Y si lo conseguía esa misma noche, tendría mucho tiempo para ocuparse de ellos antes de que Dee aterrizara en la capital francesa.
Maquiavelo sonrió; sólo necesitaba unas horas para que Nicolas le confesara todo lo que sabía. Más de medio milenio en este planeta le había enseñado a ser muy per¬suasivo.
osh Newman alargó la mano derecha y apoyó la palma sobre la piedra fría de un muro para recuperar fuerzas. ¿Qué acababa de ocurrir?
Un momento antes se encontraba en la tienda de la Bruja de Endor, en Ojai, California. Su hermana, Sophie, Scathach y el hombre que ahora conocía bien, Nicolas Flamel, habían estado en el interior del espejo, mirándole. En cuestión de segundos, Sophie había salido del cristal, le había agarrado de la mano y le había empujado hacia él. En ese instante, Josh cerró los ojos con fuerza y sintió que algo gélido le rozaba la piel y le erizaba el vello de la nuca. Cuando abrió los ojos, estaba en lo que, aparentemente, era un almacén minúsculo. Potes de pintura, escaleras amontonadas, piezas de cerámica hechas añicos y trapos manchados de pintura rodeaban un espejo mugriento, de aspecto corriente, colgado en una pared de piedra. Una bombilla de poca potencia desprendía un resplandor tenue que alumbraba la habitación.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Josh con la voz entrecortada. Tragó saliva y lo intentó otra vez—: ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estamos?
—Estamos en París —respondió Nicolas Flamel con satisfacción mientras se sacudía el polvo de las manos en sus tejanos de color negro—. La ciudad que me vio crecer.
—¿París? —susurró Josh. Estuvo a punto de pronunciar la palabra «imposible», pero empezaba a comprender que esa palabra, ahora, carecía de todo significado—. ¿Cómo? —preguntó en voz alta—. ¿Sophie?
Miró a su hermana melliza, pero ésta se había acercado a la puerta de la habitación para escuchar atentamente. Entonces se volvió hacia Scathach, pero la guerrera pelirroja hizo un gesto de negación con la cabeza mientras se cubría la boca con las manos. Parecía que estuviera a punto de vomitar. Al fin, Josh se dirigió hacia el legendario alquimista, Nicolas Flamel.
—¿Cómo hemos llegado aquí?
—Este planeta es un entrelazado de líneas de poder invisibles denominadas líneas místicas o cursus —explicó Flamel mientras cruzaba los dedos índices—. Allí donde dos o más líneas místicas se cruzan, se halla una puerta telúrica. Este tipo de puertas es poco habitual hoy en día, pero en tiempos ancestrales la Raza Inmemorial las utilizaba para viajar de una punta del mundo a otra en cuestión de segundos, tal y como nosotros acabamos de hacer. La Bruja abrió la puerta telúrica en Ojai y hemos llegado aquí, a París.
Lo decía con tanta naturalidad que parecía una cuestión de hecho.
—Puertas telúricas: las odio —farfulló Scatty. Con esa luz lúgubre, su piel, pálida y llena de lunares, parecía verde—. ¿Alguna vez te has mareado? —preguntó.
Josh negó con la cabeza.
—Nunca.
Sophie, que seguía inclinada con la oreja apoyada en la puerta, se levantó y alzó la mirada.
—¡Mentiroso! Se marea hasta en una piscina —comentó mientras esbozaba una gran sonrisa. Después, volvió a acercarse a la gélida madera de la puerta.
—Mareada —refunfuñó Scatty—. Así me siento ahora mismo. O incluso peor.
Sophie giró la cabeza una vez más para mirar al Alquimista.
—¿Tienes idea de en qué parte de París estamos?
—Supongo que en algún lugar muy antiguo —respondió Flamel mientras se acercaba a la puerta. Al igual que Sophie, arrimó la oreja a la puerta e intentó escuchar.
Sophie dio un paso atrás.
—Yo no estoy tan segura —dijo vacilante.
—¿Por qué no? —preguntó Josh. Echó un vistazo a la habitación desordenada. Desde luego, parecía que formara parte de un edificio antiguo.
Sophie sacudió la cabeza.
—No lo sé... Me da la sensación de que no es tan antiguo.
Entonces alargó la mano, acarició la pared con la palma y, de inmediato, aproximó todo el cuerpo.
—¿Qué sucede? —murmuró Josh.
Sophie volvió a colocar la mano en la pared.
—Puedo escuchar voces, canciones y algo parecido a música de órgano.
Josh encogió los hombros.
—Yo no oigo nada.
Entonces se detuvo de forma inesperada, consciente de las diferencias que le distanciaban ahora de su hermana melliza. Hécate había Despertado el potencial mágico de Sophie de forma que todos sus sentidos se habían agudizado.
—Yo sí.
Sophie apartó la mano de la pared de piedra y los sonidos desfallecieron.
—Estás escuchando sonidos fantasma —explicó Flamel—. Son ruidos que absorbe el edificio, que guarda en su propia estructura.
—Es una iglesia —anunció Sophie decidida. Después, frunció el ceño y añadió—: Es una iglesia nueva... moderna, de finales del siglo XIX o principios del XX. Pero está construida sobre un lugar mucho más antiguo.
Flamel se detuvo ante la puerta de madera y miró por encima de su hombro. Con esa luz débil y tenue, sus rasgos cobraron de repente un aspecto más marcado y anguloso, más cadavérico, con los ojos sumidos en la sombra.
—Hay muchas iglesias en París —musitó—, aunque sólo hay una, o eso creo, que encaje con esa descripción.
Nicolas agarró el pomo de la puerta.
—Espera un segundo —se apresuró Josh—. ¿No crees que habrá algún tipo de alarma de seguridad?
—Oh, lo dudo —contestó Nicolas con tono confiado—. ¿ Quién colocaría una alarma de seguridad en la despensa de una iglesia? —preguntó de forma burlesca mientras abría la puerta.
Instantáneamente, empezó a sonar una alarma. El ruido resonaba en las losas y muros de la iglesia mientras unas luces de seguridad estroboscópicas destellaban desde todas las esquinas. Scatty suspiró y murmuró algo en una antigua lengua celta.
—¿No fuiste tú quien me dijo una vez que esperara antes de realizar un movimiento, que mirara a mi alrededor antes de dar un paso y que observara detenidamente? —reclamó.
Nicolas sacudió la cabeza y aceptó el estúpido error.
—Supongo que me estoy haciendo viejo —respondió en el mismo idioma. Pero no había tiempo para disculpas—. ¡Vámonos! —gritó con la ensordecedora alarma de fondo y se dirigió hacia el pasillo. Sophie y Josh siguieron sus pasos y Scatty en la retaguardia, avanzaba lentamente mientras refunfuñaba con cada paso que daba.
El pasillo, también de piedra y muy angosto, conducía a otra puerta de madera. Sin detenerse, Flamel empujó la segunda puerta y, de inmediato, otra alarma empezó a re-tumbar. Entonces giró hacia la izquierda, hacia un lugar abierto que desprendía un olor a incienso y a cera. Los candelabros arrojaban una luz dorada sobre las paredes y el suelo que, junto con las luces rojas de seguridad, descubrían un par de gigantescas puertas con la palabra SORTIE sobre ellas. Flamel corrió hacia los dos portones; sus zancadas retumbaban en el histórico edificio.
—No toques... —empezó Josh, pero Nicolas Flamel agarró el pomo de una de las puertas y tiró con fuerza.
Una tercera alarma, mucho más estridente que las anteriores, empezó a sonar y una diminuta luz roja ubicada en la parte superior de la puerta se puso a parpadear.
—Te advertí que no tocaras —murmuró Josh.
—No lo entiendo, ¿por qué no está abierta? —gritó Flamel para que los demás pudieran escucharle a pesar del estruendo—. Esta iglesia siempre está abierta —comentó mientras se daba la vuelta para mirar a su alrededor—. ¿Dónde está todo el mundo? ¿Qué hora es? —preguntó.
De pronto, tuvo un presentimiento.
—¿Cuánto se tarda en viajar de un sitio a otro utilizando una puerta telúrica? —preguntó Sophie.
—Es instantáneo.
—¿Y estás seguro de que estamos en París, Francia —Así es.
Sophie miró el reloj e hizo un par de cálculos rápidos
—¿ La diferencia horaria entre París y Ojai es de nueve horas? —preguntó.
Flamel asintió; ahora lo entendía todo.
—Son casi las cuatro de la madrugada. Por eso la iglesia está cerrada —explicó Sophie.
—La policía debe de estar en camino —informó Scatty mientras agarraba su nunchaku—. Odio pelear cuando no me encuentro bien —susurró.
—¿Qué hacemos ahora? —consultó Josh con una voz que dejaba entrever su temor.
—Podría intentar derribar las puertas con viento —sugirió Sophie. No estaba segura de tener la energía suficiente para levantar viento tan pronto. Había utilizado sus nuevos poderes mágicos para luchar contra los inmortales en Ojai y el esfuerzo la había dejado completamente exhausta.
—Me opongo —gritó Flamel.
Su rostro era una mezcla de lúgubres sombras y luces rojas. Se volvió y caminó hacia una colección de bancos de madera colocados ante un adornado altar de tracería de mármol blanco. El tenue resplandor de las velas iluminaba un mosaico de tonalidades azules y doradas que brillaba en el altar.
—Es un monumento nacional; no permitiré que lo destruyas.
—¿Dónde estamos? —preguntaron los mellizos al mismo tiempo mientras observaban a su alrededor. Ahora que se habían acostumbrado a la oscuridad, se percataron de que el edificio era gigantesco. Distinguían unas columnas que alcanzaban las sombras de la bóveda e incluso eran capaces de apreciar las siluetas de los altares laterales, de las estatuas de los rincones y de los innumerables candelabros.
—Ésta —anunció Flamel lleno de orgullo— es la iglesia del Sagrado Corazón.
Sentado en la parte trasera de su limusina, Nicolas Maquiavelo tecleó las coordenadas en su portátil y observó un mapa de alta definición de la ciudad parisina en la pantalla. París era una ciudad increíblemente antigua. El primer poblado que habitó tierras parisinas lo hizo más de dos mil años atrás, aunque la raza humana vivió en la isla del Sena durante varias generaciones antes de eso. Al igual que muchas de las ciudades más antiguas del mundo, París se alzaba sobre multitud de cruces de líneas místicas.
Maquiavelo pulsó una secuencia de teclas y apareció un complejo patrón de líneas místicas dibujado sobre el mapa de la ciudad. Buscaba una línea que conectara con Estados Unidos. Al final, logró reducir el número de posibilidades a seis. Con una uña, perfectamente arreglada después de una sesión de manicura, siguió dos líneas que unían la Costa Oeste norteamericana con París. Una llegaba a la magnífica catedral de Notre Dame; la otra, a un lugar más moderno pero igualmente célebre, la basílica del Sagrado Corazón, en Montmartre.
¿Dónde estarían?
De repente, la tranquilidad de la noche parisina se quebró por una serie de sirenas. Maquiavelo pulsó el mando de la ventanilla eléctrica y el cristal negro descendió suavemente. Una brisa fresca entró en el coche. A lo lejos, sobre los tejados de los edificios que bordeaban la Place du Tertre, se alzaba el Sagrado Corazón. El imponente edificio abovedado siempre estaba alumbrado por la noche con luces radiantes. Sin embargo, esa noche, el monumento histórico estaba rodeado de luces rojas parpadeantes.
Ahí están. La sonrisa de Maquiavelo era aterradora. Abrió un programa en su portátil y esperó pacientemente mientras el disco duro procesaba la información.
«Introducir contraseña.»
Los dedos volaban por encima del teclado mientras el italiano escribía la siguiente frase: «Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio». Nadie sería capaz de adivinar esa contraseña. Se trataba de uno de sus libros menos conocidos.
Entonces apareció un documento de texto escrito en una combinación de latín, griego e italiano. Hubo un tiempo en que los magos guardaban sus hechizos y encantamientos en libros escritos a mano denominados grimoires, pero Maquiavelo siempre se había mostrado partidario de utilizar la última tecnología. Prefería mantener sus conjuros en el disco duro. Ahora, sólo necesitaba hacer algo para mantener ocupados a Flamel y sus amigos mientras él reunía fuerzas.
Josh levantó la cabeza rápidamente. —Oigo sirenas de policía.
—Hay doce patrullas que se dirigen hacia aquí —confirmó Sophie con la cabeza ladeada hacia la pared y los ojos cerrados mientras escuchaba atentamente.
—¿Doce? ¿Cómo lo sabes?
Sophie miró a su hermano mellizo.
—Puedo distinguir las diversas ubicaciones de las sirenas.
—¿Puedes escucharlas por separado? —quiso saber Josh. Una vez más, se dio cuenta de que seguía sorprendido por la capacidad sensorial de su hermana.
—Cada una de ellas —respondió Sophie.
—La policía no debe capturarnos —interrumpió Flamel bruscamente—. No disponemos ni de pasaportes ni de coartadas. ¡Tenemos que salir de aquí!
—¿Cómo? —preguntaron los mellizos a la vez.
Flamel sacudió la cabeza.
—Tiene que haber otra entrada... —empezó. Después se detuvo y abrió las aletas de la nariz.
Josh, intranquilo, observaba la situación mientras Sophie y Scatty reaccionaban repentinamente a algo que él no lograba oler.
—¿Qué... qué sucede? —preguntó. Justo entonces advirtió un olorcillo casi imperceptible que enseguida relacionó con almizcle y pestilencia. Era el típico hedor que cualquiera asociaría con un zoo.
—Problemas —advirtió Scathach mientras cogía su nunchaku y empuñaba sus espadas—, grandes problemas.
ué? —preguntó Josh mientras miraba a su alrededor. El hedor resultaba más fuerte ahora, rancio y amargo, casi familiar... —Una serpiente —respondió Sophie, inspirando profundamente—. Es una serpiente.