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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (59 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Estoy en Balliol, envíe un mensajero —pidió, y regresó a Suministros.

—No lo ha rellenado del todo —señaló la anciana almidonada cuando le tendió el impreso.

—Lo tengo firmado —contestó él, tendiéndole la lista—. Rellénelo usted.

Ella miró la lista con expresión de desaprobación.

—No tenemos temps ni mascarillas. —Sacó un frasquito de aspirinas—. Nos hemos quedado sin sintamicina y AZL.

El frasco de aspirinas contenía unas veinte tabletas. Dunworthy se lo guardó en el bolsillo y recorrió la High hasta la farmacia. Un grupito de manifestantes esperaba bajo la lluvia, empuñando pancartas que decían: ¡
INJUSTO
! y «¡Abusón!». Dunworthy entró. No tenían mascarillas, y los temps y las aspirinas habían subido espantosamente de precio. Compró todas las existencias.

Se pasó toda la noche administrando los medicamentos y estudiando la gráfica de Badri, buscando alguna pista que indicara la fuente del virus. Badri había dirigido un lanzamiento
vn situ
para Siglo Diecinueve en Hungría el diez de diciembre, pero la gráfica no decía dónde, y William, que coqueteaba con las retenidas que aún seguían en pie, no lo sabía. Los teléfonos habían vuelto a estropearse.

Seguían sin funcionar por la mañana cuando Dunworthy intentó llamar para saber del estado de Badri. Ni siquiera consiguió línea, pero en cuanto colgó, el teléfono sonó.

Era Andrews. Dunworthy apenas podía oír su voz a través de la estática.

—Lamento haber tardado tanto —se disculpó, y luego dijo algo que se perdió por completo.

—No le oigo —dijo Dunworthy.

—He dicho que he tenido dificultades para ponerme en contacto. Los teléfonos… —Más estática—. Hice las comprobaciones de parámetros. Usé tres L-y-L diferentes y triangulé la… —El resto se perdió.

—¿Cuál fue el deslizamiento máximo? —gritó al teléfono.

La línea se despejó momentáneamente.

—Seis días. Eso fue con un L-y-L de… —Más estática—. Calculé las probabilidades, y el máximo posible para cualquier L-y-L en una circunferencia de cincuenta kilómetros seguía siendo de cinco años. —La estática interrumpió de nuevo la conversación, y la línea se cortó.

Dunworthy colgó. La noticia tendría que haberle tranquilizado, pero no parecía capaz de experimentar ninguna emoción. Gilchrist no tenía ninguna intención de abrir la red el seis de enero, estuviera allí Kivrin o no. Fue a coger el teléfono para llamar a la Oficina de Turismo Escocesa, y entonces volvió a sonar.

—Diga, soy Dunworthy. —Miró la pantalla, pero las visuales sólo mostraban nieve.

—¿Quién? —preguntó una voz de mujer que parecía ronca o agotada—. Lo siento —murmuró—. Quería llamar… —Añadió algo más, demasiado confuso para que pudiera entenderse, y la visual se volvió negra.

Dunworthy esperó por si volvían a llamar, y luego se dirigió a Salvin. La campana de Magdalen daba la hora. Sonaba como un toque de difuntos en medio de la incesante lluvia. Al parecer, la señora Piantini también había oído la campana. Estaba de pie en el patio, vestida con una bata, levantando solemnemente los brazos para seguir un compás insólito.

—Al centro, mal, y a la caza —dijo mientras Dunworthy intentaba conducirla al interior.

Finch apareció, con aspecto agotado.

—Son las campanas, señor —dijo, agarrando a la mujer por el otro brazo—. La perturban. Dadas las circunstancias, creo que no deberían sonar.

La señora Piantini se libró de la mano de Dunworthy.

—Cada hombre debe ceñirse a su campana sin interrupción —declaro, furiosa.

—Estoy de acuerdo —asintió Finch, agarrando su brazo con tanta fuerza como si fuera la cuerda de una campana, y la condujo a su jergón.

Colin llegó corriendo, empapado como de costumbre y casi azul por el frío. Tenía la chaqueta abierta y llevaba la bufanda gris de Mary inútilmente colgada del cuello. Le tendió a Dunworthy un mensaje.

—Es del enfermero de Badri —dijo. Abrió un paquete de pastillas de jabón y se metió una celeste en la boca.

La nota también estaba empapada. Decía «Badri pregunta por usted», aunque la palabra «Badri» estaba tan borrosa que sólo se distinguía la B.

—¿Dijo el enfermero si Badri estaba peor?

—No, sólo me pidió que le diera el mensaje. Y tía Mary dice que cuando llegue usted, vaya a recibir su potenciación. Me ha comentado que no sabe cuándo recibirá el análogo.

Dunworthy ayudó a Finch a acostar a la señora Piantini y corrió al hospital y luego a Aislamiento. Había una enfermera nueva, una mujer de mediana edad con los pies hinchados. Estaba sentada y los apoyaba en las pantallas. Estaba mirando un vidder portátil, pero se levantó inmediatamente cuando él entró.

—¿Es usted el señor Dunworthy? —preguntó, bloqueándole el paso—. La doctora Ahrens dijo que fuera usted a verla inmediatamente.

Lo dijo en voz baja, incluso con amabilidad, y Dunworthy pensó que se compadecía de él. No quiere que entre a ver qué hay dentro. Quiere que Mary me lo diga primero.

—Es Badri, ¿verdad? Ha muerto.

Ella pareció genuinamente sorprendida.

—Oh, no, está mucho mejor esta mañana. ¿No ha recibido mi nota? Se ha sentado.

—¿Sentado? —Dunworthy la miró fijamente, preguntándose si deliraba de fiebre.

—Todavía está muy débil, claro, pero su temperatura es normal y está despierto. Tiene que ver usted a la doctora Ahrens en Admisiones. Dijo que era urgente.

Él miró hacia la puerta de la habitación de Badri.

—Dígale que vendré a verlo en cuanto pueda. —Salió corriendo por la puerta.

Casi chocó con Colin, que al parecer iba a entrar.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó—. ¿Ha llamado alguno de los técnicos?

—Me han asignado a usted. Tía Mary dice que no se fía de que vaya a recibir su potenciación de leucocitos-T. Se supone que he de llevarlo a que se la pongan.

—No puedo. Hay una emergencia en Admisiones —alegó él, andando rápidamente por el pasillo.

Colin lo alcanzó.

—Bueno, pues entonces iremos después de la emergencia. Tía Mary me advirtió que no le dejara salir del hospital sin la potenciación.

Cuando el ascensor se abrió, Mary estaba allí para recibirlo.

—Tenemos otro caso —anunció, sombría—. Es Montoya. —Se dirigió a Admisiones—. La traen de Witney.

—¿Montoya? Eso es imposible. Ha estado sola en la excavación.

Ella empujó las puertas dobles.

—Pues parece que no.

—Pero ella dijo… ¿estás segura de que es el virus? Ha estado trabajando en medio de la lluvia. Tal vez sufra alguna otra enfermedad.

Mary sacudió la cabeza.

—El equipo de la ambulancia realizó un chequeo preliminar. Encaja con el virus. —Se detuvo en el mostrador de Admisiones y preguntó al encargado—. ¿Ha llegado ya?

Él negó con la cabeza.

—Acaban de atravesar el perímetro.

Mary se acercó a las puertas y se asomó, como si no le creyera.

—Recibimos una llamada suya esta mañana. Estaba muy confundida. Llamé a Chipping Norton, que es el hospital más cercano, y les pedí que enviaran una ambulancia, pero me dijeron que la excavación estaba oficialmente en cuarentena. Y no pude conseguir una de las nuestras para que fuera a buscarla. Al final tuve que convencer al ministerio de que enviaran una dispensa para mandar una ambulancia. —Se asomó de nuevo a las puertas—. ¿Cuándo se marchó a la excavación?

—Yo… —Dunworthy intentó recordar. Montoya le había telefoneado para preguntarle por los guías de pesca escoceses el día de Navidad y luego aquella misma tarde para decir «No importa», porque había decidido falsificar la firma de Basingame—. El día de Navidad. Si las oficinas del ministerio estaban abiertas. O el veintiséis. No, ése fue el día del aguinaldo. El veintisiete. Y no ha visto a nadie desde entonces.

—¿Cómo lo sabes?

—Cuando hablé con Montoya, se quejó de que no podría secar la excavación ella sola. Quería que yo llamara al ministerio para que le enviara ayudantes.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace dos… no, tres días —respondió él, frunciendo el ceño. Los días se unían unos a otros cuando uno no se acostaba.

—¿Podría haber encontrado a alguien en la granja después de hablar contigo?

—No hay nadie allí en invierno.

—Que yo recuerde, Montoya recluta a cualquiera que se le ponga a tiro. Tal vez alistó a alguien que estaba de paso.

—Dijo que no había nadie. La excavación está muy aislada.

—Bueno, pues tiene que haber encontrado a alguien. Lleva siete días en la excavación, y el período de incubación es sólo de cuarenta y ocho horas.

—¡La ambulancia ya está aquí! —informó Colin.

Mary empujó las puertas, con Dunworthy y Colin siguiéndola. Los hombres de la ambulancia, protegidos con mascarillas, levantaron una camilla y la colocaron sobre unas ruedas. Dunworthy reconoció a uno de ellos. Había ayudado a entrar a Badri. Colin se inclinó sobre la camilla, mirando interesado a Montoya, que yacía con los ojos cerrados. Su cara tenía el mismo tono rojo que la señora Breen. Colin se inclinó más y ella le tosió directamente en la cara.

Dunworthy agarró a Colin por el cuello de la chaqueta y lo apartó de ella.

—Apártate de ahí. ¿Quieres pillar el virus? ¿Por qué no llevas puesta tu mascarilla?

—No queda ninguna.

—No deberías estar aquí. Vete directamente a Ballioly…

—No puedo. Me han asignado a usted para que me asegure de que recibe su potenciación.

—Entonces siéntate por aquí —ordenó Dunworthy, y lo arrastró a una silla en la zona de recepción—. No te acerques a los pacientes.

—Será mucho mejor que no intente escapar de mí —advirtió Colin, pero se sentó, sacó su chicle del bolsillo, y lo frotó en la manga de la chaqueta.

Dunworthy regresó a la camilla.

—Lupe —decía Mary—, tenemos que hacerle algunas preguntas. ¿Cuándo cayó enferma?

—Esta mañana. —Montoya estaba afónica, y Dunworthy advirtió de repente que debía ser la persona que le había telefoneado—. Anoche tuve mucho dolor de cabeza… —levantó una mano sucia y se frotó las cejas—, pero pensé que era porque estaba forzando demasiado la vista.

—¿Quién había con usted en la excavación?

—Nadie —dijo Montoya. Parecía sorprendida.

—¿Y los repartos? ¿No le llevó suministros alguien de Witney?

Empezó a sacudir la cabeza, pero al parecer eso le dolió, y se detuvo.

—No. Me lo llevé todo conmigo.

—¿Y no había nadie ayudándola en la excavación?

—No, le pedí al señor Dunworthy que se pusiera en contacto con el Ministerio para pedir ayuda, pero no lo hizo. —Mary miró a Dunworthy, y Montoya siguió su mirada—. ¿Van a enviar a alguien? —le preguntó a él—. Nunca lo encontrarán si no mandan a alguien.

—¿Qué tienen que encontrar? —dijo él, preguntándose si debían fiarse de la respuesta de Montoya o si estaba delirando.

—La excavación está medio sumergida —dijo ella.

—¿Qué deben encontrar?

—El grabador de Kivrin.

Él recordó de repente a Montoya junto a la tumba, rebuscando en la caja de huesos en forma de piedra. Huesos de muñeca. Eran huesos de muñeca, y estaba examinando los bordes irregulares, buscando un espolón óseo que era en realidad una pieza del equipo grabador. El grabador de Kivrin.

—Aún no he excavado todas las tumbas —dijo Montoya—, y sigue lloviendo. Tienen que enviar a alguien enseguida.

—¿Tumbas? —preguntó Mary, mirándolo sin comprender—. ¿De qué habla?

—Ha estado excavando en el cementerio de la iglesia medieval buscando el cuerpo de Kivrin —explicó él amargamente—, buscando el grabador que le implantaste en la muñeca.

Mary no estaba escuchando.

—Quiero las gráficas de contacto —pidió al encargado. Se volvió hacia Dunworthy—. Badri estuvo en la excavación, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cuándo?

—El dieciocho y el diecinueve.

—¿En el cementerio?

—Sí. Montoya y él abrieron la tumba de un caballero.

—Una tumba —dijo Mary, como si ésa fuera la respuesta a una pregunta. Se inclinó hacia Montoya—. ¿De cuándo era la tumba?

—De 1318 —contestó Montoya.

—¿Ha estado trabajando en la tumba del caballero esta semana?

Montoya intentó asentir, pero se detuvo.

—Me mareo mucho cuando muevo la cabeza… Tuve que trasladar el esqueleto. Entraba agua en la tumba.

—¿Qué día trabajó en la tumba?

Montoya frunció el ceño.

—No lo recuerdo. El día antes de las campanas, creo.

—El treinta y uno —intervino Dunworthy. Se inclinó hacia ella—. ¿Ha trabajado en la tumba desde entonces?

Ella intentó sacudir la cabeza otra vez.

—Las gráficas de contacto están aquí —anunció el encargado.

Mary se acercó rápidamente al mostrador y cogió el teclado. Pulsó varias teclas, miró la pantalla, volvió a teclear.

—¿Qué pasa? —preguntó Dunworthy.

—¿Cómo está el cementerio?

—¿El cementerio? Hay barro. Ella lo ha cubierto con toldos, pero entraba mucha lluvia.

—¿Hacía calor?

—Sí. Al menos eso dijo ella. Tenía varios calefactores eléctricos conectados. ¿Qué ocurre?

Ella pasó el dedo por la pantalla, buscando algo.

—Los virus son organismos extraordinariamente resistentes. Pueden permanecer latentes durante largos períodos de tiempo y revivir. Se han encontrado virus vivos en las momias egipcias. —Su dedo se detuvo en una fecha—. Lo que sospechaba. Badri estuvo en la excavación cuatro días antes de contraer el virus.

Se volvió hacia el encargado.

—Quiero que un equipo vaya a la excavación inmediatamente. Consiga permiso del Ministerio. Dígales que tal vez hayamos encontrado la fuente del virus. —Recuperó una nueva pantalla, pasó el dedo por los nombres, tecleó algo más y se echó hacia atrás, contemplando la pantalla—. Teníamos cuatro primarios sin ninguna conexión positiva con Badri. Dos de ellos estuvieron en la excavación cuatro días antes de pillar el virus. El otro visitó el lugar tres días antes.

—¿El virus está en la excavación? —preguntó Dunworthy.

—Sí. —Mary sonrió tristemente—. Me temo que, después de todo, Gilchrist tenía razón. El virus vino del pasado: de la tumba del caballero.

—Kivrin estuvo en la excavación.

Ahora fue Mary quien le miró sin comprender.

—¿Cuándo?

—La tarde del domingo antes del lanzamiento. El diecinueve.

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