Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
«Viento del norte, levanta la ola...»
Gritaba el ordenanza de la escalera. A la señorita le corrían las lágrimas por la cara, trataba de apretar los dientes, pero la boca se le abría involuntariamente y seguía cantando una octava más alta que el ordenanza:
«El mozo no va muy lejos...»
A los silenciosos visitantes de la sucursal les sorprendía, sobre todo, que aquel coro esparcido por todo el edificio, cantara en verdadera armonía, como si tuvieran los ojos puestos en la batuta de un invisible director de orquesta.
Los transeúntes se paraban en la calle, admirados por la animación que reinaba en la sucursal.
Cantaron la primera estrofa y luego se callaron, como obedeciendo órdenes de un director. El ordenanza masculló una blasfemia y desapareció.
Se abrió la puerta de la calle y entró un ciudadano con abrigo, por debajo del cual asomaba una bata blanca. Le acompañaba un miliciano.
—¡Doctor, le ruego que haga algo! —gritó la señorita con verdadero ataque de histerismo.
En la escalera apareció corriendo el secretario de la sucursal, azoradísimo y, al parecer, muerto de vergüenza. Tartamudeó:
—Mire usted, doctor, es un caso de hipnosis general y es necesario... —no pudo concluir, se le atragantaron las palabras y empezó a cantar con voz de tenor:
«Shilka y Nerchinsk...».
—¡Imbécil! —tuvo tiempo de gritar la joven, pero no pudo explicar a quién dirigía el insulto, porque, sin proponérselo, siguió canturreando lo de «Shilka y Nerchinsk»...
—¡Domínese! ¡Deje de cantar! —interpeló el doctor al secretario.
Era evidente que el secretario se esforzaba por dejar de cantar, pero en vano, y, acompañado por el coro, llevó a los oídos de los transeúntes la noticia de que «el voraz animal no le rozó en la selva y la bala del tirador no le alcanzó».
Acabada la estrofa, la señorita fue la primera en recibir una dosis de valeriana; luego, el doctor siguió apresuradamente al secretario para suministrarla a los demás.
—Perdone usted, ciudadana —se dirigió Vasili Stepánovich a la joven—. ¿No ha pasado por aquí un gato negro?
—¡Qué gato ni qué narices! —gritó la joven, indignada—. Lo que sí tenemos en la sucursal es un burro —y añadió—: No me importa que me oiga, se lo contaré a usted todo —y se lo contó.
El director de la sucursal, «que había sido la ruina de los espectáculos del género ligero» (según las palabras de la joven), tenía la manía de organizar clubs para diversas actividades.
—¡Todo para despistar a la dirección! —gritaba la joven.
En un año había tenido tiempo de crear los siguientes clubs: de estudio de Lérmontov, de ajedrez y damas, de ping pong y equitación. Cuando llegó el verano, amenazó con la creación del club de remo en agua dulce y de alpinismo. Y hoy llega el director a la hora de comer...
—... trayendo del brazo a ese hijo de mala madre —contaba la joven—, que no sabemos de dónde habrá salido, uno con pantalones a cuadros, unos impertinentes rotos y una jeta..., ¡completamente imposible!...
Se presentó a los que estaban comiendo en el comedor de la sucursal como destacado especialista en la organización de masas corales.
Los futuros alpinistas cambiaron de expresión, pero el director les animó y el especialista estuvo bromeando con ellos, asegurándoles bajo juramento que el canto ocupaba poquísimo tiempo y era una fuente inagotable de posibilidades.
Los primeros en apoyar la idea fueron, naturalmente, Fánov y Kosarchuk, los pelotilleros más conocidos de la sucursal, declarándose dispuestos a apuntarse. El resto de los empleados, comprendiendo que era imposible evadirse, tuvieron que inscribirse también en el nuevo club. Decidieron que la mejor hora sería la de comer, porque el resto de las horas libres las tenían ya ocupadas con Lérmontov y con el ajedrez. El director, para dar ejemplo, anunció que tenía voz de tenor, y lo que siguió fue una escena de pesadilla. El especialista en corales, el tipo de los cuadros, rompió a gritar:
—¡Do mí sol do!
Sacó a los más tímidos de detrás de los armarios, donde se habían escondido para no cantar, dijo a Kosarchuk que tenía un oído perfecto, suplicó, gimoteando, que dieran una satisfacción al viejo chantre y dio unos golpes con el diapasón pidiendo que cantaran «Glorioso mar»...
Cantaron. Y muy bien. El hombre de los cuadros conocía su oficio, desde luego. Entonaron la primera estrofa y el chantre se excusó diciendo: «Perdonen un momento...», y desapareció. Esperaban, naturalmente, que volviera en seguida. Pero transcurrieron diez minutos y aún no había vuelto. Los empleados de la sucursal estaban contentísimos creyendo que había huido.
Pero, de pronto, sin saber por qué, rompieron a cantar la segunda estrofa. Kosarchuk, que puede que no tuviera un oído perfecto, pero que era, sin duda, un tenor bastante agradable, les arrastró a todos. Acabada la estrofa, el chantre no había vuelto aún. Se marcharon cada cual a su sitio, pero no habían tenido tiempo de sentarse cuando empezaron a cantar de nuevo, involuntariamente, sin querer. Intentaban callarse. ¡Imposible! Callaban tres minutos y de nuevo rompían a cantar; se volvían a callar, ¡y a cantar otra vez!
Se dieron cuenta de que lo que sucedía era bastante raro. El director, avergonzado, se encerró en su despacho.
La joven interrumpió su relato: la valeriana no había causado efecto.
Pasado un cuarto de hora llegaron tres camiones a la verja de la sucursal y cargaron todo el personal de la casa, encabezado por el director.
Salió a la calle el primer camión. Pasada la sacudida, los empleados, de pie en la caja del camión, enlazados por los hombros unos con otros, abrieron la boca y la calle entera retumbó al ritmo de la canción popular. Les siguió el segundo camión y después el otro. Siguieron cantando. Los transeúntes, ocupados en sus propios asuntos, les miraban distraídamente, sin la menor sorpresa, pensando que era un grupo de excursionistas que marchaba fuera de la ciudad. Sí, salían de la ciudad, pero no iban de excursión, sino al sanatorio del profesor Stravinski.
Había pasado una media hora cuando el contable, fuera de sí por completo, llegó al departamento de finanzas con la intención de deshacerse, por fin, del dinero del Estado.
Como había tenido ya experiencias bastante extrañas, empezó mirando con mucha cautela la sala rectangular en la que, tras unas ventanas de cristales escarchados con letreros dorados, estaban los funcionarios. No había ningún indicio de desorden o alboroto. Todo estaba en silencio, como corresponde a una institución respetable.
Vasili Stepánovich introdujo la cabeza por una ventanilla en la que se leía: «Ingresos», saludó a un empleado que conocía y pidió con amabilidad un vale de entrada.
—¿Para qué lo quiere? —preguntó el empleado de la ventanilla.
—Quiero ingresar una cantidad. Soy del Varietés.
—Un momento —contestó el empleado, y cerró con una rejilla el hueco del cristal.
«¡Qué extraño!», pensó el contable. Su sorpresa era muy natural. Era la primera vez en su vida que le pasaba una cosa así. Todo el mundo sabe lo complicado que es sacar dinero, pueden surgir dificultades. Pero en sus treinta años de experiencia como contable nunca había observado ninguna dificultad para ingresar dinero, bien fuera de un particular o de una persona jurídica.
Por fin quitaron la redecilla y el contable se aproximó de nuevo a la ventanilla.
—¿Cuánto es? —preguntó el empleado.
—Veintiún mil setecientos once rublos.
—¡Vaya! —dijo con cierta ironía el de la ventanilla, y le alargó al contable un papel verde.
El contable conocía bien los trámites, llenó el papel en un momento y desató la cuerda del paquete. Desempaquetó su envoltorio y sus ojos expresaron un doloroso asombro. Murmuró algo.
Delante de sus narices aparecieron billetes de banco extranjeros: había paquetes de dólares canadienses, libras esterlinas, florines holandeses, latos de Lituania, coronas estonianas...
—¡Éste es uno de los granujas del Varietés! —sonó una voz terrible encima del contable. Y Vasili Stepánovich quedó detenido.
Mientras el diligente contable corría en un taxi para llegar al despacho del traje que escribía, del convoy número 9, de primera clase, del tren de Kíev que acababa de llegar a Moscú, descendía un pasajero de aspecto respetable, con un maletín de fibra en la mano. Era Maximiliano Andréyevich Poplavski, economista de planificación, residente en Kíev, en la calle que antiguamente se llamaba Calle del Instituto. Era el tío del difunto Berlioz, que se había trasladado a Moscú porque la noche anterior había recibido un telegrama en los siguientes términos:
«Me acaba atropellar tranvía estanques del patriarca entierro viernes tres tarde no faltes berlioz.»
Maximiliano Andréyevich estaba considerado como uno de los hombres más inteligentes de Kíev. La consideración era muy justa. Pero un telegrama así podría desconcertar a cualquiera, por muy inteligente que fuera. Si un hombre telegrafía diciendo que le ha atropellado un tranvía, quiere decir que está vivo. Entonces, ¿a qué viene el entierro? O está muy mal y siente que su muerte está próxima. Es posible, pero tanta precisión es muy extraña: ¿cómo sabe que le van a enterrar el viernes a las tres de la tarde? Desde luego, el telegrama era muy raro.
Pero las personas inteligentes son inteligentes precisamente para resolver problemas difíciles. Era muy sencillo. La palabra «me» pertenecía a otro telegrama, sin duda alguna debería decir «a Berlioz», que es por error la palabra que figura al final. Con esta corrección el telegrama tenía sentido, aunque, naturalmente, un sentido trágico.
Maximiliano Andréyevich sólo esperó, para emprender rápidamente viaje a Moscú, que a su mujer se le pasara el ataque de dolor que sufría.
Tenemos que descubrir un secreto de Maximiliano Andréyevich. Indiscutiblemente le daba pena que el sobrino de su mujer hubiera perecido en la flor de la vida. Pero él era un hombre de negocios y pensaba cuerdamente que no había ninguna necesidad de hacer acto de presencia en el entierro. A pesar de eso, tenía mucha prisa en ir a Moscú. ¿Cuál era la razón? El piso. Un piso en Moscú es una cosa muy importante. Por incomprensible que parezca, a Maximiliano Andréyevich no le gustaba Kíev, y estaba tan obsesionado con el traslado a Moscú que empezó a padecer insomnios.
No le producía ninguna alegría el hecho de que el Dniéper se desbordase en primavera, cuando el agua, cubriendo las islas de la orilla baja, se unía con la línea del horizonte. No le alegraba tampoco la magnífica vista que se divisaba desde el pedestal del monumento al príncipe Vladímir. No le hacían ninguna gracia las manchas de sol que jugaban sobre los caminitos de ladrillo, en la colina Vladímirskaya. No le interesaba nada de aquello, lo único que quería era trasladarse a Moscú.
Los anuncios que pusiera en los periódicos para cambiar el piso de la calle Institútskaya en Kíev por un piso más pequeño en Moscú no daban ningún resultado. No le solían hacer ofertas, y si alguna vez lo hacían, eran siempre proposiciones abusivas.
El telegrama conmovió profundamente a Maximiliano Andréyevich. Era una ocasión única y sería pecado desperdiciarla. Los hombres de negocios saben muy bien que oportunidades así no se repiten.
En resumen, que, a pesar de las dificultades, había que arreglárselas para heredar el piso del sobrino. Sí, iba a ser difícil, muy difícil; pero, costase lo que costase, se superarían las dificultades. El experto Maximiliano Andréyevich sabía que el primer paso imprescindible era inscribirse como inquilino, aunque fuera provisionalmente, en las tres habitaciones de su difunto sobrino.
El viernes por la tarde, Maximiliano Andréyevich atravesaba la puerta de la oficina de la Comunidad de Vecinos del inmueble número 302 bis de la calle Sadóvaya, de Moscú.
En una habitación estrecha, en la que, colgado en una pared, había un viejo cartel que mostraba en varios cuadros el modo de devolver la vida a los que se ahogasen en un río, detrás de una mesa de madera estaba sentado un hombre sin afeitar, de edad indefinida y mirada inquieta.
—¿Podría ver al presidente de la Comunidad de Vecinos? —inquirió cortés el economista planificador, quitándose el sombrero y dejando el maletín sobre una silla desocupada.
Esta pregunta, que parecía tan normal, desagradó sobremanera al hombre que estaba sentado detrás de la mesa. Cambió de expresión y, desviando la mirada, asustado, murmuró de modo ininteligible que el presidente no estaba.
—¿Estará en su casa? —preguntó Poplavski—. Tengo que hablar con él de un asunto urgente.
La respuesta del hombre fue algo incoherente, pero se podía deducir que el presidente tampoco estaba en su casa.
—¿Y cuándo estará?
El hombre no contestó nada y se puso a mirar por la ventana con gesto triste.
«Ah, bueno», dijo para sí el clarividente Poplavski, y preguntó por el secretario.
El hombre extraño se puso rojo del esfuerzo y contestó, ininteligiblemente también, que el secretario tampoco estaba..., que no sabía cuándo volvería y que estaba... enfermo.
«¡Ah!, bien», se dijo Poplavski.
—Pero habrá alguien encargado de la comunidad, ¿no?
—Yo —respondió el hombre con voz débil.
—Verá usted —habló Poplavski con aire autoritario—, soy el único heredero del difunto Berlioz, mi sobrino, que, como usted sabrá, murió en «Los Estanques del Patriarca», y me creo en el derecho, según la ley, de recibir la herencia, que consiste en nuestro apartamento número 50.
—No estoy al corriente, camarada —le interrumpió, angustiado, el hombre.
—Usted perdone —dijo Poplavski con voz sonora— como miembro del comité es su deber...
Entró entonces un ciudadano en la habitación y el que estaba sentado detrás de la mesa palideció nada más verle.
—¿Piatnazhko, miembro del comité? —preguntó el que acababa de entrar.
—Soy yo —apenas se oyó la respuesta.
El que acababa de entrar se acercó y le dijo algo al oído al de la mesa, el cual, muy contrariado, se levantó de su asiento. A los pocos segundos Poplavski estaba solo en la habitación.
«¡Qué complicación! ¡Mira que todos al mismo tiempo!», pensó con despecho Poplavski, cruzando el patio de asfalto y dirigiéndose apresurado al apartamento número 50.
Le abrieron la puerta nada más llamar y Maximiliano Andréyevich entró en el oscuro vestíbulo. Se sorprendió un poco, porque no se sabía quién le había abierto la puerta: en el vestíbulo no había nadie, sólo un enorme gato negro sentado en una silla.