Badri, retorciendo el cinturón entre los dedos—. Tendría que haberla abierto enseguida.

Dunworthy miró automáticamente la pared sobre la
cabeza
, de Badri, pero no había ninguna pantalla sobre la cama. Badri ni siquiera llevaba un parche de temp. Se preguntó si era posible que no supiera que Gilchrist había desconectado la red, si en su preocupación por que sanara no se lo habían dicho, igual que a él le habían ocultado la noticia de la muerte de Mary.

—Se negaron a dejarme salir del hospital. Tendría que haberlos obligado a dejarme ir.

Tendré que decírselo, pensó Dunworthy, pero no lo hizo. Permaneció allí en silencio, viendo a Badri torturar el cinturón, sintiéndose infinitamente apenado por él.

—La señora Montoya me mostró las estadísticas de Probabilidad. ¿Cree que Kivrin está muerta?

Eso espero, pensó. Espero que muriera del virus antes de darse cuenta de dónde estaba. Antes de advertir que la abandonamos allí.

—No fue culpa tuya —dijo.

—Sólo abrí la red dos días más tarde. Estaba convencido de que ella estaría allí, esperando. Sólo llegué dos días tarde.

—¿Qué? —dijo Dunworthy.

—Intenté conseguir permiso para salir del hospital el seis, pero se negaron a darme de alta hasta el ocho. Abrí la red en cuanto pude, pero ella no estaba allí.

—¿Pero qué estás diciendo? ¿Cómo pudiste abrir la red? Gilchrist la desconectó.

Badri le miró.

—Usamos el backup.

—¿Qué backup?

—El ajuste que yo hice en nuestra red —explicó Badri. Parecía asombrado—. Estaba usted tan preocupado por la forma en que Medieval dirigía el lanzamiento, que decidí hacer una copia de seguridad, por si algo fallaba. Fui a Balliol a pedirle permiso el martes por la tarde, pero usted no estaba allí. Le dejé una nota diciendo que necesitaba hablarle.

—Una nota.

—El laboratorio estaba abierto. Hice un ajuste redundante a través de la red de Balliol. Usted estaba tan preocupado…

De pronto la fuerza pareció abandonar las piernas de Dunworthy. Se sentó en la cama.

—Intenté decírselo —prosiguió Badri—, pero estaba demasiado enfermo para hacerme entender.

Había habido un backup todo el tiempo. Había malgastado días intentando obligar a Gilchrist a que abriera el laboratorio, buscando a Basingame, esperando que Polly Wilson encontrara una forma de entrar en el ordenador de la Universidad, y mientras tanto el ajuste estaba en la red de Balliol.

«Tan preocupado», había dicho Badri en su delirio. «¿Está abierto el laboratorio?» «Atrás.» «Backup.»

—¿Ruedes volver a abrir la red?

—Claro, pero aunque ella no haya contraído la peste…

—No, no —cortó Dunworthy—. La inmunizaron.

—… ya no estará allí. Han pasado ocho días desde el encuentro. No podrá haber esperado todo este tiempo.

—¿Puede atravesar alguien más?

—¿Alguien más? —se extrañó Badri, aturdido.

—Para ir a buscarla. ¿Podría alguien más usar el mismo lanzamiento?

—No lo sé.

—¿Cuánto tiempo tardarías en establecerlo para que pudiéramos intentarlo?

—Dos horas como mucho. Las temporales y situacionales están ya establecidas, pero no sé cuánto deslizamiento habría.

La puerta del pabellón se abrió de golpe y entró Colin.

—Está usted aquí —dijo—. La enfermera dijo que había ido a dar un paseo, pero no le encontraba por ninguna parte. Creí que se había perdido.

—No —dijo Dunworthy, mirando a Badri.

—Ella dijo que le hiciera regresar —Colin cogió a Dunworthy del brazo y le ayudó a levantarse—, y que no se agotara.

Le acompañó hasta la puerta.

Dunworthy se detuvo.

—¿Qué red utilizaste cuando abriste la red el día ocho?

—La de Balliol —dijo Badri—. Temía que parte de la memoria permanente se hubiera borrado cuando la de Brasenose fue desconectada, y no había tiempo de realizar una rutina de evaluación de daños.

Colin abrió la puerta.

—La hermana entra de servicio dentro de media hora. No querrá usted que le encuentre levantado, ¿eh? —Dejó que la puerta se cerrara—. Lamento no haber vuelto antes, pero tuve que llevar a Godstow los planes de vacunación.

Dunworthy se apoyó contra la puerta. Podría haber demasiado deslizamiento, y el técnico estaba en una silla de ruedas, y él no estaba seguro de poder llegar al fondo del pasillo, mucho menos hasta su habitación. Tan preocupado. Creía que Badri había vuelto a introducir las coordenadas, pero en realidad había hecho un backup. Un backup.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Colin—. No tendrá una recaída o algo de eso, ¿verdad?

—No.

—¿Le ha podido preguntar al señor Chaudhuri si podía rehacer el ajuste?

—No. Había un backup.

—¿Un backup? —exclamó él, excitado—. ¿Quiere decir, otro ajuste?

—Sí.

—¿Significa eso que puede rescatarla?

Dunworthy se detuvo y se apoyó en la camilla.

—No lo sé.

—Le ayudaré. ¿Qué puedo hacer? Quiero serle útil. Iré a hacer encargos, o traerle cosas. No tendrá que preocuparse por nada.

—Tal vez no funcione. El deslizamiento…

—Pero lo intentará, ¿verdad? ¿Verdad?

Una cadena se tensaba en su pecho con cada paso, y Badri ya había tenido una recaída, y aunque lo intentaran, la red tal vez no lo enviaría.

—Sí —decidió—. Voy a intentarlo.

—¡Apocalíptico! —exclamó Colin.

T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL

(078926-079064)

Lady Imeyne, madre de Guillaume dYverie. (Pausa)

Rosemund se hunde. No le encuentro el pulso en la muñeca, y su piel está amarillenta, cerúlea, y sé que eso es una mala señal. Agnes lucha con fuerza. Todavía no tiene ninguna buba ni vomita, lo cual es un buen signo, creo. Eliwys tuvo que cortarle el pelo. No paraba de tirarse de él, y gritaba para que yo acudiera a trenzárselo.

Other books

Hands of the Traitor by Christopher Wright
The Malcontents by C. P. Snow
Runner: The Fringe, Book 3 by Anitra Lynn McLeod
Family Secrets by Ruth Barrett
Choices by S. R. Cambridge
Don't Touch by Wilson,Rachel M.