Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Finn ha pedido que le dierais estos papeles al enano Medio Tom cuando venga a veros —dijo lady Kathryn—. Pero si teméis que os pongan en peligro, puedo llevármelos y quemarlos.
—¡Quemarlos! Quemar las preciosas palabras de Nuestro Salvador, el relato de las obras de Nuestro Señor tal como las recogió san Juan. ¿De verdad haríais una cosa así? —La mirada de la anacoreta era tan franca y sincera como sus comentarios.
—Sólo son palabras.
—Pero palabras sagradas. ¡La palabra de Dios!
—Soy una mujer práctica, anacoreta. Sí, quizá sean palabras sagradas, pero la vida también lo es. ¿Acaso no tenemos la obligación para con el Creador de conservar la creación? ¿O debemos ir todos alegremente a la tumba, como santos mártires, por unas cuantas palabras garabateadas en un papel que pueden copiarse, si vivimos para hacerlo? Además, es la Iglesia quien debe difundir la palabra, ¿no? Deberíais saberlo mejor que nadie, ya que os habéis retirado a vivir en ella.
—Yo no vivo en la Iglesia, no soy como las monjas y los monjes. Esto no es un claustro. Estoy anclada en el mundo, aunque, por supuesto, soy leal y obedezco a la Iglesia —añadió por si acaso. Al fin y al cabo, ¿qué sabía ella de esa mujer? Se decía que el obispo tenía espías— Mi objetivo es conocer mejor al Señor, contemplar su pasión y revelarla a quienes me busquen. Por otra parte —prosiguió—, la Iglesia no ha promulgado ningún edicto contra la traducción de las Escrituras. Yo escribo mis propias Revelaciones en inglés.
No añadió «a instancias de Finn». De Finn, que estaba en la cárcel.
El escepticismo de lady Kathryn se reflejó en su semblante. —Una cosa es la ley del rey. He oído que algunas leyes del rey están escritas en inglés. Pero también hay que tener en cuenta la buena voluntad de la Iglesia romana. No tengo intención de tropezar con ninguno de los dos.
El bebé se movió y gimoteó. Julián dejó el texto que estaba examinando y, apoyándose a la niña sobre el hombro, la meció suavemente. Le agradó tenerla en brazos.
—¿De qué conocéis a Finn? —preguntó a su visitante.
—Fuimos amantes —repuso lady Kathryn sin tapujos.
—Si lo amáis, debe de resultar difícil que esté en la cárcel.
—Más difícil todavía porque declaré en falso contra él sobre el caso del sacerdote asesinado para salvar a mi hijo, que quizá sea el culpable.
Fue una confesión tan descarnada, una declaración de prioridades en conflicto tan desprovista de subterfugios, que por un instante la anacoreta no supo qué decir. Rara vez encontraba gente tan franca. La mujer parecía mantener una actitud muy fría, allí sentada, recta como un palo, pero Julián advirtió el nerviosismo de sus dedos mientras ordenaba la pila de papeles, alisaba las páginas de encima como si intentara eliminar las arrugas de su conciencia, enmendar el embrollo en que estaba metida. Al menos se trataba de una pecadora que asumía lo que era. A Julián esa falta de hipocresía le pareció redentora.
La niña empezó a llorar.
—Será mejor dársela a la nodriza. Es una mocosa muy glotona —dijo lady Kathryn, y Julián vio que sus labios se distendían al pronunciar esas palabras.
—¿Es hija de Finn? —preguntó, entregándosela a la mujer.
—No, es su nieta. Por lo visto en nuestra casa la lujuria se ha transmitido a la segunda generación —dijo con aspereza. Sus dedos inquietos se detuvieron, y luego bajó la mirada y respiró hondo. Cuando levantó la cabeza para mirar a la anacoreta a la cara, le brillaban los ojos— ¿Puedo confesarme?
—No soy confesora, mi señora, pero estoy dispuesta a escuchar lo que tengáis que decir, si eso aligera vuestro peso. Os veo muy alterada.
Lady Kathryn le contó lo de Colin y Rose, y que acababa de ver a Finn, que había rechazado a la niña.
—Cambiará de idea cuando haya superado el dolor —aseguró la anacoreta.
—A mí no me importa quedármela, salvo por él. Esta niña será mi hija. Pero podría consolarlo a él igual que me consuela a mí.
La anacoreta puso la mano sobre la mano enguantada de lady Kathryn, apoyada en el alféizar. Advirtió las manchas azules en los dedos y se preguntó despreocupadamente cómo habrían llegado hasta allí.
—Vos lo entendéis —dijo.
—¿Qué entiendo? —preguntó lady Kathryn, desconcertada.
—La clase de amor que induce a una madre a sacrificarlo todo por un hijo. —Julián sintió que la mujer encogía los dedos y cerraba el puño bajo su mano protectora— Así es el amor del Salvador por nosotros, su amor por vos.
Kathryn apretó el puño.
—Si tanto me quiere, ¿por qué me somete a esto, a mí y a todos nosotros? —Retiró la mano y agitó los largos dedos en el aire— Da igual, ya sé lo que vais a decir: el pecado. Nos castiga por nuestros pecados.
—¿Acaso una madre que ama a sus hijos disfruta con su castigo? Sólo castiga para enseñar, para que su hijo sea más fuerte. El sufrimiento nos fortalece. Nada ocurre porque sí, es todo voluntad de Dios.
—¿Y Finn? ¿Por qué un Dios amoroso permite que un buen hombre sea perseguido?
—Mediante el sufrimiento Dios nos redime, nos hace perfectos.
—¿Sabíais que la esposa de Finn era judía? Tal vez por eso ahora recibe su castigo. y también su hija, por los pecados de los padres. Finn fornicó conmigo, sí, pero eso no puede ser un pecado tan grave. Anacoreta, sé que sois una mujer santa y que sabéis poco de los pecados carnales. Pero seguro que un pecado como la lujuria no merece un precio tan elevado. Si fuera así, las cárceles estarían tan llenas de sacerdotes y obispos que no cabría nadie más. ¿Por qué llevarse a Rose, al ser al que Finn más amaba en el mundo, si no es por un pecado terrible?
—A veces un hombre ha de quedarse solo por el bien de su alma, sin que el pecado sea siempre la causa. Finn no está siendo necesariamente castigado. Dios ama a judíos y gentiles por igual, es el Padre de todos. Estad segura, mi señora, de que al acoger a esta niña de ascendencia judía, no le hacéis ningún daño a vuestra alma, sino sólo bien. Aunque sospecho que lo haríais incluso arriesgando vuestra alma, y por eso sé que entendéis esa clase de amor. Todo irá bien, vuestro sufrimiento sólo os une más a Dios.
—Entonces, ¿por qué no puedo rezar de verdad? Recito los oficios y desgrano el rosario, pero son simples palabras huecas que caen en el vacío. Anacoreta, ¿nunca habéis pensado que a lo mejor todo esto es una gran farsa o una mentira inventada por hombres poderosos para su propio beneficio?
Una pregunta valiente merecía una respuesta sincera.
—Supongo que unas veinte veces, en los momentos de alegría, habría podido decir con san Pablo: «Nada me apartará del amor de Cristo». Y en el dolor habría podido decir con san Pedro: «Señor, salvadme, que perezco». No es que con nuestro dolor, lamentándonos y llorando por él, cumplamos la voluntad de Dios. Hay que superar ese dolor. Os prometo, y lo sé porque Él me lo dijo, que ese dolor no será nada en comparación con la plenitud de su amor.
«Estas palabras deberían ir dirigidas a mí —pensó Julián—. En casa de herrero, cuchillo de palo. Dios me ha enviado a esta mujer para que, al ayudarla a ella, yo reafirme mi propia fe. No debo preocuparme por la ira del obispo. Es un instrumento del diablo o un instrumento de Dios. En cualquier caso, todo irá bien.»
—No tengo vuestra fe, anacoreta, aunque encuentro consuelo en vuestras palabras. Pero me he quedado más tiempo del que pensaba. Ya es demasiado tarde para volver a Blackingham. ¿Conocéis alguna posada cerca de aquí? —Miró nerviosamente a la niña que, saciada ya su hambre, mantenía los ojos azules fijos en Julián.
—Me temo que una posada no sería lo más conveniente para un grupo de mujeres. A sólo cinco millas al norte y en dirección a vuestra casa está el priorato de la Santa Fe. Tienen reconocida fama de hospitalarios.
—Sí, lo conozco, en la aldea de Horsham. Una vez estuve allí de pequeña con mi padre; las hermanas son muy amables.
Se levantaron y se dispusieron a marcharse. De pronto ese corrillo de mujeres parecía muy vulnerable. La más joven, que ahora sostenía el bebé, en realidad era poco más que una niña, de catorce o quince años. Tenía expresión de embeleso. Miraba de hito en hito, como si viera una aparición extraña en el fondo de la celda.
—¿Quieres decir algo, niña? —le preguntó.
La chica se inclinó hacia delante y habló en apenas un susurro:
—La luz a vuestro alrededor resplandece. C-como la esperanza. L-late como un corazón.
—Pero si no hay luz... —dijo Julián.
—Tiene un don, mi señora —explicó la nodriza, y se apresuró a añadir—: De Dios.
«Estas mujeres son especiales —pensó la anacoreta— No sólo la tenaz mujer que ama tan intensamente, sino también este bebé, con sus ojos azules y su sangre judía, un símbolo del amor de Dios, de su unicidad; incluso la nodriza, quien, ahora que la miro más atentamente, se parece a la muchacha con el don de Dios. Un vínculo enriquecedor las une a todas.»
Lady Kathryn se arrebujó en su capa.
—Os agradezco vuestros consejos. Me habéis dado materia para pensar. —y luego, como si se le acabara de ocurrir—: ¿Os quedáis con los papeles o me los llevo?
—Me aseguraré de que lleguen a manos de Tom. No temo al obispo.
Lady Kathryn se encogió de hombros y se volvió para marcharse.
—Que el señor os acompañe —dijo la anacoreta levantando la voz y despidiéndose de sus visitantes con un gesto cuando ya le habían dado la espalda.
Sólo la niña se volvió y le dirigió una sonrisa de agradecimiento por la bendición.
Cuando sus visitas se marcharon, Julián sintió su espíritu tan renovado que se preguntó si habían sido reales o una aparición angélica, otra de sus visiones. De una cosa estaba segura: reales o no, se las había enviado Él. Al hablarles, ella había enriquecido su propia alma. Escribiría su apología, y lo haría en inglés y pasara lo que pasase, todo iría bien.
—Vamos, Ahab —dijo al gato gordo, que saltó al alféizar de su ventana. Julián cogió los papeles de Wycliffe y los escondió bajo una pila de ropa— Tú y yo esperaremos la visita de Tom. Nos traerá noticias de Finn y tal vez un regalo del pantano.
Ahab ronroneó de placer.
Pagad más al mayoral, un penique o dos, para que indique a sus compañeros lo que deben hacer; dad guantes a los segadores, como acto de generosidad, y vigilad a diario a los holgazanes.
THOMAS TUSSER.
Una buena administración
Durante las últimas semanas de la primavera, Kathryn no regresó a la prisión del castillo. Medio Tom se presentaba en Blackingham con frecuencia, circunstancia que no agradaba a Agnes. «No permitiré que ande rondando a mi niña.» Pero Kathryn alentaba las visitas del enano, dándole recados y enviándolo como mensajero a las abadías cerca de Norwich para preguntar por Colin. ¿Era su hijo menor un vagabundo que dormía a la vera de los caminos, hambriento, sucio y solo? ¿O en ese momento, mientras pensaba en él, estaría paseando por los pasillos de piedra de un lejano claustro, aletargado por los cantos gregorianos, perdido para siempre? Sin embargo, aun cuando no hubiese estado desesperada por saber algo de Colin, Kathryn habría encontrado algún encargo para Medio Tom. Era su único vínculo con Finn.
«Pregúntale si quiere ver a la niña», decía ella una y otra vez. y la respuesta siempre era la misma: «Mi señora, lamento comunicaros que está muy ocupado con su trabajo para el obispo y no tiene tiempo, según dice».
Así que no hubo ningún peregrinaje a la prisión del castillo en esos cálidos y soleados días. Llegó el verano. Jasmine aprendió a articular exclamaciones, a reír y batir palmas con las canciones de Kathryn. Empezaron los planes para la cosecha, bajo la presión de encontrar labradores para vencer al añublo y las lluvias, todo ello complicado aún más por la ausencia de Alfred y Colin.
Era la segunda cosecha desde la muerte de Roderick. Ese año Simpson volvería a ser mayoral, y no habría un señor de la casa para aplacar la creciente arrogancia del administrador. ¿Y de dónde iba a sacar Kathryn el dinero para pagar a los jornaleros que pedían más cada año, por no hablar de la generosidad que esperaban sus propios siervos en tiempo de cosecha? No existía ya la lealtad ciega con que siervos y campesinos servían a su padre, barrida por la escasez de mano de obra y las ideas de igualdad alimentadas por curas laicos que farfullaban al hablar. El antiguo orden se veía amenazado, incluso podía desaparecer el orden en que ella tenía su lugar. Roderick había sometido a los siervos mediante el poder y la tradición. ¿Dónde estaba el poder de Kathryn? ¿Dónde estaba su tradición?
Había días en que se sentía incapaz de seguir adelante. Por suerte tenía a Jasmine...
Era ya el cuarto viaje de Magda esa mañana, esta vez a mediodía, a pleno sol, acarreando los odres de cerveza, los cestos de pan y queso, galletas de avena y cebollas para los cosechadores en los campos. La carga era pesada pero la llevaba bien equilibrada en los extremos de una larga vara sobre los hombros. No le importaba; aunque tenía los huesos menudos, era fuerte y resistente, y se alegraba de alejarse de la asfixiante cocina. Últimamente la cocinera estaba de muy mal humor. Y a Magda le gustaba ver las largas guadañas deslizándose entre el centeno como bailarinas. Su padre era el mejor de todos. Miró orgullosa cómo se agachaba, con la pierna derecha flexionada bajo el cuerpo, el brazo izquierdo extendido para mantener el equilibrio, a la par que movía el derecho entre las mieses, la guadaña paralela al suelo, y balanceaba el cuerpo acompasadamente a cada golpe.
Con razón los segadores comían tanto a mediodía. y también con razón Agnes estaba de tan mal humor por todo en general. La semana anterior había echado a Medio Tom a escobazos, acusándolo de haber robado un huevo. Precisamente Agnes, que siempre tenía una olla de sopa al fuego para los mendigos hambrientos. Estaba enfurruñada y encontraba faltas en todo, cuando antes era tan fácil complacerla.
Fuera, en cambio, brillaba el sol y el aire era fresco, y en el cielo azul flotaban nubes como colas de caballo, por no hablar del manifiesto buen ánimo que inspiraba la criada que llevaba la comida. Jornaleros y siervos compartían con ella su espíritu de compañerismo. Se sentía miembro de una familia feliz; feliz porque, a pesar del trabajo duro y la larga jornada, ése era el único mes del año en que todos comerían bien. Si el mayoral era tacaño, se quedaba sin mano de obra. Los siervos no tenían otra opción, pero los jornaleros podían ir en busca de campos más generosos. Todos esperaban munificencia, aunque ese año Magda no veía las cosas tan claras. Había observado la luz del alma del administrador, si es que a eso podía llamarse luz. Era más bien una oscuridad absoluta; nunca había visto nada semejante. ¿Podía ser que no hubiera luz en él porque carecía de alma? ¿Sería un demonio disfrazado de hombre? Se estremeció cuando lo vio acercarse al seto, a cuya sombra ella había extendido el mantel para la comida. Apartó la vista para eludir su mirada por temor a que la hechizara.