Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Alice puso jabón, toallas y hierbas frescas para el ritual semanal. Pese a que ella le objetaba que «no era sano», Julián insistía en bañarse a menudo. La anacoreta se desvistió mientras Alice continuaba con sus chismorreos.
—Nunca habría dicho que era cabeza de familia. Tenía la mirada obstinada de un galés, pero hablaba el francés normando tan bien como vos. Y eso no encaja, porque nunca he conocido a un galés sin acento. Habría apostado mi doncellez, si la conservara, a que es un celta vagabundo. Más pagano que cristiano. y para colmo trabaja al servicio de la Iglesia. Deberían limitarse a contratar a sajones temerosos de Dios.
Julián dio la espalda a la ventana y se quitó la túnica. En la pequeña celda, generalmente fría, hacía un calor agobiante debido a la canícula. Le resultó agradable el contacto del agua con la piel magullada. ¿Acaso ese baño semanal era una indulgencia a la carne que debía negarse? ¿O podía considerarlo una especie de bautizo? Mientras escuchaba a medias el parloteo de la anciana, inhaló la fragancia balsámica del agua con aroma a lavanda. ¿Otra indulgencia? Pero si la lavanda era dulce, se debía a que Dios la había creado así: un regalo de un padre que ama a sus criaturas.
—Sajones temerosos de Dios, sí señor.
Julián se había dado cuenta hacía tiempo de que Alice, como otras personas de su clase, albergaba muchos prejuicios en un corazón que por lo demás era bueno. Era inútil intentar discutir con ella.
Alice continuaba con su cháchara.
—Pero era muy limpio. ¿Os fijasteis en sus manos? Suaves como las de una mujer. Y las uñas, salvo por las pequeñas manchas de pintura, las llevaba limpias como un hueso de pollo roído por un mendigo. —Lanzó una mirada maliciosa entre los párpados entornados— Pero no tenía nada de afeminado.
Una pausa. Un suspiro. Julián ya sabía qué vendría después.
—Pero supongo que vos no os fijáis en esas cosas.
—He hecho voto de castidad, Alice. No de ceguera. Pero lo más importante es que parece tener un alma honesta.
Alice emitió un carraspeo en señal de desaprobación.
—No tan honesta como para impedirle mentir al obispo sobre quién mató al cerdo. Ya sé que fue el enano. Me lo dijo él y me comentó que temía el cepo. Al último que pillaron robando una propiedad del obispo le rebanaron la nariz.
Sin encontrar ninguna razón sagrada para suprimir su baño y deseando que su alma pudiera limpiarse con la misma facilidad, Julián se vistió con una túnica limpia. Olía a lejía, un olor intenso y acre. Le escoció la nariz.
—Pero fue una mentira noble —añadió Alice a regañadientes— Porque el obispo es más tolerante con un hombre que trabaja para la abadía de Broomholm que con un pescador de anguilas del pantano. Y menos mal que sucedió la semana pasada y no ésta.
—¿Una mentira noble, Alice? Tendré que reflexionar sobre eso. En cuanto al momento en que sucedió, ¿qué más da?
—O sea, que no os habéis enterado. Pensaba que tal vez el enano os lo habría contado.
—¿Qué me habría contado?
—Han devuelto al legado del obispo en un saco. Con la cabeza destrozada.
—¿Cómo?
—Y no fue ningún accidente. Henry Despenser dice que se ocupará de que cuelguen al asesino, claven su cabeza en una estaca y le quemen las entrañas.
—¿Y eso qué tiene que ver con el iluminador?
—Bueno, es un forastero, nada más. y todo el mundo sabe que los galeses son descomedidos. De todos modos, el obispo se puso hecho una fiera cuando se enteró. Dijo que al margen de quién hubiera asestado el golpe, la culpa la tenía John Wycliffe por incitar a la gente contra la Santa Iglesia. Dijo que si Oxford no encerraba a Wycliffe, recurriría al papa francés.
Julián le entregó la ropa sucia por la ventana. Alice la cogió sin parar de hablar.
—Aunque no sé adónde lo llevaría eso, ya que todo el mundo sabe que está robando a ricos y pobres para financiar las pretensiones del papa italiano. Dos papas. Uno en Francia, el otro en Roma. ¡Santa Madre de Dios! ¿Es que no basta con uno? ¿Cómo va a saber una persona temerosa de Dios cuál está bien? Probablemente ninguno de los dos. —y luego musitó—: Puede que yo misma me declare papa, y así ya tendríamos tres. Y uno sería mujer.
Alice advirtió por la cara de Julián que se había excedido.
—Bueno, me voy al herbario y os dejo escribir.
Alice abrió la puerta de su habitación a la luz del sol matinal y Julián vio cómo la luz que entraba proyectaba sobre la pared la silueta de una rama de árbol. La sombra de una hoja se agitó. Olió la mañana verde. Deseó sentir el sol en la cara. La luz indirecta se filtró por la ventana interior hasta su escritorio. Ésa era la parte que le correspondía y se conformaba con ella.
Le llegó la voz de Alice. Debía de estar a un paso de la puerta, hablando sola mientras arrancaba malas hierbas entre el tomillo y el hinojo. Tras mascullar una maldición, dijo en voz alta: «Dos papas. Éste es un mundo malvado. El anticristo anda cerca». Julián se concentró en su manuscrito y empezó a escribir:
DE LA SUFICIENCIA DE CRISTO
Yo ya sabía que poseía fuerza suficiente (y sin duda todos los seres vivos que encontrarán la salvación) para luchar contra los demonios del infierno y contra los enemigos fantasmales.
Al principio la cocinera de Blackingham consideró un abuso tener que alimentar a otras dos bocas a partir del fuego de la gran cocina que tenía bajo su supervisión. Mientras aplanaba las ascuas candentes bajo la ceniza al rojo blanco para colocar encima la pesada olla, Agnes se quejó a su marido John de que su pobre y cansada espalda no aguantaría mucho más.
—¿Y qué será entonces de mi señora?
—Pues estará poco más o menos igual que ahora.
Agnes sabía que no debía lamentarse ante John. Lo único que conseguía era aumentar su resentimiento, y no era ésa su intención en absoluto. Él le había rogado que se marcharan hacía años, después de que la peste asoló el país en 1354, segando la vida de un gran número de labriegos en condiciones de trabajar.
—Es nuestra oportunidad de romper las ataduras con la tierra —había afirmado—. Me han dicho que están pagando jornales en Suffolk. Un hombre puede ofrecerse para el trabajo que quiera, marcharse cuando quiera, sin que nadie le pida cuentas de nada. Después de un año en Colchester, seríamos libres. Blackingham ya no tendría ningún poder sobre nosotros.
—La ley del rey lo prohíbe. Seríamos forajidos durante todo un año. No huiré de la justicia ni siquiera por ti, John; no permitiré que me persigan por el bosque como a un lobo. Lady Kathryn se ha portado bien con nosotros. Tú espera y verás cómo sir Roderick algún día te nombrará administrador.
En aquellos tiempos, John era un hombre robusto y además listo. Era capaz de hacer cualquier cosa y no se paraba en barras. Sin la ayuda de nadie, había conseguido que los rebaños produjeran suficiente lana para emplear toda la mano de obra disponible: esquilando las ovejas y tendiendo los vellones, clasificándolos y embalándolos. Entonces era un hombre orgulloso, pero las cosas no habían salido como había previsto Agnes. Su John no había recibido recompensa por su lealtad y esfuerzo. En lugar de eso, sir Roderick había contratado a ese alguacil hosco, Simpson, a quien faltó tiempo para poner a John en su sitio; lo trataba con prepotencia y nunca lo llamaba por su nombre, decía simplemente «pastor».
El «pastor» John se había quedado, pero trabajaba sin alegría. Seguía supervisando el esquileo, la extracción del vellón y mucho más, trabajo que en realidad correspondía a Simpson. Ese mismo día Agnes había tenido que dejar la cocina para ir a la lonja de la lana a ayudar porque faltaban manos. Ya estaban a finales de la temporada, la época de la siega, y John se había ido con los segadores, labriegos contratados por Simpson que cobraban un jornal. Glynis y ella habían puesto a secar los vellones lavados en el suelo recién fregado de la lonja: Glynis, ella y el joven maese Alfred, que se había detenido para ofrecerse a ayudar .
Últimamente John volvía a casa al atardecer demasiado cansado para comer y buscaba consuelo en una jarra de cerveza. Aunque Agnes no se lo echaba en cara, le dolía ver que su John, antes tan tierno, se había convertido en un hombre embrutecido y amargado. Ella lo había traicionado por su señora. De no haber sido por su lealtad a lady Kathryn, ahora su John sería un hombre libre, trabajando por la dignidad de un jornal, en lugar de un lacayo al servicio de alguien como Simpson. No era justo que ahora ella se quejara de su suerte, de modo que optó por no decir nada más sobre el trabajo extra.
Pero por mucho esfuerzo que le representara, el iluminador no tardó en ganarse su favor. Al cabo de dos semanas Agnes tuvo que reconocer que el trato afable y los modales sencillos de Finn aliviaban el peso de los quehaceres añadidos. Incluso deseaba que llegara la hora del descanso vespertino que él, ya por costumbre, se tomaba cada día. Empezaba a gustarle su agudeza. No era francés normando como su señora, ni siquiera danés como sir Roderick, pero la insolencia galesa se toleraba mejor que la brutalidad sajona y lo admiraba por su cultura.
—¿No tendrás un vaso de cerveza o un poco de sidra de pera para un pobre escribano, Agnes? —había dicho él esa primera tarde cuando apareció imponente en el umbral de la puerta de la cocina, tapando la luz.
Ella alzó la vista, apartándola de la carne que estaba picando, sin alegrarse de la interrupción, y soltó un gruñido mientras le servía una jarra.
Para su sorpresa, Finn se sentó en un taburete alto a su lado y, apoyando el codo y la copa en el tajo donde ella trabajaba, empezó a hablar.
—Estás preparando mortrewes
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, supongo. Mi abuela también lo hacía. Era una buena cocinera; tus platos me recuerdan a ella. —Señaló la mezcla de miga de pan y carne que estaba amasando para convertirla en una bola aplastada— ¿Lo rebozas con jengibre y azúcar? ¿Y azafrán? Me acuerdo de que el suyo era de color azafrán.
Agnes frunció el entrecejo y contestó de mala gana:
—El azúcar es demasiado caro, uso miel. El secreto de un buen mortrewes está en la textura. Hay que hervirlo hasta que adquiera la consistencia adecuada. Pero ¿no debéis volver a vuestro trabajo y dejarme a mí con el mío?
—He dejado al joven Colin y Rose mezclando colores. Colin me preguntó si podía ser mi aprendiz, me explicó que como su hermano era el heredero y él no quería depender de nadie, le gustaría tener un oficio. Le dije que yo no era maestro de gremio, así que no podía tener aprendices, pero que él podía observar y aprender. Rose puede ser muy exigente. Ya le enseñará.
Agnes machacó la mezcla.
—Y maese Colin aprende rápido. Podéis estar seguro de que con él vuestra hija está en buenas manos. Ahora bien, si fuera el otro, Alfred, otro gallo cantaría, ya me entendéis.
—Colin es buen chico. Supongo que algún día lo llamará la abadía, y Rose disfruta con su compañía. —Arrugando la frente, golpeó la mesa con los nudillos y miró a lo lejos— Me preocupa que se sienta sola. Últimamente la noto inquieta; antes era una niña dulce y feliz. Colin toca el laúd y cantan juntos, hablan de música y colores, de lugares lejanos. A veces su cháchara me distrae tanto que tengo que echarlos para poder trabajar en paz. Pero gracias por la advertencia, estaré atento por si el joven Alfred encuentra tiempo entre las tareas que le asignó su madre para robar lo que no le pertenece.
Bebió un largo sorbo.
—Una sidra excelente, Agnes. ¿Fermentas el zumo en barricas?
—De roble —contestó ella.
—Ah, eso es lo que le da ese regusto delicioso, como a madera.
Agnes sonrió a su pesar.
A partir de ese día se dio cuenta de que deseaba que llegara la hora de la visita del iluminador. Siempre tenía la copa de sidra lista —aunque la barrica estaba casi vacía y faltaba un mes para la cosecha de peras de ese año— y a veces también una tarta. Disfrutaba charlando con él y se dejaba sonsacar información. Pero siempre dentro de ciertos límites. Por muy campesina que fuera, había vivido lo bastante para ser consciente de la perfidia de los tiempos que corrían, y sabía que una lengua larga podía hundir a grandes y pequeños por igual.
Estaban sentados junto al tajo, Finn con la copa de sidra entre las manos como si fuera un tesoro, mientras Agnes desplumaba un par de ocas para ensartar en un espetón y asar. Un viento fresco del Mar del Norte disipó el calor de julio acumulado en la cocina. El humo de la turba en el fuego perpetuo de la chimenea de piedra se mezclaba con el olor del potaje en la gran olla de hierro que Agnes hervía con huesos de ternera, cebada y puerros. Siempre tenía un plato de caldo y una galleta de avena para ofrecer a un mendigo, a un siervo hambriento o a quien fuera que llamara a su puerta.
—Blackingham es una heredad bastante grande, y he oído decir que sir Roderick tenía amigos en la corte, incluso que era amigo del duque de Lancaster —dijo él.
—Sí, supongo que sí. Juan de Gante vino aquí de visita una vez. Sir Roderick y él fueron de caza con ese sheriff de nariz aguileña. Menudo dolor de cabeza me dieron, os lo aseguro. Para el duque no había nada tan bueno como un pavo real asado. Casi acabo en la tumba de tanto cocinar y amasar, y luego tuve que poner otra vez esas elegantes plumas en el lomo del ave, como si nada.
—¿Y lady Kathryn? ¿Es leal al duque ahora que ha muerto su marido? —preguntó Finn.
Agnes se encogió de hombros, consciente de que pisaba terreno resbaladizo, pero disfrutaba con la compañía de Finn y sabía que él se quedaría mientras ella respondiera a sus preguntas. Contestó midiendo sus palabras.
—Lady Kathryn es leal a sus hijos y a Blackingham. Teme a los duques y su lucha por el control del joven rey.
—Parece que Lancaster salió vencedor de esa lucha. Dicen que domina por completo al joven rey Ricardo. Yo conocí a Juan de Gante; me cayó bastante bien, aunque, claro, no tuve que prepararle un pavo real. —Esbozó esa sonrisa de soslayo que desarmaba a Agnes—. Pero es astuto, debo reconocerlo, por la manera en que usa al predicador John Wycliffe para abrir una brecha entre la Iglesia y el rey. Tanto los ricos como los pobres están hartos de los impuestos de la Iglesia.
—Sí, el avaricioso Lancaster tiene el poder, sin duda. De momento. Es a él a quien debemos agradecer ese maldito impuesto comunitario de capitación. Acordaos de lo que os digo, iluminador: los pobres no tolerarán ese impuesto. Sólo se les puede apretar hasta cierto punto; incluso un campesino tiene un límite. Haríais mal en decantaros por un bando demasiado pronto. No hay que olvidar al otro tío del joven Ricardo... —intentó recordar el nombre—, Gloucester. Las mareas cambian. Los hombres sabios no se dejan llevar por la corriente.