Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Es indecoroso recibir la Santa Eucaristía con la nobleza —susurró uno de ellos.
Su cara le resultaba familiar, pero no sabía su nombre; en realidad no sabía cómo se llamaba ninguno de ellos. Miró alrededor en busca de Simpson, que brillaba por su ausencia. Eso la irritó. El administrador tenía que haber ido a presentar sus respetos, y así habría podido actuar de enlace entre ella y sus campesinos. Fingió no oír sus murmullos ni advertir la incomodidad que les producía su presencia, pero sintió que era tan molesta como una gárgola en compañía de serafines.
Pagó a los monjes que habían cantado el oficio de difuntos, pero se quedó hasta mucho después de entonarse el último salmo, después de recitarse el misere nobis, después de que retirasen el cadáver amortajado del ataúd procesional, lo depositaran en la tumba y lo cubrieran con turba. Se quedó incluso después de que los demás se hubieron marchado, pues no deseaba dejar a Agnes sola en el camposanto. La cocinera se arrodilló junto a la tumba, reciente y fea, como una cicatriz nueva que se extendía por una carne orgullosa. Kathryn esperó bajo el tejado mohoso de la entrada, pendiente de si veía a sus hijos. Había mandado llamar a Alfred, pero éste no había asistido. Incluso Colin se había ido. Había insistido en acompañar al cortejo de deudos que siguió al carro de dos ruedas con el muerto, pero debió de escabullirse antes o después de la misa. Eso la sorprendió. A Colin no le disgustaba la liturgia.
Kathryn se sentó en el banco, donde menos de una hora antes había descansado el pequeño cortejo mientras esperaban la llegada del sacerdote. Una paloma huiltota llamó lastimeramente a su pareja. Kathryn se estremeció. Tenía que haberse puesto la capa. Agnes no parecía sentir el frío, desplomada en el suelo junto al montón de tierra. Pero es sabido que los campesinos son más resistentes que la gente de alcurnia. ¿Qué se sentía al perder a un esposo amado? Ella no se había rezagado junto a la tumba de Roderick por temor a que se viera alivio en vez de dolor en su cara.
Un viento del norte agitó las hojas arrastrándolas por la hierba muerta. ¿Acaso Agnes no había llorado bastante? Entonces Kathryn pensó en Finn. No era su marido —nunca podría serlo porque el rey no permitiría que una mujer noble se casara con un plebeyo— y, sin embargo, le sería muy difícil dejarlo en el camposanto vacío, rodeado de tejos, como centinelas solitarios. Se arrebujó en su chal y se sopló las manos para calentarlas.
Cuando ya no soportó más el frío, se acercó a Agnes con delicadeza, le rodeó los hombros con los brazos e intentó levantarla, igual que el día del incendio.
—Vamos, Agnes. Ya hemos hecho todo lo que podíamos por tu John. Es hora de irnos. Necesitas comida caliente.
—Id, mi señora. Si no os importa, prefiero quedarme sola con John un rato. Cuando vuelva me ocuparé de atender vuestras necesidades, del joven maese Colin y de la hija del iluminador.
Tras dejar a Agnes en el cementerio, a Kathryn no le quedó más remedio que recorrer sola las dos millas hasta su casa, decidida a atender la casa por su cuenta. Desde luego, por una vez podía anteponer las necesidades de esta mujer, que la avergonzaba con su lealtad, a las suyas y dejarla llorar en paz. Al menos no tendrían que dar de comer al sheriff. Había visto a sir Guy marcharse poco después del alba, sin duda muy ofendido por la deficiente hospitalidad de Blackingham, cosa que le faltaría tiempo para pregonar a los cuatro vientos. Se fijó en cómo despreciaba la cena que le había preparado ayudada por Rose. Ahora tenía que improvisar algo para Colin, Rose y ella. Se preguntó si los lacayos se habían acordado de mantener vivo el gran fuego de la cocina en ausencia de la cocinera. Lo dudaba. Así que también tendría que vérselas con una chimenea apagada. Qué agotador era todo aquello. Anhelaba el calor del fuego de su habitación .
Al acercarse a la casa —los duros terrones en la carretera llena de surcos le lastimaban los pies; ¿por qué no se habría puesto un calzado más resistente?— vio elevarse una espiral de humo de las chimeneas gemelas. Al menos se había librado de esa tarea.
Cuando atravesaba el patio, le llegó una familiar voz masculina. Al oírla, se olvidó del cansancio y los pies doloridos. Se recogió la falda y corrió a la cocina. En ella estaba Rose, y también Finn, partiendo huevos encima de una plancha de hierro humeante.
—Habéis vuelto —dijo, sintiéndose como una tonta, deseando abalanzarse sobre él para rodearle el cuello con los brazos, pero sabiendo que no debía, al menos delante de Rose.
—Os doy mis condolencias, mi señora; Rose me ha contado lo del incendio —dijo él, pero ella vio algo más en su cara, un lenguaje secreto de los ojos que los amantes emplean.
De pronto Kathryn sintió un hambre voraz.
—¿Os sobran huevos para compartir?
Él soltó su risa de grava meliflua.
—Los hemos preparado para vos; sin embargo, será un honor para nosotros si nos invitáis a compartirlos.
Pero en medio de la comida de pan con queso y huevos —jamás una comida tan sencilla había sabido tan bien—, Rose mudó de color y salió corriendo a devolver la suya en el patio. Finn se precipitó tras ella, le sostuvo la cabeza y, cuando ella acabó de vomitar, le limpió la baba con motas amarillas de los labios con su pañuelo de batista.
—Creo que necesito acostarme un rato, padre; me siento mareada —dijo cuando acabó de expulsar del estómago los huevos, causantes al parecer de su malestar.
Lady Kathryn apoyó el dorso de la mano en la frente de Rose.
—No tiene fiebre. Seguro que ha sido una reacción a todo lo sucedido en vuestra ausencia. Ha sido una chica muy valiente y me ha ayudado mucho. Una verdadera hija de Blackingham no habría procedido mejor.
La muchacha sonrió lánguidamente al oír esa alabanza pronunciada delante de su padre, pero tenía el rostro de un tono enfermizo.
—Llevadla a vuestros aposentos y acostadla. Le haré una infusión, es un remedio que le preparaba a mi padre cada vez que se sentía descompuesto.
Finn se llevó a su hija, como una gallina clueca con su polluelo, y Kathryn fue a ocuparse de lo suyo. Tras una rápida búsqueda —empezaba a estar más familiarizada con las interioridades de esa cocina de lo que correspondía a una dama—, encontró un mortero y machacó anís, hinojo y carvi hasta pulverizarlos. Cuando subió la infusión de semillas, Rose ya estaba en la cama. Su padre la atendía, tapándola con la manta hasta la barbilla, descolgando el pesado tapiz de la ventana para evitarla luz de primera hora de la tarde.
—Me siento mejor, creo que ya puedo levantarme. Debería ayudar a Colin a mezclar los colores. Los necesitaréis ahora que habéis vuelto, padre.
—Colin también está descansando. —Kathryn acercó la infusión acre a los labios de la muchacha— No lo he visto desde el entierro. Esto ha sido un suplicio para todos nosotros. Le he dicho a Glynis que llevara una bandeja a su habitación, y he dejado un poco de pan con queso y vino para Agnes. —Miró a Finn y le hizo una señal con los ojos— Yo misma iré a descansar dentro de un rato.
Pero Finn estaba demasiado preocupado por Rose para interpretar su invitación. Si es que lo era. Ni siquiera ella estaba segura. Tenía la sensación de que sería capaz de dormir eternamente. Rose bebió la infusión, y cuando se le empezaron a cerrar los párpados, Kathryn salió de puntillas de la estancia. Finn estaba sentado junto a la cama de Rose y no dio señales de oírla marcharse.
Kathryn avivaba el fuego lento que ardía en su alcoba cuando oyó que llamaban a la puerta. Debía de ser Alfred, que quería hacer las paces después de la discusión. Como siempre. ¿Tendría que darle de comer a él también? ¿O le habría preparado el desayuno la criada de Simpson antes de marcharse? Lo más probable era que hubiera comido algo en una agradable cervecería de Aylsham. Con gesto cansino, se puso una bata, pues sólo llevaba la enagua.
—Mi señora, ¿puedo entrar? —Una voz ronca, suplicante.
No era Alfred.
Levantó la tranca de la puerta, pero sólo la entreabrió.
—¿No deberías estar con Rose?
—Duerme como una niña, mi presencia no haría más que molestarla. Como has dicho, seguramente son sólo nervios. Abre la puerta, tengo algo para ti.
Una tentación, el deseo de ser abrazada, de poder olvidar el ajetreo de los dos últimos días.
—Ahora no, en mi alcoba no. Colin o Alfred podrían presentarse en cualquier momento.
—¿Tan malo sería eso?
Kathryn recordó lo comedido que se había mostrado al saludarla en la cocina, su reticencia a abrazarla delante de su hija. La sangre se le agolpó en las sienes. Debía decirle que se fuera.
—Vamos, abre la puerta. Sólo hablaremos.
Por fin Kathryn entró en calor, no tanto por el fuego abandonado en la chimenea como por el cuerpo nervudo pegado al suyo. La habitación estaba impregnada del humo acre de las brasas que chisporroteaban y el olor a sexo. Un letargo delicioso la cubrió como la lana. Si pudiera quedarse así para siempre, con las piernas entrelazadas a las suyas como madejas de hilo de seda enredadas, rozando con los labios su suave coronilla, donde la calva formaba una O perfecta...
Cuando yacían juntos, Kathryn era consciente de los ritmos del cuerpo de él, mientras ambos respiraban al unísono mucho después de haber consumido su pasión. Esa manera en que «los dos se convertían en una sola carne» era un verdadero misterio para ella. Parecía un milagro no mucho menor que la Santa Eucaristía, cuando el pan y el vino se convertían en la sangre y el cuerpo de Cristo. Hasta entonces ese milagro lo conocía sólo de oídas, porque nunca había experimentado el sabor de la carne y la sangre en la boca; ¿sería porque no era digna de vivirlo? En su boca el vino seguía siendo vino y el pan, pan. Pero este rito sagrado, esta comunión de dos almas, sí la experimentaba. Con Roderick nunca había sido así. En su matrimonio bendecido por la Iglesia y el rey, ella no había sido más que una yegua de cría y su marido un semental, y copulaban de acuerdo con la naturaleza de cada uno.
—Te he traído un regalo del mercado de Norwich —dijo Finn.
—No necesito regalos. Tenerte aquí es regalo suficiente. —Entre las palabras intercaló besos que rozaban como plumas aquella O perfecta.
—Ah, tenerme aquí... , ya sé a qué te refieres. El abad te manda tus honorarios por «tenerme aquí». Y no es una suma despreciable. Debe de ser una tarea muy onerosa.
Aunque lo dijo en broma, sonriendo y dándole una palmadita en la barbilla, Kathryn se molestó. Sabía que él la consideraba egoísta, que creía que ella no se preocupaba por los que no eran de su noble condición. Se acordó de cuando habían discutido acerca de quién debía pagar el impuesto de capitación de sus criados. Él le besó la garganta y levantó un mechón de pelo para exponer un pecho desnudo y acercar la lengua, pero ella lo apartó —con suavidad— y se cubrió con la manta, sujetándola bajo las axilas.
Apoyándose en un hombro y mirándolo, dijo:
—No te burles de mí. No me refería a eso cuando he dicho «tenerte aquí». Me refería sólo a tu presencia. Aunque tampoco negaré que me alegro de la generosidad del abad. Sobre todo ahora que he perdido la lonja, sin hablar de los beneficios del saco de lana.
¿Por qué esa referencia a los beneficios? ¿Porque sabía que le irritaría? En su tono había percibido una insinuación desagradable: prácticamente la había llamado prostituta, y con esas cosas no se bromeaba.
—No has mencionado al pastor.
—Pues claro, también el pastor. No será tan fácil, ni barato, reemplazarlo.
Ya que estaba, podía alimentar la baja opinión que tenía de su avaricia.
Él se reclinó con los brazos cruzados detrás de la cabeza.
Alrededor del cuello llevaba una avellana engastada en peltre y colgada de una cinta de cuero. Ella le había preguntado qué era, y él le había contestado que el regalo de una mujer santa. De pronto eso la molestó, como si representara una parte oculta de él que no le mostraba. Apartó el colgante, pasando la yema del dedo por el esternón, suave y juguetonamente. Pero él ya no sonreía y había dejado de mirarla. Contemplaba el techo con el entrecejo fruncido, como si observara demonios retozando en las sombras escondidas entre las vigas manchadas de alquitrán.
—¿Ésa es la única razón?
—¿Qué quieres decir con eso?
—Los beneficios. ¿Es que sólo piensas en los beneficios?
—Obviamente no —contestó ella, señalando la cama deshecha.
¿Dónde estaba él cuando ella lavó el cadáver del pastor? ¿Dónde estaban él y sus rimbombantes ideas sobre la caridad cuando ella consolaba a Agnes? Codeándose con obispos, hablando de filosofía con mujeres santas, cenando con vino y pasteles en los lujosos aposentos del abad.
—Tengo que velar por el bienestar de mis hijos. He de proteger su herencia. Tú, en cambio, eres un artesano. —Vio que él enarcaba una ceja y lamentó el énfasis puesto en esa palabra— O sea, puedes contar con tu habilidad para mantener a tu hija. Eso es algo que ni la Iglesia ni el rey te pueden arrebatar.
Advirtió que Finn tensaba los miembros y la cara, y todo su cuerpo pasaba a estar tan tirante como la cuerda de un arpa recién afinada. Kathryn le tocó debajo del tórax, donde sabía que tenía cierta flacidez que no se había convertido aún en grasa. No notó allí la menor lasitud.
—Dependo de mi habilidad de «artesano» porque no me queda más remedio. El rey y la Iglesia ya me despojaron. Me dejaron tan limpio como la rama de un sauce.
Kathryn mantenía la mano sobre su abdomen y jugueteaba con el vello en torno al ombligo.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero, Kathryn, a que no eres la única que siente el yugo de la tiranía. Pregunta al campesino que te carda la lana, pregunta al jornalero que te labra los campos por una miseria, pregunta al siervo cuyo trabajo te pertenece. Para ellos es tu delicado pie el que les aplasta la cara contra el barro.
La mano de Kathryn quedó inmóvil.
—Puede que entiendas mucho de pintura, maestro iluminador, pero no tienes ni idea de lo que supone dirigir un feudo del tamaño de Blackingham.
En la exclamación de desdén de Finn se traslució una justa indignación y su orgullo herido. La sonrisa había abandonado su mirada. Estaba realmente enfadado.
—¡Esta casucha de mampostería con un par de campos para pastar las ovejas! Os informo, mi señora, de que en su día fui heredero de una propiedad, de un castillo con muralla en lo alto de una colina, donde tenía todo un séquito de criados sólo para mí. A su lado Blackingham parece... la casa del maestro de un gremio.