Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Al salir de la ciudad por la calle de Wensum, allí, en una estaca de madera, estaba la cabeza del desdichado o lo que quedaba de ella.
Kathryn subió los tres escalones de piedra —uno para el Padre, otro para el Hijo y el tercero para el Espíritu Santo— que conducían de la cripta a la capilla. Los vivos rezaban encima de los huesos de los muertos. Lo primero que debía hacer era encontrar a Colin y confirmar la historia de Rose. ¿Y dónde iba a estar si no en la capilla? De pronto todo cobró sentido: los continuos rezos, el extraño dolor por la muerte de un siervo, la cara de porcelana chupada y demacrada.
Tal vez había sido un farol volcado de un puntapié al calor de la pasión. O una vela encendida que se dejaron olvidada. También era posible que Colin y Rose no hubieran tenido nada que ver con el incendio. Pero Colin siempre había sido devoto: ¿y si el pecado carnal que había cometido con Rose se había enconado tanto en su inocente alma que su propio cargo de conciencia le hacía sentirse aún más culpable?
Se detuvo a escuchar ante la puerta de la capilla. Silencio. La puerta crujió al girar sobre los goznes de hierro. El aire estaba viciado, como si la capilla llevara horas cerrada. No había nadie en el altar. Una sensación de pavor le recorrió la espalda cuando vio que el reloj de sol en la pared señalaba la hora de las vísperas. Colin siempre había rezado las vísperas, incluso antes del incendio.
Salió de la capilla vacía y, tras cerrar la puerta, se apoyó contra ella un minuto para recobrar el aliento, para pensar. Colin simplemente se había cansado de rezar, sólo era eso, y estaría durmiendo en su habitación, con los párpados veteados de venas azules temblando en sus sueños inquietos. Iría a su dormitorio, lo despertaría y averiguaría si su historia coincidía con la de Rose. Si así era, ella le diría que no se preocupara. Lo enviaría a hacer un recado, tal vez a casa de sir Guy, con un mensaje para su hermano. Con eso lo distraería y ella tendría tiempo para pensar. No es que Kathryn no entendiera la necesidad de expiar, pero su querido hijo, con su voz de ángel y sus modales delicados, no tenía por qué pagar las consecuencias. Nunca en su vida había hecho daño a nadie, ni siquiera la había desgarrado al nacer, cuando salió de su vientre siguiendo el rastro sangriento de su hermano más robusto, como si fuera una idea de último momento.
Su padre y su madre, muerta cuando Kathryn sólo tenía cinco años, yacían debajo del porche de la capilla justo donde se encontraba ella ahora, frente a Roderick, no al lado de éste. Y delante de los dos, en la punta del triángulo, aguardaba un lugar para ella. Lo había planeado meticulosamente: Alfred y su familia ocuparían el lado de Roderick, Colin y su esposa completarían la línea hasta llegar a sus padres. Ahora hasta eso se había echado a perder. Pero Kathryn estaba decidida: cuando sonara la trompeta del Juicio Final, ninguna judía con la sangre de Cristo goteando de sus delicadas manos se alzaría desde Blackingham para condenar a su hijo.
Colin no se enteraría aún de la existencia del bebé. La culpa que lo atormentaba era por el acto carnal, por eso y por la muerte del pastor como supuesta consecuencia. Seguro que Rose no se lo había dicho; ni siquiera ella misma lo sabía. Si Colin se enteraba ahora, Kathryn sabía lo que diría. Creyendo que podía tomar a Rose por esposa, respondería a cualquier acusación con declaraciones de amor y cuando supiese la verdad acerca del nacimiento de la chica, ¿haría lo que Finn había hecho por la madre de su hija: renunciar a todo bajo el hechizo de una judía? Embrujado. Tal vez la chica no era tan inocente como aparentaba, abundaban las historias sobre judíos que practicaban la magia negra: si podían convertir el plomo en oro, sería muy fácil seducir a Colin. Entonces se acordó de la mirada de Rose, un cervatillo asustado que se topa con una muchedumbre de gente en un campo. No, esa chica no era una hechicera; simplemente era una doncella cuya inocencia no había bastado para protegerla. Pero la inocencia nunca protegía. La inocencia era el hilo del telar del demonio.
Unas risas, bromas fáciles de los mozos de cuadra que se calentaban las manos junto a un fuego en el patio, atrajeron su atención. Finn había vuelto. Kathryn no preveía su llegada hasta el día siguiente. Tenía que hablar con Colin antes de que Rose le soltara la verdad a su padre; no sabía si la chica sería capaz de callarse, pese a que había acordado esperar, sobre todo si lo veía ahora, cuando la noticia de su estado le ardía como una herida recién abierta.
—Finn —llamó Kathryn.
Finn alzó la vista y miró alrededor, buscando, y luego fijó la mirada en el porche de la capilla.
—¡Hoy Agnes ha hecho pan! —anunció mientras bajaba a toda prisa los tres escalones de piedra con la falda agitándose alrededor—. Tu favorito. El
pain demaine
que tanto te gusta. —Pan blanco, con la mejor harina. El gusto de un noble. Eran tantas las pistas que había pasado por alto... —. Deberías ir por un trozo ahora que está recién salido del horno.
Todavía estaban a cierta distancia el uno del otro. Ella aflojó el paso, a fin de no acercarse demasiado. Ella miró, protegiéndose los ojos del sol poniente con la mano. De pronto ella deseó lanzarse a sus brazos, dejarse consolar por él, pero poco consuelo le daría si supiera la verdad.
—Creo que antes necesito limpiarme la mugre de la ciudad —dijo él.
La mente de Kathryn dio vueltas como la rueda de un molino. Rose estaría allí, con las lágrimas recientes todavía manchándole las mejillas. Si conseguía retenerlo, a lo mejor la chica ya estaría acostada cuando él regresara a su habitación y así ganarían otro día. Un día para ir a ver a la vieja que vivía en el bosque de Thomas, que tal vez le diese algún brebaje, o incluso un hechizo; bueno, un hechizo no, eso era demasiado peligroso, pero alguna mezcla de hierbas silvestres, algún restaurador de la virginidad para Rose.
—Ve a la cocina y dile a Glynis que caliente agua para un baño —ordenó Kathryn. Eso sería suficiente incentivo. No conocía a ningún hombre que se bañara tanto como Finn. ¿Se lo habría enseñado su esposa judía? El mozo de cuadra había entrado en el establo, llevándose el caballo de Finn. Kathryn bajó la voz—. Dile a Glynis que lleve el agua a mi habitación. Me reuniré contigo allí después de las vísperas. —¿Se extrañaría él de su devoción repentina, de su deseo de rezar sola en la capilla donde no había un cura para dar misa?—. Puedes charlar con Agnes mientras te tomas una copa. Dile que, por orden mía, te sirva el vino francés que tiene escondido.
Finn vaciló y se mesó el pelo veteado de gris mientras a Kathryn le temblaban los dedos del deseo de tocárselo. ¿Acaso había perdido su poder de seducción?
—Tenemos que hablar —dijo ella.
—Estoy demasiado cansado para hacer otra cosa, Kathryn.
Había dolor y desconfianza en la mirada que le dirigió. Ella sintió una punzada por su engaño, pero ¿no la había engañado él primero? Tendió la mano hacia la bolsa de cuero.
—No necesitas ir a tu alcoba, podrías molestar a Rose. Creo que está descansando, ha trabajado mucho en algo que le has encargado. Mi marido tenía una muda de ropa limpia en mi armario. —Percibió cierta añoranza en su propia voz. Esperaba que también él la notase y viera en ella una promesa.
—¿Dices que
pain demaine
? ¿Con miel?
—Con miel y todavía caliente.
—No reces demasiado —dijo él, recuperando un poco el sentido del humor.
—Dame tu bolsa y la dejaré en tu escritorio. —Le tocó la manga con un ligero roce antes de cogerla—. Y ahora vete antes de que se enfríe el pan.
Pasó por la alcoba de Finn de camino a la de Colin, entró de puntillas y dejó la bolsa de cuero en medio del escritorio. La cortina de la alcoba de Rose estaba corrida. Silencio; la infusión sedante que le había enviado había surtido efecto.
Y ahora, Colin. Pero su hijo no estaba en su habitación y su cama permanecía intacta. No podía haber ido muy lejos. El laúd estaba en una silla en un rincón. Kathryn nunca se había fijado en lo sencillos que eran sus aposentos, como una celda. Cogió el laúd y tañó las cuerdas. Colin le había enseñado unas cuantas notas hacía mucho tiempo, pero ahora sus nerviosos dedos no podían sujetar las cuerdas.
Finn estaría esperándola, y a lo mejor se impacientaba y se iba a buscar a su hija; volvió a colocar el instrumento en la silla. Un trozo de pergamino cayó al suelo. Se agachó a recogerlo y reconoció la elegante letra de Colin.
Tuvo que leerlo dos veces antes de entender su significado.
Lo primero que pensó fue en ir a buscarlo, traerlo de vuelta; podía enviar a Finn. Suponía hacia dónde había ido. No con los monjes de Norwich, ni siquiera con los de Broomholm: demasiado cerca de su casa. Tal vez se había dirigido hacia el oeste, a Thetford, pero lo más probable era al norte, al priorato de Blinham, con los benedictinos, a los agrestes y solitarios acantilados de Cromer, tan desiertos y aislados.
Pero si lo traía de vuelta, descubriría el estado de Rose y se casaría con ella. No le importaría que fuera judía. Al contrario, así expiaría más su pecado.
«No, mejor así», pensó, mientras las lágrimas empezaban a resbalarle por las mejillas. Mejor así, de momento. Es posible que ella no hubiese tenido el valor para echarlo, ni siquiera con la intención de protegerlo. Así Colin nunca se enteraría, nunca tendría que tomar una decisión. Era demasiado joven para hacer los votos de monje; sería novicio durante varios años: tiempo de sobra para hacerlo volver después de haber echado a Rose y Finn. Se aseguraría de que Blackingham era un lugar seguro para él, y también para Alfred.
Algún día los dos podrían volver a casa.
Se quedó un rato sentada en el suelo, meciéndose hasta que la habitación quedó en penumbra. En su nota Colin decía que se dedicaría a Dios y a la oración. Decía que haría el voto de silencio. ¿Con los franciscanos de Little Walshingham? Le iría bien saber adónde había ido. La música de su voz silenciada para siempre. No podía soportarlo. Ahora la habitación estaba prácticamente a oscuras, debía reponerse.
Se guardó la nota en el escote y se puso en pie. Finn estaría esperándola.
Él [Dios] sufrió el hecho de que algunos de nosotros cayéramos más hondo y más dolorosamente que nunca, y entonces pensamos —pues no todos somos sabios— que todo lo que empezamos ha quedado en nada. Pero no es así.
JULIÁN DE NORWICH.
Revelaciones Divinas
Finn se entretuvo en la cena para dar tiempo a lady Kathryn de volver de las vísperas. Conversó con la cocinera, contándole lo del ahorcamiento en la prisión del castillo y hablándole de la tensión que se acumulaba en la ciudad. Ella se quejó del impuesto de capitación.
—Es el segundo en tres años. Gracias a la Santa Virgen, lady Kathryn aceptó hacerse cargo del mío, pero ahora voy a tener que pagar el de la chica. —Agnes agitó un cucharón señalando a la sirvienta, que estaba fregando un hervidor con la misma concentración con que Finn habría mezclado una aguada carmesí.
—Si lady Kathryn pagó el impuesto de tu marido —dijo entre bocados—, no le representará ningún problema cargar con el de la chica.
Agnes asintió, formándosele una doble papada, pero las arrugas en la frente pusieron de manifiesto que no se sentía tan optimista.
—Ya, pero eso fue antes de que perdiera la lana en el incendio. La última vez también pagó el de los campesinos. Un nabo sólo tiene cierta cantidad de jugo, y mucho me temo que cuando el tío del rey lo haya exprimido todo, habrá disturbios.
—La amenaza de la horca es un silenciador poderoso.
—No cuando uno cree que una soga es más rápida que el hambre.
Finn coincidió con la sencilla sabiduría de esa frase y reflexionó al respecto mientras subía a la alcoba de Kathryn, aunque pronto la reemplazó por otros pensamientos más personales. Ya había tenido bastantes crímenes y castigos para un solo día.
Llamó suavemente a la puerta antes de entrar en la estancia vacía. Se hallaba tenuemente iluminada en la creciente penumbra por un fuego chisporroteante y dos velas de junco, y frente al fuego había una bañera de estaño apenas cubierta de agua, con sólo cinco dedos de profundidad. Finn comprobó la temperatura del agua. Tibia, no lo bastante caliente para ahuyentar el frío de sus huesos pero sí lo suficiente para quitarle la suciedad del viaje. Se desvistió y se metió en la bañera. Una corriente del tiro de la chimenea le provocó un estremecimiento, y cuando su espalda tocó el estaño frío se le crispó el rostro. Se frotó los brazos para darse calor y miró su virilidad arrugada. Tal vez no había sido tan buena idea. Hasta entonces su cuerpo nunca le había fallado cuando había despertado el deseo, pero siempre había una primera vez, y ya no era un muchacho.
Mientras se frotaba la piel de gallina con jabón sarraceno, oyó chacoloteo de cascos de caballo. Los frenéticos ladridos de los perros de las cuadras se elevaron desde el patio, amortiguados por los pesados tapices que adornaban las paredes de la alcoba de Kathryn. Peregrinos, probablemente, en busca de hospitalidad en esa fría noche de diciembre. Sabía que no se la negarían y que se les permitiría tender sus mantas de dormir, a algunos en el gran salón, a otros en los establos, según su posición social. Se acordó del niño de Norwich que le había vigilado el caballo en la taberna y se lo imaginó dirigiéndole otro saludo pícaro, otro guiño y otra sonrisa. ¿Quién pagaría su impuesto? ¿Qué le sacaría el alguacil del rey? ¿La camisa andrajosa? ¿La manta que le había regalado? ¿Y dónde dormiría esa noche?
El jabón olía bien, mezclándose su propio aroma a lavanda con el olor a tierra que expelía el fuego de turba. Le recordó a Kathryn, al olor que persistía en su ropa y su pelo, al atractivo hueco entre sus pechos. Ese recuerdo le despertó una sensación familiar. Bien, la sangre entraba en calor. Si la había interpretado bien —pese a que con una mujer uno nunca podía estar del todo seguro—, en su mirada había una promesa o un deseo de reconciliación. Debía de estar tan deseosa como él de acabar con esa frialdad entre ambos. Ella había dado el primer paso.
Uno de los perros aulló en el patio como si le hubieran dado una patada. Fuertes voces, palabras ininteligibles, amortiguadas por los tapices y la ventana cerrada, seguidas de risas estentóreas. Después, golpes en la puerta, como dados con la empuñadura de un sable. Para ser una compañía de peregrinos armaban mucho escándalo.