Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Finn se desprendió con delicadeza de su abrazo y se levantó de la cama. Los brazos de ella corrieron tras él como el agua.
—Ahora tengo que trabajar, mi señora —dijo sonriente—, mientras todavía conserve fuerzas para levantar mis utensilios.
Ella se reclinó sobre las almohadas de plumas, con los brazos tras la cabeza, invitándolo abiertamente, al tiempo que su mata de pelo plateado se extendía por la almohada y el mechón negro se enroscaba como una cinta de seda en torno a un pezón rosado.
—Vuestro utensilio, señor, parece levantarse solo —dijo ella.
El se echó a reír y sintió que la sangre le encendía también el rostro.
—Pues en ese caso tendré que guardarlo y buscar otro —respondió poniéndose el calzón.
Se inclinó para besarla en la frente. Ella, fingiendo un mohín, se envolvió con la sábana arrugada, se acercó a él y, a sus espaldas, se quedó observando su trabajo en espera de que la luz declinara.
Kathryn tenía razón al afirmar que su virtud no le saldría barata, pensó él. La había comprado a un precio muy alto. Tenía la impresión de que su unión lo había cambiado de una manera profunda que nunca había experimentado con una mujer, y que ya nunca volvería a ser el mismo. Ella lo había llevado hasta el interior de sí misma, y ahora él ya no era él, sino una parte de ella. Lo había devorado por entero con su fuego, consumiendo su cuerpo, su mente y su alma. Pero no era sólo la pasión de Kathryn —aunque eso lo había sorprendido, pues no había sospechado siquiera su profundidad y amplitud hasta que la besó aquel día en que el fue a su habitación a ver sus dibujos—, no era sólo la manera en que sus cuerpos se fundían, sino el modo en que su espíritu parecía mudar de forma para mezclarse con el suyo. A veces casi tenía la sensación de que ambos pudiesen leerse el pensamiento mutuamente. Y ni siquiera su talento de artista, que constituía el centro de su ser como una semilla, se libraba del calor que ella irradiaba. En la hoja iluminada, las líneas y formas brincaban desde los estrechos márgenes, los colores oscuros se veían más oscuros, los vivos más vivos, los nudos más intrincados, enroscándose y retorciéndose como su mente femenina. Su talento ya no le pertenecía; ahora lo compartía. y si no podía ocultarle eso a ella, ¿qué sería de su secreto? ¿Cuánto tardaría ella en descubrirlo también? Pero debía mantenerlo; debía protegerla de él, pues ella se había convertido en la fuente de su energía creativa y el objeto de un amor que no sentía desde que había enterrado a su esposa dieciséis años atrás.
—Deberías vestirte, Kathryn. Rose y Colin estarán a punto de llegar.
Él ya se había sentado ante su escritorio y tenía delante el papel de vitela en que Rose había transcrito el texto con su meticulosa caligrafía.
—Tardarán un poco. He visto a Colin salir con su laúd. Le pregunté adónde iba y me dijo que tenía que impartir una clase a Rose. Para darte una sorpresa a ti.
—Conque eso es lo que hacen cuando desaparecen cada día. —Limpió el pincel con un trapo y volvió a mojarlo— Pues intentaré acordarme de que debo sorprenderme. —Hizo una pausa y a continuación dijo——: El otro día me pareció ver a Alfred hablar con Rose. Algo en su trato me pareció demasiado familiar. —Esperó a que Kathryn le leyera el pensamiento, lo tranquilizara, pero ella se quedó mirándolo, aguardando a que siguiera— Es mi hija, Kathryn, entiéndelo. Quiero protegerla de... —El tono suplicante de su voz lo volvía vulnerable, y lo sabía. Pero confiaba en ella, no le ocultaría su debilidad.
—Lo entiendo. —Kathryn se inclinó para besarle el cuello— Una hija es un tesoro, un regalo de Dios que hay que proteger por encima de todo. —Le mordisqueó el lóbulo y susurró—: Hablaré con Alfred.
Vencido, Finn soltó el pincel.
Las grandes casas no hacen santos a los hombres, y sólo mediante la santidad se sirve a Dios.
JOHN WYCLIFFE
El obispo Henry Despenser prestó poca atención a la elaborada talla de la piedra que coronaba el pórtico de la catedral de Norwich. Representaba a varias almas desdichadas, amarradas entre sí con una cuerda y arrastradas por unos demonios hacia un caldero en llamas mientras varios ángeles conducían a unos pocos inocentes redimidos en dirección contraria. Aunque ese recordatorio gráfico de la condenación eterna que espera a los pecadores no estaba allí para los guardianes del paraíso como él, si el obispo Despenser hubiese sido menos joven, menos arrogante —y más inocente—, este sermón tallado en piedra habría propiciado cierta reflexión sobre el estado de su propia alma.
Pero sus inquietudes tenían más que ver con este mundo que con el otro. Y en ese preciso instante le preocupaba el asesinato sin resolver del padre Ignacio, un hecho que empezaba a resultar molesto.
El sonido de sus suelas de cuero contra el pedernal apenas alteraba el silencio que se imponía bajo los elegantes arcos normandos del deambulatorio en el lado sur de la iglesia. No era que no le impresionara aquella grandeza. Las colosales nervaduras de madera del techo abovedado que se expandían como el esqueleto de un leviatán mítico, las pinturas, las mamparas, el tesoro de objetos de oro y plata; el simple poder y la riqueza de todo ello le impresionaban vivamente.
A decir verdad, su dios moraba allí. Pero no era un humilde carpintero galileo. El dios del obispo era la propia catedral. Y como todos los dioses falsos, exigía sacrificios humanos y un servicio continuo. No el suyo propio —aunque algunos días, si se lo hubiesen preguntado, habría dicho que preferiría luchar contra los franceses, luciendo la cota de malla y el yelmo en la batalla, a ponerse la cruz pectoral de oro con su Cristo de rubíes incrustados—, sino el sacrificio de un ejército de canteros y carpinteros, muchos de los cuales habían muerto antes de concluir su obra, para ser sustituidos por sus hijos, nietos y aprendices. Algunos habían trabajado cinco décadas para construir la gran catedral y seguían trabajando para reemplazar el capitel de madera, destruido por un temporal un cuarto de siglo antes. El chapoteo de la argamasa, el pulido de la piedra y el zumbido del cepillo del carpintero formaban parte de los ruidos de la catedral tanto como los cantos gregorianos de los monjes que vivían en su priorato.
Para el obispo Despenser, el gran edificio de piedra, resplandeciente y dorado bajo el sol, era un himno de alabanza a la creatividad humana, un canto a la ambición, y la suya se alzaba tan magníficamente como la gran bóveda encima de su cabeza. Pero de todo aquel esplendor, lo que más le agradaba era el trono del obispo situado detrás del altar mayor. El trono se alzaba con incuestionable dominio en el ábside oriental como una silla de Moisés sacada de una sinagoga antigua. Era ese trono lo que seducía su alma. Gobernar la catedral era igual que gobernar East Anglia. Los miles de ovejas que salpicaban los campos, los prados dorados por el azafrán, los páramos y ríos llenos de aves, peces y anguilas, incluso los sauces y juncos que bordeaban los arroyos: todo eso era prácticamente propiedad de Henry Despenser, porque el obispo de Norwich sabía que quien tuviera el poder de gravar con impuestos tenía el poder de destruir. ¿Y acaso no era eso una forma de propiedad?
Pero era una copropiedad con el rey. Eso lo irritaba. Y eso —junto con la reprimenda del arzobispo— era el motivo de su malhumor esa agradable mañana de verano. Acababan de informarle del nuevo impuesto de capitación del rey.
Arrastrando la orla de armiño de su pesada túnica, se deslizó velozmente por el pasillo curvo junto a un grupo de monjes que copiaban manuscritos en el deambulatorio, que hacía las veces de escritorio. No se detuvo a examinar sus progresos, ni siquiera dio señal de advertir el nervioso trajín de plumas y papeles. Los libros tenían poco interés para el obispo incluso en circunstancias normales, y ése no era un día normal. Era viernes. Ese día el obispo tenía una cita especial.
Se alegró del frescor de la catedral, pero hasta la piel del edificio sudaba en el calor del estío. La humedad manchaba las juntas en las paredes de piedra. Manchaba asimismo las sisas de la fina camisa de hilo blanca del obispo.
Ese día no entró en la nave, ni se acercó al presbiterio, ni se arrodilló ante el cáliz dorado en el altar. Ese día fue derecho a la intimidad de la rectoría, donde podía cambiarse de camisa y sustituir la pesada túnica por un abrigo más corto, que se habría puesto en cualquier caso si no hubiese tenido que ver al canciller del rey y al arzobispo. Ese ilustre anciano había censurado en voz alta la actual laxitud del protocolo en la vestimenta religiosa. El municipio de Londres incluso había promulgado un decreto que reprochaba a los clérigos que usasen una indumentaria «más propia de caballeros que de clérigos». El arzobispo se había quejado de que frecuentaban a los ricos modistos de la calle Colgate —donde Despenser compraba sus elegantes camisas de batista— y se paseaban como «pavos reales». Pero el obispo no estaba dispuesto a renunciar a su legítimo derecho a la ostentación. Al fin y al cabo, era de linaje noble y se enorgullecía de sus pantorrillas bien proporcionadas. De todos modos, por deferencia a su superior, se había puesto la pesada túnica, de la que se despojó con alivio en cuanto llegó a sus aposentos.
Tras quitarse la camisa manchada, llamó a gritos a su anciano chambelán. El viejo Seth, que dormitaba en un rincón, despertó sobresaltado, abriendo los ojos legañosos con una mirada de interrogación, y luego se acercó a toda prisa pidiendo «perdón a su ilustrísima» y ofreciendo a su señor una camisa y un jubón limpios. El obispo le dio la túnica, y el anciano la cepilló con movimientos vigorosos, demasiado vigorosos. Despenser sabía que al viejo criado le preocupaba que lo sustituyera por un hombre más joven, pero no tenía nada que temer. Quizá Seth estuviera viejo y trabajara con lentitud, pero el obispo sabía que era leal y la lealtad lo era todo en esos tiempos de perfidia.
—¿Ha comido su ilustrísima?
—El arzobispo nos ha dado ostras, un guiso de pescado con buñuelos y cerezas en conserva. —Frunció el entrecejo y soltó un sonoro eructo—. Tengo el estómago revuelto, me temo que las ostras estaban pasadas. Pero tráeme una jarra de vino. y después podrás retirarte toda la tarde, espero una visita.
Despenser ni se percató de la reverencia del anciano antes de salir. Tampoco lo oyó cuando volvió al cabo de unos minutos. El obispo se sirvió el vino y se sentó a pensar durante la hora que faltaba para que llegara la muchacha. Constance siempre iba los viernes para confesarse, y él había aceptado de buena gana ser su consejero espiritual. Era la hija de un viejo amigo, y no podía evitar fijarse en la firmeza de sus muslos y la manera en que sus jóvenes pechos sobresalían, rogando que los apretaran.
Pero ese día casi deseó que ella no fuera. El calor y el sermón del arzobispo sobre la laxitud de la moralidad entre los clérigos habían apagado su ardor. Aquel pomposo y viejo idiota se había esforzado por recordarle el escándalo ocurrido hacía sólo cuatro años, cuando diez sacerdotes de Norwich fueron acusados de conducta lasciva, uno de ellos con dos mujeres. Le costó mantener la boca cerrada; sospechaba que el arzobispo tenía su propia amante y sabía que hacía la vista gorda a los excesos del obispo de Londres, que regentaba un rentable y céntrico prostíbulo. Aun así, se preguntó si se había difundido el rumor de sus aventuras de los viernes por la tarde más allá de esas paredes. Era poco probable, pero el tono de advertencia en su voz era inequívoco.
Por lo que se refería al asesinato del padre Ignacio, el arzobispo había sido más directo.
—¿Qué habéis averiguado sobre el asesinato del sacerdote? —le preguntó en cuanto le tendió el anillo para que lo besara.
—Todavía no hemos encontrado al culpable.
—Buscad más. Este crimen no puede quedar impune. Ocupaos de ello.
«Ocupaos de ello.» Como si fuera tan sencillo. «Ocupaos de ello.» ¿Acaso no tenía ya suficientes preocupaciones con la recaudación para la campaña destinada a derrocar al papa de Aviñón?. Y ahora el nuevo impuesto, hasta ahí podían llegar. El sacerdote asesinado también había supuesto una pérdida para él, debido a su habilidad especial para conseguir que las mujeres se desprendieran de sus tesoros. Cuando encontró la muerte en Blackingham, iba o venía de una de esas misiones en Aylsham. ¡Ajá! El sheriff había dicho que había interrogado a la señora de la heredad. Tal vez debía interrogarla un poco más. Llamaría a sir Guy al día siguiente: ya tenía a quien cargarle el muerto.
El obispo bebió el vino a sorbos. La campana de la catedral tocó la nona: las tres, faltaban tres horas para las vísperas. Ya se sentía mejor del estómago, el vino y la perspectiva de Constance acariciándolo con sus manos blancas y frescas le reconfortaron. Le gustaría culminar dentro de ella sólo por una vez, no tener que retirarse. Pero eso entrañaba un riesgo y traía la ruina. Precisamente ésa había sido la causa del escándalo con los sacerdotes: dos de las mujeres habían quedado embarazadas. Una estupidez, una irresponsabilidad, un gran pecado. El se controlaría como siempre, y aun así gozaría plenamente.
—La Virgen lo aprueba —le había dicho a Constance la primera vez que ella se acercó a él con cierta renuencia. Él la había cogido por la barbilla con la mano derecha, obligándola a mirarlo a los ojos— Al ofrecerte a un sirviente de Dios, te ofreces al Señor.
Después de eso, la muchacha se había mostrado dócil, aunque no muy entusiasmada. Pero a él en realidad su falta de entusiasmo no le importaba. De hecho le daba más placer, porque reafirmaba su poder sobre ella.
La muchacha debía de estar al llegar. Sentía ya su cuerpo cálido y terso contra él, el contacto de su piel, suave y viva bajo sus manos, como las tallas del presbiterio. Nada mejor que un revolcón inofensivo, una pequeña aventura en una tarde de verano, para que un hombre se olvidase de sus problemas. Bebió el vino, lo paladeó. Los franceses debían limitarse a lo que se les daba mejor y dejar los asuntos del papado a Roma.
Sir Guy vio humo gris a lo lejos mientras recorría a caballo las veinte millas de Norwich a Aylsham. Fuego en un campo, pensó, sin duda prendido por algún campesino descuidado que quemaba la vegetación en el aire demasiado seco de octubre. Sir Guy tenía una hermana en la corte que se quejaba de los cielos grises y la deprimente lluvia de Londres, pero en East Anglia el verano se negaba a acabar. Cada día hacía más calor y más sol que el día anterior, y las pocas nubes que aparecían se desperdigaban como vellones limpios de lana blanca. Agradeció la brisa, sin importarle que azuzara el fuego en el horizonte lejano. Le refrescó la piel bajo el jubón de cuero y también a su caballo, al que hacía cabalgar a marchas forzadas.