Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—No, sólo agua suficiente para una cataplasma.
Agnes suspiró. Pobre Rose, esa noche dormiría, o tal vez ni eso, con la cataplasma apestosa provocándole ampollas en el vientre y sus partes.
Lady Kathryn se paseaba nerviosamente por la cocina, tapándose la cara con las manos y masajeándose la frente.
—Ya no puedo más. Si esto no da resultado, deberá tener el niño y ya veremos qué hacemos.
Agnes no quería ni pensar en eso. Se santiguó y estremeció, advirtiendo por primera vez que la mujer a la que servía desde que era una chiquilla envejecía. Su pelo, cano desde antes de cumplir los treinta veranos, nunca la había avejentado. Solía llevarlo recogido en un moño alrededor de la cabeza, pero ahora lo tenía suelto, enredado y raído. Y la piel de los pómulos estaba tan tirante que parecía que el hueso fuera a atravesar la fina capa blanca que lo cubría.
—Mi señora, no sería el primer bebé de Blackingham que nace en el lado equivocado de la manta. Y me atrevo a decir que tampoco será el último. ¿Qué problema hay? La chica es de lo más agradable, no es perezosa y podría haceros compañía. Su bebé y ella podrían quedarse aquí.
—No es tan sencillo.
—Pero es que nada es sencillo, ¿no? —repuso Agnes mientras molía las hierbas en el mortero y hablaba con la respiración entrecortada por el esfuerzo— Al menos podría quedarse hasta que suelten a su padre. No entiendo cómo han podido llevárselo. Conozco la naturaleza humana, y maese Finn no es ningún asesino. —Echó agua de la olla que hervía en la chimenea— ¿Habéis sabido algo de él?
Kathryn negó con la cabeza.
—¿Sabe Finn quién es el padre de la criatura? —preguntó Agnes, intentando hablar con naturalidad, como si fuera un asunto cotidiano.
Lady Kathryn soltó el cuenco de metal bruscamente.
—Eso no es asunto tuyo, ¿no te parece?
Daba igual. Desde luego, la cocinera ya sabía quién era el padre. ¿Quién iba a ser si no el joven Colin? Los dos se pasaban todo el día juntos, jugando como niños. Y ahora Rose esperaba un hijo y Colin se había ido «de peregrinaje». A veces costaba entender a los nobles. ¿Por qué no pudo casarse con la chica sin más?
Lady Kathryn puso el cuenco en la mesa y Agnes vertió la pasta. Había que dejarla reposar y enfriar antes de aplicarla.
—Tened cuidado de no quemarle la piel a la chica.
Kathryn no contestó, pero al salir por la antecocina dijo por encima del hombro:
—He mandado llamar a Alfred para que venga a verme. Es probable que pase primero por la cocina. Todo el mundo lo hace. Cuando llegue, envíamelo de inmediato.
Mientras el eco de sus pasos se desvanecía en la escalera, a Agnes se le ocurrió de pronto otra idea. ¿Sería posible que Finn no supiera nada de la criatura? Eso explicaría en parte la urgencia de lady Kathryn. Si las pociones de Gert surtían efecto, el iluminador no se enteraría nunca. Los ardides de las mujeres son demasiado complicados para que la mayoría de los hombres los descubran. Se lo pensó un momento y luego le sobrevino otra idea más funesta: si lo que le esperaba al iluminador era la soga del ahorcado, tal vez incluso sería hacerle un favor dejarlo ir a la tumba ignorando las circunstancias de su hija.
Ese día Alfred no fue a Blackingham, pero sí el enano. Como todos, siempre pasaba primero por la cocina, pero Agnes sabía que no era por lo que ella pudiera asar en su chimenea. Se estaba cociendo otra cosa; se había fijado en las miradas traviesas que lanzaba a su Magda y la manera extraña en que se le sonrojaba la nariz cuando ella andaba cerca. Gracias a la Virgen, ese día Magda no estaba. Se había ido con un cesto de comida a cuidar a su prolífica madre.
No era que a Agnes no le gustara Medio Tom, pero quería algo más para Magda que un enano de las tierras pantanosas, y por eso se mostraba con él más brusca de lo habitual.
—¿No estás un poco lejos de tu pantano en este día de invierno, Medio Tom? Si has venido a Blackingham con un mensaje para el iluminador, no está aquí.
No le ofreció de beber, como había hecho la primera vez que se presentó ante su puerta buscando al iluminador con un mensaje de la mujer santa. Si esperaba encontrar hospitalidad ahora, la recibiría a regañadientes, sólo de la clase y proporción que exigía la caridad cristiana. Se concentró en desplumar unas perdices y no alzó la vista.
—Lo sé —dijo moviendo la cabeza con expresión triste— Me he enterado en Aylsham. Un asunto terrible. Como no son capaces de encontrar al asesino del cura, acusan falsamente a un hombre inocente.
Agnes contestó con un murmullo que no significaba nada.
Había aprendido hacía tiempo a callarse sus opiniones sobre los temas espinosos. Además, no quería animarlo a quedarse hasta que llegara su Magda: su niña tan necesitada y deseosa de devolver amor.
El enano se calentó las manos en el fuego de la chimenea.
—Tú sigue, Agnes, pero es que tengo un paquete para Finn de Oxford. y me he comprometido a entregárselo en mano. Así que he pensado pasar por Blackingham por si alguien tenía algún recado para él. Siempre y cuando, claro está, pueda entrar en la prisión del castillo.
«Ya, y luego volverás para dar la respuesta —pensó ella— y dentro de nada tendrás la excusa para ir y venir de la prisión a Blackingham, trayendo y llevando mensajes.» La heredad no le quedaba ni mucho menos de camino al venir del pantano. Para ir a Aylsham tenía que doblar a la izquierda en el cruce y luego enfilar hacia el norte, cuando podría ahorrar luz de día y suela de zapatos si iba directo a Norwich. Le miró los ojos, muy separados en el rostro redondo, mientras buscaban en los rincones de la oscura cocina. Agnes sabía qué buscaba.
—No habrá ningún mensaje de Blackingham a la prisión —dijo.—
—¿Eso no debería decidirlo la señora? —Tenía una voz profunda, ronca, como sus fuertes hombros, desproporcionados respecto al resto del cuerpo.
—Eres un insolente. La señora ya me lo ha dicho. —Arrancaba las plumas de las aves tan deprisa que se le amontonaban en las manos— Está enfadada con el iluminador por haberla obligado a dar cobijo a un fugitivo.
—¡Pero no es posible que lo considere culpable!
—No es ella quien debe decidir si es inocente o culpable. Si la ley dice que es culpable, será culpable.
—Bien, ¿y su hija? Seguro que...
—La hija del iluminador está demasiado enferma de pena para ver a nadie.
Las mentiras se apilaban como las plumas que metía en una gran bolsa colgada debajo de la mesa, guardándolas para los colchones.
—Si quieres llevar noticias de Blackingham, puedes decir a Finn que la propia lady Kathryn se está ocupando de su hija y que no sufrirá el menor daño por culpa de él. Y ahora vete, hombrecillo; te espera un largo camino de aquí a Norwich. Toma, llévate esto para el trayecto. —Le lanzó una empanada de cerdo y puré de nabo por encima de la larga mesa— Yo en tu lugar no me quedaría a comerlo aquí. La luz no dura mucho en invierno.
Medio Tom la miró con unos ojos que parecían adivinar sus intenciones, y las adivinaban demasiado bien. Cogió la empanada, hizo una señal de agradecimiento con la cabeza y se dirigió a la puerta. «Camina como un pájaro de pecho gordo», pensó Agnes. El enano ya había descorrido la tranca y acercado el hombro a la pesada puerta de roble cuando, para su propio disgusto, la cocinera oyó unas palabras que lo detuvieron. Palabras que salieron de la propia boca de Agnes.
—Cuando veas al iluminador, dile que Agnes rezará un padre nuestro por él.
Había dicho más de lo prudente, pero no pudo evitarlo. Se acordó con una punzada de dolor de la última vez que Finn se había sentado en su cocina y le había contado lo del ahorcamiento, lo mucho que le había repugnado. También se acordó de cómo él siempre se preocupaba por los males de la gente común, y de la sonrisa fácil que le dedicaba cada vez que le pedía un bocado especial u otra jarra de cerveza. Ella, que era una vieja y él un hombre en la flor de la vida, un buen hombre, una rareza.
—Dile, por si le sirve de algo, que la vieja Agnes sabe que no es un asesino de curas.
Una ancha sonrisa iluminó la cara del enano.
—Si tengo noticias, te las daré en el camino de vuelta a casa. Agnes atravesó el dorso de dos aves con el cuchillo, partiéndolas en cuatro trozos de un solo golpe. La pesada puerta se cerró, creando una corriente que lanzó al aire una solitaria pluma de punta marrón. Aterrizó en la chimenea y, al chamuscarse, despidió un olor acre que inundó toda la cocina. Con mano experta, Agnes destripó las aves y tiró las entrañas en el cubo para los cerdos.
Al cabo de cuatro días de marcha, Colin no sabía si estaba más cerca del priorato de Blinham. Había que dejar el sol a la derecha al amanecer, se recordaba cada mañana cuando se ponía en camino, pero en los últimos dos días no había salido el sol, sólo un amanecer gris y frío sin una rosada mancha redentora. Había tomado por un camino secundario a través del bosque, pensando que si su madre lo seguía, sin duda iría por la carretera principal, probablemente hacia el sur y Norwich. En el fondo deseaba que lo siguiera, que lo llevara de vuelta a Blackingham, a Rose, que le asegurara que había sido todo una pesadilla: que el incendio nunca había tenido lugar, que él nunca había pecado, nunca había desflorado a una virgen. Pero sabía que a su madre no se le ocurriría buscarlo en ese camino frondoso, plagado de criminales y fugitivos de los feudos.
Colin conocía los peligros del camino de cuando espiaba a Agnes y John. De pequeño solía frecuentar la cocina, siempre entre los pies de los demás, sin que la cocinera se percatara de su presencia salvo cuando se enredaba en sus pies. Iba a la cocina por el mazapán que le daba la indulgente vieja cocinera, y se quedaba para oír las historias que John contaba a su esposa acerca de la camaradería que existía entre los fugitivos de la justicia en el bosque. «No es la vida dura que imaginas, Agnes. Hay una especie de hermandad. y no sería para siempre. Un año o así en el bosque hasta que Blackingham renuncie a nosotros; otro año y un día en una ciudad, y seremos libres, Agnes. Libres.»
Colin había entendido a qué se refería, incluso entonces. Pero se lo había callado. Sabía que si lo comentaba, el pastor sería castigado, y no quería que lo azotaran ni le pusieran el cepo. Ahora John había muerto y Colin estaba en el camino de los fugitivos. Todo por culpa del incendio que habían provocado Rose y él. No había sido su intención dejar el farol en la lonja, ni siquiera estaba seguro de haberlo hecho, pero no había otra explicación. A menos que el fuego fuera una señal de Dios de que habían pecado en ese lugar y Dios hubiese lanzado su feroz aliento sobre él como había hecho en Sodoma y Gomorra. En cualquier caso, él era el culpable del incendio y la muerte de John, no Rose. Él había sido el seductor. Él tenía que expiar. Así que si se perdía en aquel bosque mientras ella dormía en su lecho de plumas, si ayunaba mientras ella se daba festines, es que así debía ser. Su sufrimiento la redimiría.
Al caer la noche anterior había tenido suerte: había encontrado un tosco refugio de tablas bajo un gran roble que parecía una seta gigante. ¿Una choza abandonada de un eremita? ¿Un refugio de un fugitivo cuyo ocupante podía volver en cualquier momento y acusarlo de allanar su propiedad? Pero John había hablado de la hermandad que existía en el bosque. Tal vez el legítimo propietario del refugio se apiadara de él y le brindara hospitalidad, tal vez incluso compartiría con él un trozo de pan. Al final Colin se durmió en el suelo cubierto de juncos, alegrándose de estar al abrigo del viento.
Soñó con Blackingham. Soñó con Rose.
Despertó al rayar el alba con el reclamo de un pájaro solitario, se quitó la paja de junco de la ropa y luego siguió moviendo las manos para darse calor mientras golpeaba los pies entumecidos contra el suelo para hacer circular la sangre. Una gallina, que empollaba en un nido en el aguilón del techo, de pronto armó revuelo, cloqueando y bajando con un aleteo desde la viga. Colin tendió la mano hacia el nido. Un huevo. Mientras la gallina cloqueaba indignada, él partió el huevo y chupó su contenido, con cuidado de no derramar ni una gota. Le dio un agradable aunque breve respiro a su estómago. Miró la gallina con segundas intenciones, pero ésta se encaramó a la viga, poniéndose fuera de su alcance. No importaba. Una cosa era robar un huevo y otra robar a la productora del huevo. No obstante, rogó que la gallina se mantuviera alejada para evitar la tentación. No había comido nada desde el día anterior, cuando había vislumbrado una manzana mustia entre la hojarasca. Tampoco había encontrado a ningún miembro de la hermandad de John. De hecho, aunque a menudo se había sentido observado, no había visto ni un alma en el camino.
Por la noche había nevado, unas dos pulgadas a juzgar por el tamaño de las rayas blancas que se extendían entre el techo y las tablas de madera. Salió de la choza y miró alrededor: el mundo parecía nuevo. Se desperezó y respiró hondo; también olía a nuevo, y estaba tan silencioso que se le antojó que oía la respiración de los zorros durmiendo en sus guaridas. Hora de irse. Pero ¿hacia dónde? No había pisadas en la nieve virgen y ahora el rudimentario sendero había desaparecido. Debía dejar el sol a la derecha al amanecer, pero sólo había una neblina perlada y silenciosa. Se encogió de hombros y, sin saberlo, enfiló hacia el sur, en dirección contraria al priorato de Blinham.
Cuando llegó a un camino principal varias horas después, pasaba del mediodía y no había visto a nadie. En la nieve sus pasos no se oían, salvo por el ocasional crujido de una rama seca o de una piña que reverberaba en el silencio de un modo inquietante. El bosque entero dormía bajo un manto de plumas. El entumecimiento de los pies se extendía ya hasta las pantorrillas. Aspiró el intenso aroma de los pinos heridos y se secó la nariz goteante con la manga. Había empezado a nevar otra vez y deseaba descansar, pero temía que si se sentaba en la nieve no sería capaz de volver a levantarse. Así que cuando llegó al ancho camino, aun sabiendo que eso significaba que se había desviado, casi lloró de alivio. Para su desgracia, pronto se dio cuenta de que ese camino estaba tan vacío como el bosque —los peregrinos y los vendedores ambulantes no se aventuraban a salir en ese día invernal—, pero al menos, si seguía andando, tal vez llegase a un granero donde descansar. y con suerte, tal vez encontrase allí otra gallina ponedora.
A media tarde, aunque no vio ninguna señal de la civilización, olió humo de turba. La nevada había arreciado y no sabía si podría seguir mucho más. Cuando ya casi lo había pasado —la nieve arremolinada borraba el paisaje—, vio un poste sobre la puerta de una cabaña. El cartel de una taberna. Ya había estado una vez en uno de esos establecimientos con su hermano. Allí venderían comida y bebida, pensó emocionado, antes de acordarse de que estaba sin blanca. Bueno, al menos podría calentarse junto al fuego.