Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
El soldado que les llevó la cena al carruaje aprovechó la ocasión para coquetear con Glynis. Para alivio de Kathryn, sir Guy no le impuso su compañía. El trozo de carne le despertó poco interés, pero mordisqueó un poco de pan y se alegró de ver la luz crepuscular y de poder descansar unas horas del traqueteo y los chirridos del carruaje en los caminos llenos de roderas heladas. Como la noche anterior, durmió mal. Se despertó varias veces preocupada por Jasmine y oyó a Glynis salir a hurtadillas —¿una llamada urgente de la naturaleza o una cita amorosa con un soldado?— y volver varios minutos, horas, siglos después.
Por la mañana levantaron el campamento en medio de una neblina gris. Cuando Glynis volvió de vaciar los orinales, dijo a Kathryn que creía haber visto a «maese Alfred» entre los hombres.
—¿Seguro, Glynis? —Nada más partir, Kathryn lo había buscado y había preguntado entre los escuderos y soldados del sheriff.
—Sí, mi señora. No estaba muy cerca, pero reconocería esa cabeza noble en cualquier sitio.
Kathryn, arrebujándose en la capa con capucha y agradeciendo el calor del ribete de piel de ardilla, descorrió la cortina.
—Muéstramelo —ordenó.
Glynis señaló a través de la neblina a un grupo de hombres apiñados alrededor de una fogata. Desayunaban trozos de queso duro y se pasaban un odre de cerveza. No había ningún danés pelirrojo entre ellos.
Llegaron a Framlingham justo cuando el débil sol llegaba a su cenit. La torre del homenaje era impresionante, con sus muros concéntricos de piedra, sus murallas y su puerta de entrada, una auténtica fortaleza militar. «La casa entera de Blackingham cabría en el patio interior», pensó Kathryn cuando pasaron bajo el rastrillo. Sin embargo, pese a su enorme extensión, el patio estaba abarrotado de tiendas de campaña y pabellones de vivos colores, con sus vistosos estandartes agitándose al viento. Sirvientes con libreas de relucientes sedas rojas, azules y verdes iban y venían, vociferando para hacerse oír por encima de los chirridos de las ruedas, los ladridos de los perros y el chacoloteo de los cascos de los caballos. Los carruajes con cortinas, como el que transportaba a Kathryn, eran conducidos a las esquinas del patio, donde cada uno disponía de su fogata y su pila de leña. La leña necesaria para alimentar las hogueras de dos semanas arrasaría un bosque de un tamaño considerable.
—¿Acamparemos en el patio, mi señora? —preguntó Glynis, trasluciéndose el entusiasmo en su voz.
—Ya veremos. Parece que aquí va a congregarse un gran número de personas. Es posible que en la casa sólo alojen a los invitados de mayor rango.
—A mí me gusta estar aquí, es más festivo y alegre. Y este carruaje es digno de una duquesa. Sir Guy debe de ser muy rico y debe de apreciaros mucho, mi señora.
Kathryn no hizo caso al guiño impertinente de la muchacha. Empezaba a pensar que el sheriff se había olvidado de ella. Aunque no deseaba su compañía, debería haberla saludado ya por una simple cuestión de cortesía. Si iban a acampar en el patio, desde luego no podía quedarse sola. Quizá a Glynis le gustase la idea de alojarse en compañía de caballeros y soldados, pero a ella no le hacía la menor gracia. Al oír unos fuertes golpes en el costado del carruaje, Kathryn apartó la cortina. No era sir Guy, sino un criado con la camisa y el gorro escarlata de su casa.
—Si mi señora y su dama me acompañan —dijo con una reverencia mecánica—, las acompañaré a sus aposentos. Se alojarán en el castillo.
«Gracias a Dios», pensó Kathryn, soplándose las manos para darse calor. ¿Dónde habría metido Glynis los guantes?
Cuando Kathryn se apeó del carruaje, contó el número de torres en los ángulos de las murallas: trece en total. El criado las condujo hacia una de esas altas torres de varias plantas.
—No esperaba un castillo tan imponente —comentó Kathryn, siguiendo al criado que le subía el baúl por la escalera curva de piedra— El duque de Norfolk debe de ser muy poderoso.
—Bastante —contestó el hombre— Pero Framlingham pertenece al rey.
—¿Vendrá el rey, pues? —preguntó Kathryn, procurando aparentar más curiosidad que temor, ya que ni su vestimenta ni su ánimo eran idóneos para las intrigas de la corte, y desde luego no albergaba el menor deseo de que el rey o su regente se acordaran de su existencia.
—No lo sé —repuso el criado, sin aliento.
Subieron un tramo más de escalera. Kathryn pensó en Finn, preso en aquella torre normanda alta y cuadrada. Otro tramo, otra curva y de pronto, cuando parecía que la espiral continuaría hasta el cielo, la escalera terminó en un rellano. Entró detrás del sirviente en una alcoba pequeña pero agradable. Tenía las paredes pintadas de ocre, sin los vistosos murales que había visto de pasada en otras habitaciones, pero la sencilla estancia estaba decorada con un rico tapiz colgado sobre la chimenea. Delante del fuego había un banco, cubierto con un bonito paño y almohadones con borlas, todos ligeramente ladeados, como si los hubieran puesto recientemente y a toda prisa.
—¿No necesitáis nada más? —preguntó el criado, sin resuello tras dejar el baúl en el suelo.
—¿Hay algún mensaje para mí de sir Guy?
—¿Un mensaje?
—¿No ha dado más instrucciones? ¿No ha dicho nada sobre las costumbres de la casa? ¿El calendario de festejos?
—Ningún mensaje. Tal vez debáis enviar a vuestra doncella a la galería para indagar.
—¿Han venido muchas mujeres?
—Yo no he visto muchas. Aunque supongo que la duquesa y sus damas de compañía están aquí. —Miró de reojo hacia la puerta.
—Podéis retiraros.
Kathryn dejó el joyero e inspeccionó sus aposentos más detenidamente. Había un aseo junto a la habitación; al menos no tendría que salir a buscar uno común. En la chimenea ardía un acogedor fuego de leña de roble inglés, de combustión más limpia que la turba. Los candeleros contenían velas de cera de abeja, no bolas de sebo, y junto a la chimenea vio un brasero para la cama y un jergón enrollado para la doncella. El resto de los muebles de la habitación incluía una cama pequeña pero con cortinas, una silla y un arcón. En el aseo había un aguamanil y una jarra; un manojo de hierbas colgaba encima del retrete y hierbas frescas cubrían el suelo. Sin duda eso era mejor que acampar en el patio. Allí reinaba una paz absoluta; sólo se oía el suave eco de unos pasos lentos —¿que subían?— y luego unos tímidos golpes en la puerta.
Kathryn hizo una seña a Glynis, la cual abrió la puerta a una muchacha más o menos de la misma edad que Magda.
—Me envían a comprobar si mi señora se encuentra a gusto. ¿Necesitáis algo?
Al ver los descarnados miembros de la chica, Kathryn supo que no tendría valor de pedirle agua caliente o leña. Era casi una niña. A juzgar por sus brazos llenos de sabañones, probablemente era una fregona que hacía un trabajo extra durante las fiestas.
—Tengo mi propia doncella. Si le enseñas la cocina y la lavandería, ella me atenderá.
La muchacha, con cara de alivio, murmuró «Sí, mi señora» al tiempo que se despedía con una reverencia vacilante.
—Ve con ella, Glynis, y lleva esta ropa sucia. Pregunta a algún criado los horarios de la casa, y cuando vuelvas, trae una jarra de agua caliente.
—El banquete de Navidad será en el gran salón al toque de tres campanas, mi señora —informó la niña.
—No tardes, Glynis. —Kathryn le lanzó una mirada elocuente con la esperanza de que supiese interpretarla— Y no te entretengas.
Cuando las chicas se fueron, Kathryn se acercó a su baúl y empezó a hurgar entre la ropa. Su vestido más nuevo era un brocado de terciopelo granate, bordado y ribeteado con hilo de plata. En su momento había sido un despilfarro, pero por entonces tenía el corazón alegre y el futuro parecía más esperanzador. Era el color favorito de Finn, pero lo habían arrestado antes de que ella pudiera ponérselo para él.
Había llegado el momento de sacar provecho al vestido; no tenía sentido guardarlo, se había dicho a sí misma al ponerlo en el baúl. Tal vez debía reservarlo para la fiesta de la Epifanía en la Noche de Reyes. No, eso sólo sería postergar el dolor de lucirlo. Se pondría el brocado de terciopelo esa velada y luego otra vez para la Noche de Reyes. Y cuando regresara a su casa, volvería a ponérselo una y otra vez, como el cilicio de un peregrino.
Había adelgazado tanto que la falda le quedaría ancha en la cintura. ¿Dispondría Glynis del tiempo necesario para estrechársela? Tenía un gorro de terciopelo con una redecilla de plata que hacía juego con su pelo. Habría que cepillar el gorro, pero eso podía hacerlo ella mientras Glynis le cosía el vestido. Kathryn se estremeció, temiendo el momento en que tendría que desvestirse y quedarse sólo con la enagua. ¿Se esperaría que los invitados asistieran a las oraciones? Se tumbó en la cama y, tapándose con la capa, se hizo un ovillo.
Era Navidad. Finn estaba solo en su torre y ella en la suya. Y el cielo y el infierno mediaban entre los dos.
—Sir Guy me ha enviado para que os acompañe al banquete de Navidad.
Era el mismo sirviente que le había subido el baúl. La miró con cara de admiración pero no dijo nada. Aunque no era mucho mayor que Colin y Alfred, ella agradeció la mirada. Le infundió una seguridad que empezaba a faltarle. No había ningún espejo de cuerpo entero en la habitación, sólo uno pequeño que le mostró un rostro pálido y delgado. Un pelo demasiado blanco y una piel demasiado pálida en contraste con el terciopelo rojo intenso.
Cuando entraron en el gran salón, de pronto la asaltó el pánico, viéndose en medio de toda aquella gente, doscientas personas o más, y aquel bullicio. No reconoció a nadie, y no había muchas mujeres en las mesas.
Mientras se preguntaba dónde la sentarían, el criado la condujo hacia la parte delantera del salón. Probablemente la pondrían en la zona reservada a los invitados ilustres, ya que Roderick y su padre habían sido caballeros. Examinó las mesas de los caballeros con la esperanza de descubrir a alguna esposa simpática. Vio con alivio que algunos señores iban acompañados de sus mujeres, pero no había ningún sitio vacío y el sirviente no se detuvo. Tal vez iban a colocarla con las damas de compañía de la duquesa, un honor poco usual, pero que agradecería, sin duda. Se felicitó por la elegancia de la tela, si no el color, de su vestido. Al menos no pasaría la vergüenza de parecer un tordo común entre los pájaros reales del paraíso.
Sin embargo, dejaron atrás la mesa de las damas y se acercaron a la tarima donde el duque y la duquesa se hallaban sentados en medio de una fila de nobles dignatarios.
—Tiene que haber un error —dijo ella, pero el criado, varios pasos por delante de ella, no la oyó o prefirió no hacerle caso.
Sir Guy se puso en pie. Como invitado de honor, lógicamente, tenía que estar en la tarima, y dado qué ella era su invitada, iba a acompañarla hasta su asiento. Pero en lugar de bajar de la tarima y conducirla a una de las mesas, tendió la mano y señaló el asiento vacío a su lado. Esbozó aquella sonrisa sesgada que ella tanto detestaba.
—Es un raro placer, mi señora, ser vuestro compañero de mesa durante dos semanas. Una feliz ocasión.
A Kathryn se le cayó el alma a los pies. Santa Madre, el duque de Norfolk la había invitado como acompañante de sir Guy de Fontaigne. No quiso ni pensar qué podía significar eso.
—Un honor tanto más placentero por su singularidad, mi señor —contestó ella al sentarse a su lado.
Cuando llegó la Noche de Reyes, Kathryn estaba cansada de los banquetes nocturnos y añoraba su casa. Mantenía una sonrisa que se le antojaba tan gélida como la escarcha que la saludaba cada mañana. También estaba cansada de la compañía de sir Guy, aunque debía reconocer que sus modales habían sido correctos, y en ese ambiente cortesano, donde no conocía a nadie, agradecía incluso su compañía. Al menos era una cara familiar. Pero, gracias a Dios, ésa era la última vez que tendría que sentarse a su mesa.
Era la fiesta de la Epifanía, pero al igual que los banquetes que la habían precedido, tenía más de sacrílego que de sagrado. Desde su asiento en el extremo de la tarima, Kathryn no veía al obispo de Norwich, sentado entre el duque de Norfolk y el arzobispo de Canterbury, pero reconoció su risa de borracho. La había oído bastantes veces esas últimas noches; el obispo se embriagaba a menudo. Sólo lo había visto de lejos, pues no había surgido la ocasión de que se lo presentasen, y se sorprendió al verlo tan juvenil, tanto por su aspecto como por su actitud. Pobre Finn, ser prisionero de un advenedizo tan inmaduro y arrogante era una indignidad por partida doble. Kathryn hizo una mueca cuando le oyó soltar un resoplido de aprobación a las bufonadas procaces interpretadas para entretener a los invitados.
En el otro extremo del salón, sobre una plataforma, un chico disfrazado de obispo entretenía a los comensales. Llevaba las vestiduras cistercienses del revés, una enorme mitra ladeada y un mono en el hombro. Mientras agitaba el supuesto incensario frenéticamente —un zapato viejo y apestoso colgado de un palo—, intercambiaba gestos obscenos con otro joven algo mayor, nombrado «señor del desgobierno», que se burlaba de él contoneando las caderas con gestos lascivos. La gente se fue animando a cada insulto de su pantomima, hasta que al final el «señor del desgobierno» vació el contenido del cáliz de la Eucaristía en la cabeza del «obispo». El mono parloteaba y, tras saltar del hombro del «obispo» al de su compañero, quitó al «señor» de la cabeza la charra corona y luego les mostró a los dos el trasero desnudo. Los comensales rieron a carcajadas.
A Kathryn no le hizo gracia la profanación del sacramento, como tampoco la escandalosa farsa, y se preguntó de qué se reían los demás nobles. ¿Estaban demasiado ciegos para darse cuenta de que bajo esa diversión navideña tradicional bullía desprecio, incluso odio? y no sólo hacia el ritual de la Iglesia, sino también hacia ellos.
A su lado, el sheriff inclinó la cabeza y dijo por encima de las risas:
—Espero que mi señora no se haya ofendido. Son sólo juegos inofensivos.
—Claro que no, sir Guy. —No debía llamar la atención con sus protestas— No me ofendo, sólo me siento abrumada. No esperaba tantos excesos.
Apareció un trompetero bajo el arco central de las tres puertas que conducían a la despensa y la cocina. Con exagerada pompa, el «obispo» y el «señor del desgobierno» tomaron asiento en la plataforma. Este último emitió un sonoro ruido parecido a una ventosidad, y el mono se tapó la nariz e hizo aspavientos. La multitud bramó encantada. A continuación el heraldo tocó la trompeta y se inició la procesión de criados con la comida, como cada noche, con el maestro de ceremonias blandiendo su bastón blanco. Tras él iban los encargados de la despensa y la bodega, el trinchador y el portador de la copa del duque, cada uno con su respectiva ofrenda en alto. Pero a diferencia de los demás banquetes, esta vez primero se exhibieron los platos ante el «señor del desgobierno» y el «obispo», que golpeaba la tarima con fingido enfado y gritaba: