Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Un buen consejo, Agnes. Procuraré recordarlo. —Buscó las plumas más fuertes y las probó apretándolas contra la yema de sus largos dedos— Y lady Kathryn, ¿es leal al Papa? Ahora que lo pienso, he visto que las oraciones no desempeñan un papel destacado en sus rituales diarios. Tampoco me quejo, entiéndeme, sólo que pensaba que las simpatías de lady Kathryn se inclinan del lado de la reforma.
Agnes señaló al iluminador con un cañón que acababa de arrancar del ave desplumada.
—Mi señora es una mujer devota, iluminador. Ni se le ocurra irle con ese cuento al abad. Sus oraciones son privadas, y ha pagado suficientes al obispo como para sacar al bribón de su marido del purgatorio. ¿Se acuerda del cura muerto, el que encontró el sheriff en el bosque? Pues ese hombre venía mucho por aquí y atormentaba a mi señora con amenazas veladas, exigiendo siempre dinero. Casi la desangró.
Le pareció ver un atisbo de sorpresa en el rostro del iluminador y por un momento temió haber hablado demasiado. Cogió un cuchillo y clavó la hoja en los huesos del cuello del ave, cortándolos uno por uno.
Finn los cogió con la hoja de su cuchillo y los echó en el caldo que hervía en la chimenea.
—¿Y tú, Agnes? ¿Qué piensas de John Wycliffe y su idea de que la Santa Iglesia no tiene derecho a gravar lo que pertenece al rey?
—¿Yo? ¡Me preguntáis a mí lo que pienso!
—Eres una mujer juiciosa. Debes de tener una opinión.
—Ya, y si la tengo, me la callo. ¿Cómo sé que no sois un espía del obispo? Hacéis el trabajo de un monje. El lugar adecuado para algo así sería una abadía. Podría ser una simple excusa para espiar. Quizá seáis una serpiente en nuestro seno.
Lo dijo medio en broma. Aun así, ¿qué sabía realmente de ese extraño que había aparecido el mismo día en que habían asesinado al legado del obispo? Tal vez ya había hablado demasiado.
—Si yo quisiera espiar, no sería para Henry Despenser, ese mozalbete de cuidado. La juventud y una ambición desmedida pueden ser una combinación peligrosa.
Agnes estaba de acuerdo en eso. Había visto al obispo el año anterior, cuando fue a Norwich con John para entregar los vellones a los compradores de lana de Flandes. El obispo Despenser vigilaba las obras en el puente del río Yare. El enorme carro de la lana con su carga de vellones había sido retenido durante una hora mientras el obispo arengaba a los picapedreros. Su arrogancia y la manera en que exhibía su traje de armiño habían desagradado a Agnes.
Finn bebió el último sorbo de sidra y se levantó para irse.
—Como me has recordado mi trabajo, Agnes, más vale que vuelva. Rose vendrá a buscar a su padre en cualquier momento.
Pero Rose no fue a buscar a su padre. Estaba demasiado ocupada y feliz.
—Te enseñaré a tocar el laúd —le había prometido Colin la semana anterior mientras limpiaban los pinceles de su padre.
—Eso sería maravilloso. Podría sorprender a mi padre. Le gusta que aprenda cosas nuevas.
Ordenó los manuscritos de Finn sólo por la fuerza de la costumbre. Para su padre, el orden era una virtud rayana en la santidad.
—Pues si quieres sorprenderlo, no deberíamos hacerlo aquí.
—«Colin posee una voz melodiosa incluso cuando no canta», pensó ella. A veces tenía que obligarse a concentrarse en sus palabras.
—¿Crees que podrías ausentarte tanto tiempo? —preguntó él.
Ella lo pensó mientras se toqueteaba la cruz con incrustaciones de perlas junto a la garganta. Le gustaba acariciar la intrincada filigrana, las suaves perlas: era su adorno favorito. Tocarlo la ayudaba a pensar.
—Mi padre deja de pintar cada tarde cuando declina la luz. Se va al jardín a dibujar lo que hará al día siguiente antes de que anochezca. O si llueve o hace demasiado frío para estar sentado en el jardín, sale a dar un paseo. Le diré que me voy a bordar con lady Kathryn.
Colin arrugó su frente amplia y suave.
—Rose, no quisiera que le mintieses. Admiro mucho a tu padre. —Enderezó un frasco de tinta, tocó la pila de hojas del manuscrito y trazó el contorno de la cruz dorada en el centro de las páginas de alfombra de color mora: las guardas decoradas con complejos nudos negros y ámbar— ¿Y si se enterase?
—Pues en ese caso le diríamos la verdad, tonto, y nos perdonaría. —Le encantaba la manera en que el pelo claro y lustroso le caía a los lados de la cara, como una suave cortina de seda— No te lo reprocharía, estaría encantado. Ya sabes que a mi padre le encanta tu laúd. ¿No te has dado cuenta de que trabaja mucho mejor cuando tocas?
El ceño desapareció de la frente de Colin.
—Creo que ya sé de un sitio donde podemos encontramos y no nos verán ni oirán. La lonja de lana. Allí no va nadie salvo en la época de esquilar, y entonces sólo para embalar los vellones.
El octavo día, cuando apretaba el calor bajo el sol vespertino y el aire espeso languidecía como el perro tumbado junto al sendero, Rose abrió la puerta y entró sigilosamente. Durante una semana se había reunido con Colin todos los días en la lonja. Se sentaba con las piernas cruzadas en el suelo de madera, impoluto y suave por el roce, año tras año, de la lanolina de los vellones. A veces Colin se sentaba detrás de ella rodeándola con los brazos y le guiaba los dedos por las cuerdas con los suyos. Otras se ponía delante de ella y le explicaba con paciencia cómo debía puntear. Y en esas lecciones ella aprendió algo más que cómo sostener el laúd. Ese joven, con sus modales afables y su sedoso pelo rubio, despertó sentimientos en ella que nunca había conocido. Al sentir su aliento en el cuello, el contacto de su mano cuando apretaba la suya, se le aceleraba el corazón. Ya veces se mareaba hasta tal punto que no podía pensar.
Al entrar, lo primero que advirtió fue el olor denso y acre de la lana; no el habitual y persistente aroma de la lanolina que había impregnado el suelo, sino un olor mucho más fuerte, inmediato. Casi al mismo tiempo que veía el suelo desnudo cubierto de vellones recién esquilados, oyó voces. Tanto la sorprendió que hubiera alguien más en su escondite que se ocultó rápidamente entre las sombras por temor a que la vieran. Al principio creyó que lo había imaginado: voces, gemidos y risas. Venían de detrás del gran saco de lana colgado de las vigas, en espera de que lo llenaran. Aguzó el oído al tiempo que se acariciaba la cruz con dedos nerviosos para tranquilizarse, sin atreverse a mover los pies mientras escuchaba aquellos susurros.
—Soltadme, señorito Alfred, mi señora se enfadará conmigo.
—Con vos también, seguro, si se entera de lo que hemos estado haciendo. —Un chillido y una carcajada y luego—: Tenía que haberme dado cuenta de que no nos ayudasteis a la cocinera y a mí sólo por amabilidad.
A Rose se le encendió la cara. Por muy protegida que hubiera vivido, tenía una ligera idea de lo que estaban haciendo. Reconoció la voz aguda y estridente de Glynis al tiempo que veía cuatro pies asomar por detrás del saco de lana. Oyó el forcejeo de miembros entrelazados y palabras amortiguadas, pero Rose no esperó a escuchar más. Salió como una flecha por la puerta y no se detuvo hasta llegar detrás del cobertizo. Mientras estaba apoyada contra las tablas de madera áspera, intentando serenarse, preguntándose si la habían visto, llegó Colin.
—Rose, ¿qué haces aquí?
—Yo..., había alguien dentro. No quería que me vieran.
Miró más allá de Colin, sin ver las ovejas de morro negro que pastaban en el prado, sin oír el zumbido de las abejas en el arbusto a su lado; tan sólo veía las manos de Colin al puntear las cuerdas de su laúd, tan sólo oía el sonido de su corazón latiéndole al oído.
—Debía de ser John tendiendo la lana. Pero no se lo dirá a nadie. Vamos, no pasa nada. Encontraremos cualquier rincón para nuestra lección.
—De acuerdo —dijo Rose, pero se rezagó, y mientras caminaba detrás de Colin, deseó que no hubiera nadie en la lonja, sin dejar de pensar en el uso que le había dado la otra pareja.
Sintió un calor que le subía por el cuello. ¿Y si Colin le leía el pensamiento?
La lonja, con los vellones, parecía distinta, casi viva. Hasta la música sonaba diferente. En lugar de reverberar en el vacío, las notas tenían un sonido más suave, amortiguado. Era relajante. Colin tocó y cantó unos versos:
Vivo por el anhelo de mi amor
a lo más hermoso,
capaz de procurarme dicha,
y a ella estoy atado.
Interpretados de una manera inquietante y nostálgica, aquellos versos despertaron en Rose su propio anhelo, aunque no sabía muy bien qué anhelaba. Era una sensación extraña, nueva.
—¡Colin, qué bonito! ¿Puedes enseñármela?
Sin pronunciar palabra, Colin le entregó el laúd y luego se inclinó para enseñarle a poner los dedos para tocar las notas.
—Hueles bien, Rose, como el verano —comentó.
Ella se alegró de haberse lavado el pelo con agua de lavanda. Sintió la proximidad de él como no había sentido la de ningún otro ser humano, ni siquiera su padre, que se ponía muy tenso cuando ella lo abrazaba. Cuando era pequeña, él siempre la cogía entre sus brazos. Se acordaba de la aspereza de su barba contra su mejilla infantil, pero hacía mucho tiempo de eso. Se preguntó si Colin se apartaría si ella lo tocaba. Permaneció inmóvil como un cervato, por temor a romper el hechizo.
—«Vivo por el anhelo de mi amor.» Cántalo conmigo y yo te iré moviendo los dedos —dijo él.
Los dedos le temblaban tanto que apenas podía pulsar las cuerdas.
—«Y a ella estoy atado» —cantó él quedamente junto a su pelo, como una nana.
Rose notaba su aliento. Pensó en las piernas enredadas que había visto en el cobertizo. Sabía qué estaban haciendo. Una vez había visto unos animales aparearse y, asqueada, preguntó a su padre si las personas hacían eso mismo. El contestó secamente: «Más o menos», y ella se resignó a permanecer en un estado perpetuo de ignorancia virginal.
Pero con Colin podía ser distinto. Desde luego, a Glynis no pareció disgustarle .
El soltó el laúd y le acarició la cara. Si se quedaba muy quieta, a lo mejor la besaba. ¿A qué sabrían sus labios? Parecían cerezas maduras. La asaltó un deseo casi incontenible de mordisquearle el carnoso labio inferior.
Cerró los ojos y Colin la besó. Al principio un roce tímido de labios y luego un suave tanteo con la lengua, con mayor urgencia, y la determinación infantil de Rose se derritió como la nieve bajo una lluvia de primavera. Tras el beso, él siguió abrazándola, hundiendo el rostro en su pelo, cantándole: «Rose, mi Rose, a quien estoy atado», y la canción de amor pareció una promesa.
Permanecieron abrazados hasta que declinó la luz del día, los dos vacilantes, avergonzados por la novedad, hasta que ella oyó un suave crujido, casi un murmullo. Se levantó de repente.
—¿Qué ha sido eso?
—Yo no he oído nada. —Le rozó el cuello con los labios.
—Escucha, ahí está otra vez.
Un ligero sonido, como el susurro de hojas agitadas por la brisa, perturbó el silencio de la lonja.
—No tengas miedo. No es nada, sólo la lana que se enfría. Fíjate en la neblina que se forma por encima de los vellones. Están calientes y vivos. Es la lana que respira en el aire fresco de la noche.
Y efectivamente, cuando Rose miró con mayor atención, vio una neblina blanca que se elevaba de los vellones, oyó la fibra que se expandía, susurrando. Era un sonido agradable, pero también triste, como los fantasmas de viejos amantes que suspiran por el recuerdo de un abrazo.
—Es tarde, Colin. Quizá mi padre esté preocupado. Deberíamos irnos. —Pero el pelo se le había soltado y lo tenía atrapado bajo el hombro de él. No hizo ademán de liberarse.
—Sólo un beso más. Por favor, Rose. Eres tan hermosa... Te amo. Quería decírtelo. Pero tenía miedo de que te rieras de mí. Eres la primera, lo sabes. No soy como mi hermano.
—Yo nunca me reiría de ti, Colin. –Y en ese momento un pensamiento inquietante asomó la cabeza como una serpiente que se adentraba en su paraíso—. Colin, ¿crees que lo que hemos hecho está mal? ¿Crees que seremos castigados?
—Te quiero más que a nadie, Rose. Más que a nada. —Pasó un dedo por sus labios, igual que antes había trazado el contorno de la cruz en el manuscrito de su padre. Después se irguió y, apoyándose en un codo, bajó la mirada hacia ella. Parecía serio, incluso preocupado— ¿Cómo puede ser pecado, Rose? Serás mi dama. Te consagraré mi corazón como en la canción de Tristán e Isolda. Te amaré siempre. Te amo incluso más que a la música.
—Entonces me amas de verdad —dijo ella, y se echó a reír.
Tendida entre sus brazos junto a la neblina que flotaba sobre el suelo de la lonja, Rose pensó que su amor por él era tan alegre y puro como los vellones de lana blanca que en susurros expresaban su aprobación.
En la medida de lo posible, los manuscritos deben ser decorados de tal modo que su simple apariencia incite a la lectura. Sabemos que los antiguos se cuidaban mucho de hacer coincidir el contenido con la belleza exterior. Las Sagradas Escrituras merecen todos los adornos posibles.
ABAD JOHANNES TRITHEMIUS.
De Laude Scriptorum (siglo
XIV
)
Lady Kathryn contempló los aposentos de su nuevo huésped con aprobación. Un lugar de trabajo ordenado reflejaba una mente ordenada, y sin duda allí había orden: pequeños frascos de colores, alineados como centinelas en el fondo del escritorio; pinceles y plumas, limpios y perfectamente dispuestos por tamaño; pilas de papel de vitela, con finas rayas trazadas con cuidado para guiar la mano del artista, que sabía que su hijo había ayudado a preparar. Eso también lo aprobaba; le gustaba ver felices a sus hijos.
Había ido a buscar a Colin y le sorprendió encontrar la cámara vacía. Había supuesto que el iluminador estaría dibujando en el jardín a la luz menguante, pero pensaba encontrar a su hijo, no por ningún motivo especial, sino porque echaba de menos estar con él. A Alfred lo veía poco desde que vivía con Simpson, y últimamente incluso Colin le escatimaba su compañía. Antes siempre iba a su habitación a última hora de la tarde; le cantaba o explicaba alguna aventura nueva —sobre un nido de cisne encontrado entre los juncos o un poema descubierto entre los pocos libros adquiridos por Roderick, por prestigio y no por amor a los versos—, murmuraba las oraciones y ella se arrodillaba en silencio a su lado, más en comunión con su hijo que con Dios.