Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Observó el conjunto de dependencias anexas en busca de un lugar para pernoctar. Frunció la nariz al pasar por la curtiduría, donde cocían en cubas de orina el cuero del ganado sacrificado. Tras entregar el paquete, dormiría cerca del taller del herrero, donde el calor remanente de la forja caldearía la fría noche. A partir de Aylsham, el aire estaba impregnado del humo acre de la carne que ahumaban los campesinos y jornaleros para el invierno, y cuanto más se acercaba a Blackingham, más intenso era el olor. Lo mejor sería entrar por la cocina. Al ser portador de un mensaje para un invitado de la casa, seguro que la cocinera le daría de comer. Habría abundante carne de la matanza del invierno, y a lo mejor le caía un delicioso guiso de cordero o una torta de cerdo.
Al acercarse al patio de la cocina, un último rayo de sol iluminaba un roble muerto, con las ramas nudosas y el tronco hueco y retorcido perfilándose contra un cielo añil. Un buen árbol para las abejas, pensó Medio Tom con un suspiro, pero seguro que ya se habían llevado la miel a mediados de septiembre. Tal vez había hidromiel en la cocina de Blackingham, dulce y embriagadora, fermentada tras limpiar el panal. Hidromiel y una torta de carne.
Dio una palmada al paquete que llevaba debajo del jubón y se dirigió hacia la puerta de la cocina. Pero un susurro procedente de las inmediaciones del árbol lo detuvo en seco. No era melodioso, pero sí musical. Tal vez el zumbido de las abejas a punto de enjambrar. ¿En noviembre? Se acercó al árbol a indagar. En la colina, la densa luz crepuscular se suavizó con reflejos de color lavanda claro y el viento amainó hasta adquirir esa calma chicha que a veces se da al final del día. Bajo el árbol no había nadie, al menos que él viera. No obstante, aquel sonido difuso se hizo más fuerte, más melódico. Una canción angelical, música como la que sólo oiría el Señor en el paraíso. ¿La voz de la Santa Madre? Aterrorizado, sintió un temblor en los pies que le subió hasta la cabeza, que sacudió como el muñeco de un bufón. Se acercó más al árbol, atraído por la música flotante que le hacía señas, suave y ondulante, como el cuerpo de una mujer, ese fruto prohibido que nunca había probado salvo en sueños (porque sólo las demasiado maduras o podridas serían accesibles a los hombres como él, y eso no le interesaba).
Miró el crepúsculo violeta, observando la loma y el árbol. El sonido parecía venir del interior del gran tronco de roble. Lo rodeó con cautela y tocó la dura corteza. Una canción, una voz femenina, pero joven, tal vez una niña, salía de las entrañas del árbol. Ésa no era la Santa Virgen. Su voz vendría de mayores alturas, sin duda. ¿Una bruja, pues? ¿Un espíritu malévolo que poseía el árbol? Medio Tom no se asustaba fácilmente. Había visto depredadores y presas, presenciado las traiciones de los pantanos y las inclemencias del tiempo, encontrado incluso un hada o puede que fuera una libélula, a saber. Pero los árboles no cantaban ni siquiera en las maravillas que el enano había visto merced a su percepción infantil del mundo natural. Y éste estaba cantando sin lugar a dudas con voz de mujer, lo que de por sí era motivo de inquietud. Apartó la mano más rápido que de una plancha caliente, se volvió y huyó hacia la cocina como si el diablo le pisara los talones.
Sentada con las piernas cruzadas dentro del gran hueco del roble, Magda tarareaba suavemente para sí. Era un sonido que agradaba a las abejas. Ignoraba cómo lo sabía, pero lo sabía. Las abejas eran sus amigas. El árbol era su refugio favorito. Le gustaba su quietud, su pequeño espacio secreto, oculto al mundo. Había entrado por un agujero en la base, medio a gatas y deslizándose entre las raíces nudosas. Sosteniendo la ofrenda, se había contorsionado para poder sentarse. «Así se siente un bebé dentro de su madre —pensó—. Con razón todos lloran al salir al mundo.»
A Magda le encantaban las cosas pequeñas, los espacios pequeños, las criaturas pequeñas. Echaba de menos a las dos niñas que antes tenía a su cargo en casa. En las noches frías como ésa, abrazaba a sus hermanitas en el pajar donde dormían, como una gallina acoge a sus polluelos bajo las alas. Se preguntó quién les daba calor ahora. y quién se ocupaba del hurón para el que ella robaba comida de la mesa de su padre.
Sin embargo, no se sentía desdichada en Blackingham. Tenía mucho trabajo, pero no más del que podía hacer. Y la cocinera era buena con ella; incluso la dejaba compartir su cama en las noches frías. Tenía comida de sobra y una abrigada camisa de lana que olía a hierbas. La vieja, hecha jirones, apestaba y estaba infestada de bichos espantosos, de demonios que la atormentaban. Se alegró cuando la cocinera la quemó. Ahora tenía la piel rosada y el pelo le olía bien, a lavanda. y se le habían curado todas las costras. No recordaba cuándo no había tenido costras que rascarse. Aun así, a veces la inmensidad del lugar —toda esa gente, todo ese vacío, todos esos colores— la confundía. y a veces, en los momentos en que la invadía la soledad, añoraba a las pequeñas. Allí no tenía a nadie a quien cuidar.
En el interior lleno de sombras apenas veía a las abejas pegadas a las paredes del hueco, una masa zumbante, un tapiz vivo, mientras las de fuera agitaban las alas, generando calor, para calentar a las de dentro. Magda sabía que cuando las de fuera tuvieran frío, se turnarían con las del interior. Una unidad perfecta, en la que todas juntas trabajaban para asegurar su supervivencia en invierno. ¿Por qué la gente no podía trabajar igual? Sería por alguna razón que ella era demasiado torpe para entender. Al fin y al cabo, era una simplona. Lo había dicho su padre.
Cogió dos palos del cuenco colocado en el suelo frente a ella, los mojó en agua con miel y los introdujo con cuidado en la masa viva para alimentar a las abejas. El interior de la masa estaba tan caliente como el ladrillo que ponía la cocinera en la cama las noches frías. El olor del palpitante tapiz de abejas se mezclaba con el de la tierra y la madera. Pero no había el menor atisbo de dulzor podrido dentro del árbol. Las abejas obreras lo habían limpiado hasta dejarlo impecable.
La colmena estaba creciendo. Pronto no cabrían más abejas. Al año siguiente echarían a la vieja reina y crecería otra colmena. Magda se acordó de la sensación que le habían producido las abejas posadas en sus brazos y hombros como lana suave cuando les llevó la miel en septiembre. Fue cuando el herrero había ido a matar a las abejas para robarles su tesoro, pero ella lo había convencido, sacudiendo la cabeza y con la ayuda de la cocinera, de que la dejara coger la miel a ella. Y salvar a las abejas.
—Déjala que lo intente —había dicho la cocinera—. Seguro que ésta nos deparará más de una sorpresa.
El herrero, un gigante amable, había retrocedido, sonriendo y asintiendo. Magda lo conocía bien, todos los niños lo conocían. Los dejaba estar en su forja, mirándolo aporrear el yunque con el martillo en medio de una lluvia de chispas. Si uno de ellos tenía un orzuelo en el ojo, le decía: «Ven aquí. Sujeta esta barra de hierro mientras yo martilleo el otro extremo. Cuando haya acabado, te arreglaré ese ojo».
Con el calor de la forja, el grano de pus reventaba y el herrero hacía ver que le quitaba el orzuelo con un hechizo.
—Desde luego tiene el don de hechizar —había dicho el herrero cuando Magda aplacó a las abejas y sacó el panal lleno de miel del interior del árbol.
Entonces Magda ignoraba que era un don especial, pero siempre había sabido coger la miel sin matar la colmena entera. Las abejas, como todas las criaturas de Dios, rendían tributo, y el suyo era oro dulce. Magda también llevaba a las obreras durmientes su propio tributo a cambio: un cuenco de palos remojados en agua, miel y romero para que se alimentasen en invierno.
Permaneció sentada con las abejas mientras caía la noche, pensando en la suerte que tenía de haber encontrado esa ermita. La creciente penumbra le recordó que era hora de volver a la cocina a ayudar a la cocinera. Magda era la encargada de llevar la comida al iluminador y a su hija. Últimamente, sobre todo la última semana, ya no comían con lady Kathryn en el salón de retiro. El iluminador parecía enfadado y la chica se encontraba enferma a menudo, poniéndose verde y vomitando. Bueno, en realidad no estaba enferma. Su padre no debía preocuparse tanto. Magda sabía por qué Rose no podía retener la comida. Y comprendió por qué la hija del iluminador estaba rodeada de dos colores, el rosado con un círculo interior de luz que se volvía cada vez más brillante, más claro, conforme Rose se ponía más enferma. Pero pronto se le pasaría el malestar, nunca duraba mucho.
Cuando ya no veía a las abejas apiñadas en el terciopelo marrón de la pared del árbol, sacó dos palos más empapados en miel de la bolsa de hilo encerado que llevaba sujeta al cinturón y los puso en el sitio donde había estado sentada, un dulce tributo para las abejas. Dejó de cantar y salió a cuatro patas del árbol.
Se puso en pie justo a tiempo de ver la luz blanca, que volaba bajo y rápido, a ras del suelo, en dirección a la cocina. Desde donde estaba en la colina, Magda vio que se abría la puerta de la cocina, a la cocinera de pie, perfilada contra el resplandor de la chimenea, señalando a alguien entre las sombras violáceas del crepúsculo. Cuando empezó a bajar por la colina, Magda sonrió al oír la voz aguda de la cocinera, cuyos ladridos siempre eran peores que sus mordiscos.
—Me importa un rábano a quién buscáis. No entraréis en mi cocina con las botas llenas de barro.
La curiosidad de Magda pudo más que su timidez natural, y sus pies prácticamente volaron a ras del suelo que el frío de la noche ya empezaba a endurecer y convertir en terrones afilados. Magda casi estalló de alegría cuando entró en la cocina. Había un hombrecillo encantador, un hombrecillo perfecto, que jadeaba, gesticulaba de manera exagerada, allí mismo, en la cocina de Agnes y tenía el aura más hermosa que Magda jamás había visto.
Pero si dicho mal [no menstruar] es debido a la ira o la pena, animadla dándole comida y bebidas refrescantes, y acostumbradla a bañarse de vez en cuando. Y si es debido a un exceso de ayuno o de vigilia, aseguraos de que coma y beba bien para procurarle una buena sangre y haced que se entretenga y sea feliz y renuncie a los pensamientos tristes.
GILBERT EL INGLÉS.
Las enfermedades de la mujer
(siglo XIII)
Finn trabajaba de pie para obtener provecho de la efímera luz de diciembre por la rendija de la ventana. Desde su posición, inclinado sobre la mesa, iba lanzando miradas hacia la cortina que hacía las veces de puerta de la ante alcoba de Rose. Había mandado a su hija a la cama poco después de comer. La criada de la cocina había traído un cuenco de potaje y una taza de sidra caliente con especias, pero Rose se había negado a comer con el pretexto de que quería trabajar. Cuando la sirvienta puso la comida ante ella, como una ofrenda sagrada ante una diosa, Rose apartó el cuenco como si el olor a salvia y romero la ofendiera.
—Mi hija tiene un apetito inconstante —había explicado Finn a la criada.
La muchachita retrocedió tímidamente. Parecía a punto de contestar; separó los labios y aspiró aire como para hablar, pero luego lo exhaló en silencio sin decir nada. Finn cogió el cuenco, calentándose los dedos con él, lamentando que su hija no hubiera tomado siquiera un par de cucharadas del rico y nutritivo caldo.
—Puedes llevártelo a la cocina —dijo—, pero dile a Agnes que no es culpa suya. —Apartó el suyo hacia el otro extremo del gran escritorio para que no molestara a Rose—. Disfrutaré del mío después.
La chica cogió el cuenco con una mano, hizo una reverencia y agachó la cabeza. A continuación se dirigió a la puerta con muda dignidad. A Finn le costaba creer que ésa era la misma pilluela mugrienta que había visto escondida entre las sombras junto a la chimenea. Habría querido hacerle vencer su timidez, explorar esa chispa de vivacidad que había visto en sus ojos, pero no era el momento, ahora le preocupaba más su hija. Había visto un tono verdoso asomar al rostro de Rose, y no le gustaba su palidez, ni las ojeras que le oscurecían la piel. A lo mejor era uno de esos males misteriosos de las mujeres. Era una lástima no poder hablar de ello con Kathryn.
—Tal vez una siesta te sentaría mejor que la comida, pimpollo. —Hacía mucho tiempo que no la llamaba así. Esperó oír una protesta por ese apodo infantil, pero Rose no dijo nada—. Anda, anoche te oí hasta tarde y sé que no dormiste. Además, en este trabajo no puedes ayudarme.
—Sí, padre —había contestado ella sin rechistar.
Eso no era propio de ella, como tampoco estar tan callada y pálida. ¿Una enfermedad del cuerpo o del espíritu? La vio correr el pesado tapiz que separaba sus alcobas, otro gesto de pudor femenino, una nueva señal de que se acercaba a la edad de merecer. ¿Cuánto más tiempo podría protegerla de las implicaciones de su ascendencia?
Detrás de la cortina bordada oyó sonidos amortiguados, movimiento, toses y luego silencio. A juzgar por la inclinación de la luz, había transcurrido una hora. Contuvo el deseo de asomar la cabeza a la antecámara de su hija.
Dedicaría ese tiempo a la Biblia de Wycliffe. Se había cuidado de no involucrar a Rose en ese trabajo y no añadir sus propias indiscreciones al peso de la herencia de su hija. Aunque la ayuda de ella le habría venido bien, ya que en este caso tenía que ser calígrafo, iluminador y miniaturista a la vez. La caligrafía era un arte que había descuidado, la mayoría de los manuscritos que iluminaba estaban escritos por monjes o por copistas de los grandes gremios de París. Al menos, al encargarse él de la caligrafía, el texto no adolecería de las torpezas de los artesanos de París. Además, la obra acabada poseería una integridad artística, un equilibro difícil de conseguir en una pieza realizada por partes.
Ordenó el manuscrito en que había estado trabajando Rose: un salterio, regalo de año nuevo para lady Kathryn. La idea se le había ocurrido a su hija. Rose admiraba a la señora de Blackingham: Finn había observado nostalgia en sus ojos ante la menor alabanza de lady Kathryn y había esperado que su hija, huérfana de madre, encontrara en ella, cuando menos, a una amiga. Qué engañado estaba.
Se obligó a centrarse en la tarea que tenía entre manos. Lo mejor sería que preparara su propia tinta para la caligrafía. Ya había comprado toda la que podía sin llamar la atención sobre su ilícito proyecto, aunque no había sido Wycliffe quien le advirtió que debía mantener el secreto. Éste se mostraba demasiado atrevido en sus enfrentamientos con la Iglesia, olvidando que un hombre prudente vale por dos.