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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 3 - La justicia del visir

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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La hora de la confrontación definitiva ha llegado. Pazair, ahora visir de Egipto, y su esposa Neferet, nombrada médico principal del reino, se enfrentan con el ministro de Economía, quien se erige en portavoz de los conjurados que se han adueñado del testamento de los dioses y que están a punto de derrocar a Ramsés el Grande. El alto funcionario, que se hacía pasar por amigo de Pazair, ha tejido una urdimbre tan espesa que la situación es desesperada; él y sus cómplices han desorganizado la economía y se proponen destruir los valores que han presidido el nacimiento de la civilización egipcia. Aunque los aliados escasean, el visir y su esposa, decididos a luchar hasta el final, tratan de identificar al asesino de su maestro espiritual, quien ha cometido el error de cruzarse en el camino de los facinerosos. ¿Dónde está el hermano de sangre, Suti, que ha logrado escapar de su prisión nubia? ¿Conseguirá el misterioso «devorador de sombras» eliminar a Pazair? ¿Quién es el alma verdadera del complot que se oculta en las tinieblas? ¿Quién, valiéndose de la traición, el crimen o la ley, saldrá vencedor de ese cruento combate del que depende la supervivencia de Egipto?
La justicia del visir
es el último volumen de la trilogía
El juez de Egipto
, que junto con los dos primeros títulos,
La pirámide asesinada
y
La ley del desierto
, forma esta trilogía que ha superado todas las previsiones de éxito y se ha convertido en un indiscutible bestseller.

Christian Jacq

La justicia del visir

El juez de Egipto - 3

ePUB v2.0

Elle518
12.02.12

Título original:
La justice du vizir

Traducción: Manuel Serrat

Portada diseñada por: laNane

Christian Jacq, 1994.

¡Alégrate, tierra entera!

La justicia ha vuelto a su lugar.

Vosotros, justos, venid y contemplad todos;

la justicia ha triunfado sobre el mal,

los perversos han caído sobre su rostro,

los ávidos son condenados.

Papiro Sallier 1

(British Museum 1018), recto VIII. 7

CAPÍTULO 1

L
a traición resultaba muy rentable. Mofletudo, rubicundo, apoltronado, Iarrot bebió una tercera copa de vino blanco para celebrar su elección. Cuando era escribano del juez Pazair, nombrado hoy visir de Ramsés el Grande, trabajaba demasiado y ganaba poco. Pero desde que se había puesto al servicio de Bel-Tran, el peor enemigo del visir, su situación había mejorado considerablemente. A cambio de información sobre las costumbres de Pazair recibía una retribución. Con la ayuda de Bel-Tran y el falso testimonio de uno de sus esbirros, Iarrot esperaba obtener el divorcio con inculpación de su esposa y conservar la custodia de su hija, futura bailarina.

El ex escribano se había levantado con una fuerte jaqueca cuando la noche reinaba todavía sobre Menfis, la capital económica de Egipto, situada en la confluencia del delta y el valle del Nilo.

En una calleja, que generalmente era tranquila, se oían algunos susurros. Iarrot dejó su copa. Desde que traicionaba a Pazair, cada vez bebía más, no por remordimientos, sino porque por fin podía comprar grandes vinos finos y cerveza de primera calidad. Una sed inextinguible le abrasaba la garganta sin cesar.

Empujó la contraventana de madera y lanzó una mirada al exterior, pero no vio a nadie.

Refunfuñando pensó en la magnífica jornada que se anunciaba. Gracias a Bel-Tran iba a dejar aquel arrabal para residir en el mejor barrio de Menfis, muy cerca del centro de la ciudad.

Aquella misma noche se instalaría en una casa con jardincillo que contaba con cinco habitaciones; al día siguiente sería titular de un puesto de inspector del fisco, dependiente del ministerio que dirigía Bel-Tran.

Sólo existía una contrariedad: a pesar de la calidad de las indicaciones proporcionadas a Bel-Tran, Pazair todavía no había sido eliminado, como si los dioses lo protegieran. La suerte acabaría dándole alguna vez la espalda.

Fuera, alguien se reía sarcásticamente. Turbado, Iarrot pegó la oreja a la puerta que daba a la calle. De pronto lo comprendió: de nuevo aquella pandilla de chiquillos que se divertía manchando la fachada de las casas con una piedra de color ocre.

Furioso, abrió la puerta de golpe. Frente a él se encontraba una hiena con las fauces abiertas. Una enorme hembra babeante, con los ojos enrojecidos. El animal lanzó un grito, parecido a una risa de ultratumba, y se arrojó a su garganta.

Por lo general las hienas limpiaban el desierto devorando la carroña y no se acercaban a las aglomeraciones. Cambiando sus costumbres, una decena de fieras se había aventurado por los arrabales de Menfis y había matado a un ex escribano, Iarrot, un borracho detestado por sus vecinos. Provistos de palos, los habitantes del barrio habían puesto en fuga a los depredadores, pero todos interpretaron el drama como un mal presagio para el porvenir de Ramsés, cuya autoridad, hasta entonces, nadie había discutido. En el puerto de Menfis, en los arsenales, en los muelles, en los cuarteles, en los barrios del Sicómoro, del Muro del cocodrilo, del Colegio de medicina, en los mercados, en las tiendas de los artesanos, aquellas palabras corrían de boca en boca:

«¡El año de las hienas!»

El país se debilitaría, la crecida sería mala, la tierra estéril, los huertos se deteriorarían, faltarían frutos, legumbres, ropa y ungüentos; los beduinos atacarían las explotaciones del delta, el trono del faraón vacilaría. ¡El año de las hienas, la ruptura de la armonía, la brecha por la que se introducirían las fuerzas del mal!

Se murmuró que Ramsés el Grande había sido incapaz de impedir aquel desastre. Ciertamente, dentro de nueve meses se celebraría la fiesta de regeneración, que devolvería al monarca el poder necesario para afrontar la adversidad y vencerla. ¿Pero no llegaría demasiado tarde esa celebración? Pazair, el nuevo visir, era joven e inexperto. Entrar en funciones durante el año de las hienas lo llevaría al fracaso.

Si el rey ya no protegía a su pueblo, uno y otro perecerían en las voraces fauces de las tinieblas.

A finales del mes de enero, un viento glacial barría la necrópolis de Saqqara, dominada por la pirámide escalonada del faraón Zóser, gigantesca escalera hacia el cielo. Nadie habría podido reconocer a la pareja que, vestida con ropa de abrigo, se recogía en la capilla de la tumba del sabio Branir; protegidos por una gruesa túnica, formada por tiras de tela cosida, de manga larga, Pazair y Neferet leían en silencio los jeroglíficos grabados en una hermosa piedra calcárea:

«Vivos que estáis en la tierra y pasáis junto a este sepulcro, que amáis la vida y odiáis la muerte, pronunciad mi nombre para que yo viva, pronunciad en mi favor la fórmula de ofrenda.»

Branir, maestro espiritual de Pazair y Neferet, había sido asesinado. ¿Quién había sido tan cruel como para hundirle una aguja de nácar en la nuca, impedirle ser sumo sacerdote de Karnak y hacer que acusaran de asesinato a su discípulo Pazair?

Aunque la investigación no avanzaba, la pareja se había jurado descubrir la verdad, fueran cuales fuesen los riesgos que tuvieran que correr.

Un personaje descamado, de espesas y negras cejas que se reunían sobre la nariz, labios delgados, manos interminables y piernas enclenques, se acercó a la capilla. Djui pasaba la mayor parte de su tiempo preparando la momificación de los cadáveres para transformarlos en Osiris.

—¿Deseáis ver el emplazamiento de vuestra tumba? —preguntó a Pazair.

—Os sigo.

Esbelto, de cabellos castaños, con la frente ancha y alta y los ojos verdes con reflejos pardos, el visir Pazair había recibido de Ramsés el Grande la misión de salvar Egipto de una conjura que amenazaba el trono. Pequeño juez de provincia trasladado a Menfis, el joven Pazair, cuyo nombre significaba «el vidente», «el que distingue a lo lejos», se había negado a avalar una irregularidad administrativa y había puesto al descubierto un drama abominable cuya clave le había sido ofrecida por el rey en persona.

Unos conspiradores habían suprimido la guardia de honor de la esfinge de Gizeh para acceder a un corredor que comenzaba entre las patas de la gigantesca estatua y desembocaba en el interior de la gran pirámide, centro energético y espiritual del país. Habían violado el sarcófago de Keops y robado el testamento de los dioses, que legitimaba el poder del faraón. Si éste no podía mostrarlo a los sacerdotes, a la corte y al pueblo durante la fiesta de regeneración, fijada para el próximo veinte de julio, día del año nuevo, se vería obligado a abdicar y entregar la nave del Estado a un ser de las tinieblas.

Ramsés había depositado su confianza en Pazair, porque el joven juez se había revelado inflexible y se había negado a cualquier compromiso, poniendo en peligro su carrera y su vida.

Después de haber sido nombrado visir, magistrado supremo, detentador del sello del rey, jefe de los secretos, director de las obras del faraón, primer ministro de Egipto, Pazair debía intentarlo todo para salvar el país del desastre.

Mientras caminaba por una avenida flanqueada de tumbas, contempló a su esposa, Neferet, cuya belleza lo fascinaba más cada día. Con los ojos de un azul estival, los cabellos casi rubios, el rostro muy puro de líneas tiernas, personificaba la felicidad y la alegría de vivir. Sin ella, habría cedido a los golpes del destino.

Neferet había sido elegida médico en jefe del reino tras un largo camino de pruebas. Le gustaba curar y había heredado del sabio Branir, médico y radiestesista, el don de identificar la naturaleza de los males y extirpar su raíz. Llevaba al cuello una turquesa que su maestro le había ofrecido para apartar la desgracia.

Ni Pazair ni Neferet habían querido ocupar funciones de tanta importancia; su más caro deseo era retirarse a una aldea de la región tebana y vivir felices bajo el sol del Alto Egipto. Pero los dioses habían decidido otra cosa; únicos depositarios del secreto del faraón, combatirían sin desfallecimientos, aunque el poder del que disponían parecía ilusorio.

—Aquí es —indicó el momificador señalando un emplazamiento vacío, junto a la sepultura de un antiguo visir—. Los talladores de piedra comenzarán el trabajo mañana mismo.

Pazair inclinó la cabeza. De acuerdo con su rango, su primer deber consistía en hacer excavar su morada de eternidad, donde descansaría acompañado por su esposa.

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