Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Me concedéis un gran honor —dijo Finn, midiendo sus palabras— Pero me temo que en estos momentos me es imposible aceptar. El abad me ha dado mucho trabajo y ha demostrado ser un mecenas generoso. No querría decepcionarlo. —Casi antes de que las palabras salieran de su boca, se dio cuenta de que había cometido un error.
El rostro del obispo se encendió.
—¿Conque preferís decepcionar a un obispo antes que a un abad? Broomholm ni siquiera es una abadía importante. Eso me hace dudar de vuestra ambición, iluminador. Y de vuestra sensatez.
—No se trata de decepcionar, vuestra ilustrísima, sólo de posponer, hasta que llegue el momento de hacer justicia al retablo.
Despenser apretó los labios. Finn tampoco debía haber dicho eso. Tenía que haber sabido que al obispo no le agradaría que lo pospusieran al abad. ¿Por eso lo había dicho? ¿Por un deseo inconsciente de molestar a ese clérigo advenedizo que representaba todo lo que él odiaba de la Iglesia? Volvió a intentarlo.
—Me siento muy halagado por la confianza de un mecenas tan noble y apreciado, pero como estoy seguro de que vuestra ilustrísima será el primero en reconocer, al servir a la abadía sirvo al mismo Señor como si realizara vuestro encargo. Si diera prioridad a uno sobre otro por intereses personales, cometería un sacrilegio a la Santa Virgen a la que he consagrado mi arte.
—Una respuesta pía y cauta, sin duda. Y astuta. —Por su tono era evidente, no obstante, que no esperaba ni piedad ni astucia de un artista.
Finn explicó que él trabajaba en miniatura, que la escala de semejante encargo excedía sus aptitudes.
—Con vuestro permiso, me permito sugerir que contratéis a un artista flamenco, que sin duda hará más honor a vuestro retablo.
El obispo había dado vueltas a esa respuesta, del mismo modo que Finn daba vueltas ahora en el duro suelo de la posada abarrotada de gente.
—Bueno, claro, si no podéis, buscaré en otra parte —había replicado con aspereza, y dirigió un gesto de impaciencia al lacayo que aguardaba junto a la ventana.
La puerta se abrió de golpe y Finn salió al frío del anochecer. Apenas tuvo tiempo de apartarse cuando el cochero azotó los caballos y el carruaje partió.
«He metido la pata —pensó—; es posible que me haya granjeado un enemigo poderoso.» Pero en ese momento le molestaban más los ronquidos y las ventosidades de los desechos humanos que dormían alrededor. «Renuncia, Finn; esta noche no dormirás», se dijo. Así que, antes de rayar el alba, fue a despertar al mozo de cuadra y a pedir su caballo. Para cuando la primera alborada sombría del invierno mostró su manto gris, él ya había salido de Norwich rumbo a Blackingham.
El trayecto de primera hora de la mañana no fue tan agradable como la promesa del día anterior. Finn se sentía presa de una inquietante angustia, la clase de soledad y aprensión que suelen darse al final del día, no al amanecer. Ni siquiera el peso de los florines de oro en torno a su cuello y el recuerdo de los regalos en sus alforjas aligeraron su estado de ánimo. Le escocían los ojos por la falta de sueño y le dolía la espalda. Estaba demasiado viejo para dormir en el suelo. O a lo mejor estaba mal acostumbrado por sus cómodos aposentos de Blackingham. Blackingham... Eso también le hacía mella. Como un nudo mal atado en los calzones. Él conocía el coste del amor.
¿Cuál sería el precio por su breve descanso de la soledad? y tendría que ser breve. De hecho, si se supiera que Kathryn y él mantenían relaciones... Pero su pasado había quedado muy atrás, y cuando acabara el encargo, volvería a marcharse. No porque lo deseara, sino porque no le quedaba otra opción. Mientras sus relaciones se mantuvieran en secreto, la posición de Kathryn no se vería comprometida. De todos modos, tal vez debería refrenarse, por si tenía que pagar el precio de esa felicidad efímera en una moneda que no podía permitirse.
Un paño de nubes se apoderó del calor del sol cuando se detuvo para abrevar a su caballo en una charca del pantano. Tal vez fuera el peso de las Escrituras que acarreaba en la alforja lo que oprimía su optimismo natural. O tal vez fuera el peso del secreto que llevaba enterrado tan hondo que a veces hasta él lo olvidaba. ¿Hacía bien en ocultárselo a Kathryn? La ignorancia era su mejor defensa.
Contempló el horizonte inexistente. El cielo gris se fundía con los pantanos y éstos se fundían con el mar como una marina pintada por un niño triste que sólo tuviera el color gris en el estuche de pinturas. Un panorama tan plano que parecía posible llegar hasta el borde del mundo: ni una colina, ni siquiera una elevación en el paisaje acuático para protegerlo del viento. ¿Cómo pudieron parecerle hermosos esta tierra tan plana, este infinito e inquietante cielo? El largo verano con su luz dorada y clara lo había cautivado, pero intuía que se había acabado. Lo confirmaba el viento frío del norte, que descendía por su cuello.
Blackingham se alzaba ante él, su fachada de mampostería lo aliviaba del manto que se había aposentado en su espíritu. De la chimenea sólo salía una delgada espiral de humo, apenas visible en el cielo gris, pero Finn vio en ella una señal de bienvenida y espoleó al caballo en dirección a Rose y Kathryn. Rose y Kathryn.
Colin pasó la noche postrado en el suelo frío de la capilla del cuerpo amortajado tendido ante el altar, y allí amaneció dolorosamente consciente, tal y como había estado durante toda la noche. El olor a quemado le producía arcadas. La mortaja de color claro reflejaba la luz fantasmagórica que despedía la solitaria antorcha encendida en su almenar, velando al muerto hasta que llegara la mañana y el pastor pudiera hacer su último viaje. Colin también velaba. «Pater Noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum... » ¿Cuántas veces había rezado el padre nuestro? Tenía la garganta seca y la lengua pastosa de repetirlo. «Libera nos a malo, libera nos a malo, libera nos a malo», líbranos del mal. Pero en el fondo de su corazón temía que fuera demasiado tarde. Fue todo culpa de él. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? El demonio se había aprovechado de la belleza de Rose para tentarlo y obligarlo a cometer un pecado mortal. Había seducido a una virgen, y ahora la sangre del pastor había mancillado su alma y la de ella.
¿Habían apagado la vela? No se acordaba. Pero daba igual, Dios hablaba a través del fuego. La lonja representaba el juicio de Dios a sus actos. «Et dimitte nobis debita nostra», murmuró entre sollozos en el silencio frío de la capilla. Ninguna paloma blanca apareció en la estrecha hendidura de la ventana, ninguna visión angélica de luz prometió la redención. Sólo una rata correteó por el suelo. En realidad no había esperado ninguna manifestación sobrenatural. Su pecado no se absolvería tan fácilmente. Necesitaría toda una vida de padrenuestros para salvar su alma y también la de Rose: Rose, que había sido la primera en decir que lo que habían hecho era pecado.
¿Acaso no había sabido siempre que pertenecía a Dios? Había negado su llamada, y el diablo, no conforme con un botín tan pequeño, le había tendido una trampa. Y ahora tenía las manos manchadas de sangre. y Rose también: la hermosa e inocente Rose, mancillada por su lujuria. Se pasaría la vida rezando por su salvación. Pero no sería como él lo había imaginado: no habría música, ni un coro de voces armoniosas, ni gloriosos cantos gregorianos con alabanzas al cielo. Elegiría una abadía silenciosa, tal vez franciscana. Haría voto de silencio, pasaría el resto de su juventud y todos los días de su vida en un silencio ininterrumpido, rezando por la Rose que había manchado, envejeciendo sin el solaz de su música. Expiaría su culpa.
Tenía la piel caliente a pesar del frío de la capilla. A lo mejor cogía una fiebre y moría. Sería una huida, pero no podía desear la muerte si no se hallaba en estado de gracia. Además, estaba Rose; su alma lo necesitaba.
La campana del patio anunció la prima, llamando a los fieles a las oraciones de la mañana, llamándolo a él. El lloriqueo ante un altar que había visto pocas oraciones no confería la menor gracia. Con la luz gris del alba, la sala parecía todavía más fantasmagórica, pero ya no lo asustaba. Se levantó con movimientos rígidos, como un viejo. Se daría golpes en el pecho al seguir el carro que llevaría los restos de John a San Miguel. Al llegar, él mismo cargaría con él y lo llevaría por la verja al camposanto donde sería recibido. ¿Y después? Sintió que se movía un peso en su interior, sin desaparecer; sólo se movió para poder llevarlo más cómodamente.
Después se confesaría al padre de San Miguel, y su vida como Colin, el menor de los hijos de Blackingham, habría llegado a su fin.
También sir Guy se despertó al despuntar el día. No tenía el menor interés en demorarse en Blackingham. Había dormido mal tras la frugal cena de paloma guisada que le había ofrecido su contrita anfitriona. Así que el patán que había muerto en el fuego era el marido de la cocinera, ¿y qué? Era una criada. Su principal obligación era para con la casa a la que servía. Jamás consentiría semejante laxitud si él fuera el amo de Blackingham, una idea que cada vez le resultaba más atractiva, sobre todo porque acababa de enterarse de que lady Kathryn había aportado la propiedad en su dote y, por tanto, volvía a pertenecerle tras la muerte de su marido. No era que negase el dolor a aquella mujer. Hasta los campesinos y los siervos tenían derecho a sentirlo, suponía. Bien podía aprovechar sus lágrimas para condimentar las viandas, pero tenía que haber viandas, y servidas a su debido tiempo. El deber, como la posición de cada uno en la vida, estaba sujeto a los designios de Dios, de lo contrario la ambición de sir Guy lo habría llevado a ser rey. Tal vez eso no estuviera a su alcance, pero sí la heredad de Blackingham.
Pero antes tenía que cortejar a lady Kathryn, y en ese momento, con el estómago vacío y sin un fuego en su habitación, no estaba de humor para cortejos. Había ido a buscar al sacerdote la noche anterior, como ella le había pedido, e intentado distraer a su hijo enfurruñado, también como ella le había pedido. Roderick a menudo llevaba al otro gemelo a cazar. Alfred le caía mejor, era un chico alegre, divertido y en ocasiones travieso. En cambio, este muchacho pálido, con el pelo sedoso y rasgos agradables había ido a cazar con ellos una sola vez y había llorado al ver un ciervo herido. Roderick se había burlado de él y lo había enviado de vuelta a casa. «Ha mamado demasiado tiempo de la teta de su madre. Nunca se hará hombre.»
Por el amor de Dios, ese chico había sido una compañía lamentable. A juzgar por sus respuestas a los firmes intentos del sheriff de distraerlo, habría podido ser sordomudo. Habían vuelto al cabo de una hora, con el sacerdote, y los habían recibido del modo menos hospitalario, todo por la muerte de un pastor. Blackingham realmente necesitaba mano dura, y se moría de ganas de ocuparse él mismo de aplicarla. La orgullosa viuda de Roderick era un aliciente más. Si se casaba con ella, se haría con el control de sus tierras.
Se vistió con presteza en el primer amanecer frío del invierno, maldiciendo brevemente al ver que su aguamanil estaba vacío, y luego se ciñó la espada y el puñal. Cuando se dirigió por el patio vacío a la gran cocina, nada se movía en la casa. Entró en la caverna llena de humo con la esperanza de encontrar una gran salchicha asándose a la lumbre. Pero allí tampoco vio la menor señal de vida, excepto una fregona que dormía junto a un fuego medio apagado.
Golpeó la hoja del puñal en unas ollas colgadas. La niña dormida dio un brinco como un perro apaleado, contrayendo el cuerpo como si intentara volverse invisible.
—Atiéndeme, moza. ¿Dónde está tu señora?
La niña sólo parpadeó con sus grandes ojos legañosos.
—Por el amor de Dios, ¿es que estás sorda? ¿Qué hay que hacer para que te sirvan una rebanada de pan en esta casa?
La muchacha se levantó de un salto, como un gato a cuatro patas, con la mirada de pronto alerta. Murmuró algo incomprensible y se acercó a un armario. Sacó media hogaza de pan cubierta con una tela mohosa y se la tendió.
—Pan —dijo la criada. A continuación volvió a esconderse entre las sombras.
—Os ha ofrecido su pan. Sería una grosería no aceptar.
Sir Guy se dio la vuelta al oír la voz de un hombre a sus espaldas. Sacó el puñal y sólo lo bajó cuando reconoció a medias al hombre risueño que había aparecido detrás de él.
—Yo diría que es más grosero comer alimentos podridos. —Envainó el puñal, pero no apartó la mano de la empuñadura. Intentó acordarse de quién era ese hombre—. Estabais aquí la noche en que asesinaron al legado del obispo. Sois de la abadía, una especie de artista.
—Iluminador. Me llamo Finn. y vos sois el sheriff, me acuerdo muy bien. Asustasteis a lady Kathryn con vuestra inoportuna exhibición del cadáver del cura.
Sir Guy tensó la espalda. Recorrió con el pulgar la empuñadura labrada de su puñal. Un tono arrogante para un artesano. En los modales de ese hombre había algo que no encajaba. y todo lo que no encajaba lo irritaba. Recordó una conversación que tuvieron, una desavenencia en la mesa, pero no los detalles. De lo único que se acordaba con certeza era de que ese hombre le había caído mal. Y ahora también.
—Y yo me acuerdo de que sois un huésped, no un miembro de la casa, de modo que no es asunto vuestro si lady Kathryn se asusta o no.
El otro no hizo caso del comentario y miró alrededor en la cocina, donde ahora sólo quedaban ellos dos. La fregona había huido, dejando su ofensivo regalo.
—¿Dónde está Agnes? —Finn olisqueó el aire—. A esta hora siempre está horneando el pan.
La familiaridad de! iluminador con Blackingham, el hecho de que no sólo recordara el nombre de la cocinera, sino que además lo empleara como si fueran viejos amigos, irritó todavía más a sir Guy.
—Agnes está en el funeral de su marido. Y por culpa de eso todos tenemos que ayunar.
Se vio compensado con una mirada de auténtica sorpresa en el rostro del iluminador. Al menos en eso podían compadecerse el uno del otro. Pero la sorpresa no se debió a una casa mal llevada, como demostraron las siguientes palabras de Finn.
—¿John? ¿Muerto? Pero ¿cómo...?
Un ruido por detrás, una fría ráfaga de viento, el frufrú de una falda y una muchacha morena se precipitó hacia Finn y lo rodeó con los brazos. Sir Guy, al principio desconcertado por semejante muestra de afecto, hizo memoria. Ah, sí, era la hija. Pero qué familiaridades. Sin la menor formalidad ni el respeto que él exigiría a una hija. Esa necia necesitaba que le enseñaran cuál era su lugar.