Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Lady Kathryn lamentó no tener la cabeza más despejada. ¿Podría ser ésa la respuesta al problema con el cura? Si le hacía un favor al abad de Broomholm, podría hacer valer la amistad con él sin necesidad de mentir. Colin interrogaba al monje con avidez acerca de los huéspedes. Le encantaría tener a un artista en casa. Y a Alfred le encantaría tener a la muchacha, sin duda. Eso podía ser un problema, sobre todo si la mozuela tenía una cara bonita. Pero la amistad del abad y, para colmo, una entrada suplementaria de dinero...
Disponía de la habitación de Roderick, que tenía bastante luz. y como estaba relativamente lejos de la suya no provocaría chismorreos entre los criados ni amenazaría su intimidad. Roderick y ella habían sido capaces de evitarse durante semanas seguidas.
Su hijo interrumpió sus pensamientos. En sus ojos azules se advertía un vivo interés.
—Madre, ¿qué os parece la idea?
Por el entusiasmo que traslucía su voz, lady Kathryn comprendió que a él le atraía. Debía de sentirse solo. Ella siempre estaba muy ocupada y el vínculo entre su hermano y él parecía haber terminado cuando los dos salieron de su vientre.
—¿Tú qué dices, Colin?
—Creo que es una idea buena y noble —contestó él con una ancha sonrisa.
—Siendo así, supongo que bien podemos intentarlo. —Se sintió recompensada al ver la expresión de placer en el rostro de su hijo— Hermano José, podéis decirle a vuestro prior Juan y a vuestro abad que mi familia y yo estaremos encantados de serles de utilidad. Nos prepararemos para recibir a vuestro iluminador y a su hija.
Jesucristo y sus apóstoles enseñaron a la gente en la lengua que mejor conocían [...]. Los laicos deberían entender la fe [...], los creyentes deberían disponer de las Escrituras en una lengua que entiendan plenamente.
JOHN WYCLIFFE
Lady Kathryn dedicó los dos días siguientes a supervisar la limpieza de los aposentos de Roderick. Apartó la mejor ropa para cuando le sirviera a Alfred. Colin tenía una constitución demasiado frágil. Los elegantes brocados y las prendas de terciopelo colgarían con pesadez de su delgado cuerpo.
Era una tarea agobiante por el calor del verano y emocionalmente peligrosa, así que sintió alivio cuando llegó al fondo del arcón. Allí encontró un pergamino doblado, medio escondido debajo de una túnica apolillada, entre los restos de hierbas aromáticas. ¿Una carta de amor de alguna de las numerosas conquistas de Roderick? No tenía que haberse molestado en esconderla. Hacía tiempo que a ella había dejado de importarle. Cuantas más amantes tenía, menos le reclamaba el oneroso débito conyugal. Pero, al examinarlo, resultó que el documento no era una carta de amor, sino una especie de tratado religioso con un título escrito con letra descuidada: «Sobre el oficio pastoral». Estaba iluminado, pero transcrito con prisas y firmado al final con un simple: «John Wycliffe, Oxford». Reconoció el nombre. Era el clérigo a quien el legado del obispo había llamado hereje.
Habría quemado el papel condenatorio de inmediato de no ser porque le llamó la atención la manera en que estaba escrito. No por el tema, ni por el estilo siquiera, sino por la lengua, si a eso podía llamarse lengua. Parecía el dialecto anglosajón de la región central que hablaban los campesinos y las clases bajas; desde luego no era una lengua propia de textos eruditos. En los libros y los documentos de la corte se empleaba el francés normando, la lengua de su padre, mientras que los documentos religiosos se escribían en latín vulgar. Pocas de las personas que hablaban ese galimatías sabían leer. Y ninguna podía permitirse el lujo de comprarse libros, ni siquiera pergaminos copiados a vuela pluma como ése.
Por curiosidad, empezó a descifrar aquella escritura desconocida y el contenido le pareció todavía más desconcertante que la lengua. Con razón el sacerdote había tachado a Wycliffe de hereje. Ese documento acusaba a la Iglesia de estar plagada de apostasía, incluso entre los cargos más altos, y sostenía que los clérigos inmorales y negligentes no debían administrar dinero. Un lenguaje peligroso, incluso para un director de Oxford con un mecenas en la corte.
No es que disintiera de aquella postura: el obispo de Norwich, Henry Despenser, sin duda se había mostrado más interesado en reunir dinero para crear un ejército que luchara contra el antipapa francés, Clemente VII, que en salvar almas. Corría el rumor de que el obispo incluso había ordenado a los sacerdotes que negasen los sacramentos a quienes aún no hubiesen contribuido a su causa. Pensó con amargura en su broche de rubíes y las perlas de su madre. Pero al margen de la verdad, era peligroso tener en sus manos semejante documento. Una prueba de herejía. Recordó la taimada sonrisa del cura.
Había oído las habladurías. Sabía que Wycliffe tenía seguidores no sólo entre las clases bajas, sino también entre los nobles —prueba de ello era la presencia de ese tratado entre las posesiones de Roderick—, pero por razones distintas. No era la indignación moral lo que llevó a Juan de Gante, duque de Lancaster, y sus cortesanos maquinadores a responder a la llamada de Wycliffe a la reforma. Como regente del joven rey Ricardo, el duque debía de recelar de la autoridad del Papa en los asuntos civiles, deseoso de que tal autoridad recayese en la Corona. Poder y riqueza: la Iglesia abrazaba a esas dos rameras gemelas. Y la Corona las codiciaba. Para Juan de Gante, Wycliffe y sus seguidores eran instrumentos para despojar a la Iglesia de su enorme tesoro. Pero eso a ella no le incumbía. Lo que la afectaba era algo más personal. El duque de Lancaster se había aliado con Wycliffe, y Roderick se había vinculado al duque, dejándola a ella y sus hijos en un barco a la deriva rumbo a una costa rocosa.
Acercó una antorcha al pergamino y lo observó abarquillarse y oscurecerse en la chimenea fría. Había sido una necedad por parte de Roderick implicarse en intrigas palaciegas. ¿Quién sabía en qué dirección soplarían los vientos de la política? Lo mejor era guardarse uno sus opiniones en cuestiones de religión y política: una bestia de dos cabezas. Ojalá su marido hubiese poseído la prudencia necesaria para actuar así.
Al cerrar la tapa del pesado arcón de la ropa, se consoló con el recuerdo de los dos soberanos de oro que le había dado el abad en garantía por su nuevo huésped. El arte del iluminador enriquecería algo más que las Sagradas Escrituras. Esta nueva alianza le aportaría unos ingresos muy necesitados y daría validez a la afirmación de que contaba con amigos poderosos.
Cualquier cosa con tal de contener a ese cura codicioso y detestable.
Al final de la tarde ya había retirado de la habitación todos los enseres de su marido. Kathryn recorrió la estancia con mirada calculadora. La gran cama con dosel podría despertar delirios de grandeza en el humilde iluminador. Pero en general era una habitación idónea para sus necesidades: muy clara gracias a esa luz tan característica del Mar del Norte, ora dorada, montada en el carro del sol, ora plateada, derramando una luminiscencia líquida sobre todo lo que tocaba. La diáfana luz penetraba incluso en la sala adyacente, donde había colocado una cama para la hija.
Cerró el arcón y, cuando Glynis entró en la habitación y la saludó con una pequeña reverencia, alzó la vista.
—¿Me habéis llamado, señora?
—Necesito que me ayudes a mover el escritorio para ponerlo debajo de la ventana. El iluminador necesitará luz. ¿Has cambiado el cutí del colchón?
—Sí, señora, como me dijisteis. He puesto plumas de oca en el colchón del señor y Agnes está cosiendo un nuevo colchón de paja para la cama de la señorita.
—Bien.
Pero lady Kathryn albergaba ciertas dudas respecto al colchón de paja. ¿Y si era una niña mimada y malcriada? Apoyó su alto cuerpo contra el borde del gran escritorio e intentó empujarlo mientras dirigía un gesto seco a Glynis para que la imitara.
De nuevo aquella semirreverencia.
—Perdonad, señora, pero ¿no deberíamos pedir ayuda para moverlo? —preguntó la muchacha con su marcado acento del norte— Iré a buscar al señorito Alfred. Para él será coser y cantar. Tiene la constitución masculina de su padre.
Un amago del dolor del día previo asomó a la cabeza de Kathryn cuando observó a la muchacha alejarse dando unos brincos quizá demasiado alegres, pensando obviamente en algo más que en la pobre espalda de su señora. Glynis era una buena criada. Kathryn lamentaría perderla por culpa de una barriga hinchada. Dios sabía que había perdido suficientes criadas por culpa de la lujuria de Roderick. Alfred sólo tenía quince años, pero ya se chismorreaba sobre él y la moza de la taberna Black Swan. Esperaba que su experiencia no fuera más allá de los suspiros y los toqueteos propios de la juventud inexperta. Pero ya le había salido una pequeña sombra de bigote, y si había heredado la naturaleza licenciosa de su padre, poco podría hacer ella salvo enseñarle a ser discreto. No le importaba si flirteaba de manera inofensiva con mozas de tabernas, pero no le permitiría ensuciar su hogar con su lascivia.
Llegaron enseguida. La criada, con las mejillas sonrosadas y una sonrisa tonta, entró en la habitación detrás de Alfred.
—Glynis ha dicho que mi señora madre necesita a un muchacho lozano con una espalda robusta. Así que aquí estoy. Soy el hombre que buscáis.
Un rizo de color óxido se salió de la cinta de cuero que lo sujetaba y se agitó ante su mejilla.
—Más niño que hombre, diría yo. Aunque por falta de algo mejor, me conformo contigo. Utiliza tu espalda robusta para empujar la mesa hacia la ventana.
Si el chico se extrañó por la aspereza de la respuesta, no dijo nada; simplemente se dispuso a acometer la tarea de buena gana.
—Es muy fácil —dijo fingiendo menor esfuerzo que el que le habría supuesto a un hombre hecho y derecho empujar el pesado mueble de roble. Kathryn se preguntó qué más habría hecho para impresionar a la regordeta sirvienta.
Tras dar un último empujón, con el rostro enrojecido, para centrar la mesa ante el parteluz de la ventana, preguntó:
—¿Por qué queréis el escritorio debajo de la ventana? Y veo que habéis retirado los objetos de nuestro padre. —Sopló para apartar el molesto rizo que le tapaba los ojos azules: el único rasgo que compartía con su hermano.
—Puedes irte, Glynis —dijo Kathryn—. Ya pondré yo las sábanas limpias en la cama. —Esperó a oír alejarse los pasos de la muchacha— Vamos a tener un huésped, Alfred. —Cogió la sábana que había traído Glynis y se volvió hacia la cama, hablando a su hijo por encima del hombro— Te lo habría dicho antes, pero en las últimas dos noches has considerado oportuno privarte de la compañía de tu madre.
—Colin dijo que os dolía la cabeza y no quise importunaros. —Tamborileó con los nudillos en la mesa de roble.
Demasiada energía descontrolada, pensó ella. Su hijo le recordaba una olla al fuego a punto de hervir. Agitó la sábana en el aire y ésta se posó en la cama con un sonido seco.
—Bueno, en cualquier caso, dudo que estuvieras en condiciones de atender a tu madre, cuyo dolor no se habría visto más que aumentado al ver a su hijo mayor tan descompuesto que apenas podía caminar; eso a una edad tan joven, un niño recién destetado que no aguanta la cerveza.
Bien. Al menos había conseguido provocar rubor en sus mejillas ya de por sí rubicundas.
—Veo que a Colin le faltó tiempo para delatarme...
—Tu hermano, caballerete, no me dijo nada. Agnes me contó que había tenido que limpiar el vómito de tu ropa. No permitiré que mi hijo sea el hazmerreír de criadas y siervos. Y hablando de eso, he de decirte que te permites demasiadas libertades con mi criada. Ya he visto las derretidas miradas que os cruzáis.
Si bien el muchacho no agachó la cabeza avergonzado, al menos tuvo la delicadeza de mostrarse incómodo. Sin embargo, tampoco le replicó como habría hecho Roderick de joven, aunque ella tampoco supo si contuvo su genio por discreción o por afecto.
—Me temo que he sido demasiado laxa contigo. A partir de ahora tendrás que estar en casa a la hora de las vísperas.
—Las vísperas —gimió Alfred, y en sus ojos saltaron chispas como al chocar el pedernal contra la piedra. Cabeceó y se le soltó otro rizo— Odio a ese cura. ¿Va a...?
—No, Alfred. El padre Ignacio no vendrá a vivir aquí. Y si viniera, jamás le cedería los aposentos de tu padre. Vamos a tener huéspedes.
—¡Huéspedes! Por las heridas de Cristo, madre, seguro que no somos tan pobres como para tener que alquilar los aposentos de...
—A mí no me hables así, Alfred. Puedes dar rienda suelta a tu mal genio y maldecir como un granuja cuando estés en compañía de siervos, pero no en presencia de tu madre.
Esta vez sí agachó la cabeza. Pero ¿fue por la vergüenza o para esconder una expresión insolente? Fuera lo que fuese, Kathryn decidió suavizar su actitud. Una madre sensata nunca provocaba la ira de su hijo.
—He ideado un plan para quitarnos de encima a ese sacerdote cuya compañía te resulta tan opresiva —dijo—. Aunque unas cuantas oraciones tampoco nos vendrían mal. Sin embargo, no veo por qué tienen que obligarnos a pagarlas. No recuerdo que el Señor cobrara por sus servicios.
—¿Quién es nuestro huésped, pues, y cómo ahuyentará al sacerdote?
—Son dos huéspedes, no uno. Un hombre y su hija. El abad de Broomholm nos ha pedido que los alojemos como un favor a la abadía; es más, está dispuesto a pagar. Entre los suministros del rey y el creciente coste de las oraciones, no te quedará nada para heredar si no se detiene la sangría.
—Pero sigo sin entender. ¿Cómo...?
—No seas tan lerdo. Si nos hacemos amigos del abad, él se hará amigo nuestro. El huésped es un iluminador de renombre que viene a ilustrar un evangelio para la abadía. No podía alojarse con los hermanos por su hija.
El rostro de Alfred se encendió como una nube herida por un rayo de luz.
—¿Y qué edad tiene la hija?
La luz de la ventana que daba al norte se derramó sobre el muchacho cuando se sentó en el escritorio delante de Kathryn, balanceando las piernas. La curiosidad había ahuyentado cualquier resentimiento por la reprensión de su madre. Con razón las muchachas revoloteaban tras él como mariposas alrededor de campánulas. Ver sus ojos alegres y su amplia sonrisa incluso a ella le aligeraba el corazón, aunque no lo exteriorizaría.
—Eso no es asunto tuyo. No tendrás nada que ver con la hija del iluminador. ¿Lo entiendes, Alfred?