El Mago (8 page)

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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago
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sí misma... —agregó, bajando el tono de voz—. Pero ¿qué tenemos aquí?

Dagon permaneció inmóvil.

Nicolás Maquiavelo giró la pantalla del ordenador para que su empleado pudiera observar la fotografía de un hombre con la mirada clavada en la cámara. Se trataba de un hombre que, evidentemente, estaba posando para un anuncio publicitario. Una cabellera negra y rizada le caía sobre los hombros y tenía una mirada azul penetrante.

—No conozco a este hombre —dijo Dagon.

—Oh, pero yo sí. Le conozco muy bien. Es el humano inmortal conocido antaño como el conde de Saint-Germain. Fue un mago, un inventor, un músico... y un alquimista.

Maquiavelo cerró el programa y apagó el ordenador. —Además, Saint-Germain fue un aprendiz de Nicolas Flamel. Y actualmente vive en París —finalizó con aire triunfante.

Dagon sonrió dejando entrever dos hileras de dientes afilados como cuchillas.

—¿Flamel sabe que Saint-Germain está aquí?

—No tengo la menor idea. Nadie sabe hasta dónde llega la sabiduría de Nicolas Flamel.

Dagon volvió a ponerse las gafas de sol.

—Y yo pensando que lo sabías todo.

8

ecesitamos descansar —confesó Josh finalmente—. No puedo caminar más. Se detuvo ante un edificio, apoyando las manos en las rodillas y recostando la espalda sobre el muro. Le suponía un gran esfuerzo respirar y empezaba a ver puntos negros destellantes. En cualquier momento vomitaría. A veces le ocurría lo mismo cuando jugaba al fútbol y sabía, por experiencia, que necesitaba sentarse e ingerir líquidos.

—Tiene razón —dijo Scatty, dirigiéndose a Flamel—, necesitamos descansar, aunque sólo sea un rato.

Aún tenía a Sophie entre sus brazos. Una luz trémula y grisácea iluminaba los tejados parisinos del este mientras los trabajadores más madrugadores empezaban a merodear por las calles de la ciudad. Hasta el momento, habían deambulado por callejones oscuros, de forma que nadie había prestado una atención especial al extraño grupo. Sin embargo, esto cambiaría de un momento a otro, pues las calles se llenarían de ciudadanos parisinos y, más tarde, de turistas.

La silueta de Flamel se apreciaba al final de la sinuosa calle. Miró arriba y abajo antes de volverse.

—Tenemos que seguir adelante —protestó—. Cada segundo cuenta; si nos retrasamos, Maquiavelo se acercará más.

—No podemos —reclamó Scatty. Miró a Flamel y, durante un instante, su mirada verde resplandeció—. Los mellizos necesitan descansar —afirmó. Después, con más calma, añadió—: Y tú también, Nicolas. Estás agotado.

El Alquimista consideró la idea y, finalmente, la aceptó mientras encogía los hombros.

—Tienes razón, es verdad. Te haré caso.

—¿Podríamos registrarnos en un hotel? —sugirió Josh. Estaba dolorido y agotado, tenía la garganta y los ojos resecos y un dolor punzante le martillaba la cabeza.

Scatty sacudió la cabeza.

—Nos pedirían los pasaportes...

Sophie se despertó y, con sutileza, Scatty la colocó sobre el suelo, apoyándole la espalda en la pared. De inmediato, Josh corrió a su lado.

—Estás despierta —dijo aliviado.

—No estaba del todo dormida —respondió Sophie. Sentía la lengua completamente reseca—. Sabía lo que estaba sucediendo, pero era como si lo viera desde un agujerito. Como si estuviera viendo un programa de televisión.

Colocándose las manos en los riñones, Sophie se desperezó al mismo tiempo que giraba el cuello de izquierda a derecha.

—¡Ay! Eso ha dolido.

—¿El qué? —preguntó Josh enseguida.

—Todo.

Intentó ponerse derecha, pero los músculos le dolían y padecía un terrible dolor de cabeza.

—¿Conocéis a alguien aquí a quien podáis pedirle ayuda? —preguntó Josh, mirando a Nicolas y Scathach—. ¿Hay más inmortales o Inmemoriales?

—Hay humanos inmortales e Inmemoriales por todo el mundo —respondió Scatty—, aunque sólo unos poco son tan amables como nosotros —añadió con una sonrisa forzada.

—Seguro que hay inmortales en París —convino Flamel—, pero no tengo la menor idea de dónde encontrar uno. Y, pese a encontrarlo, no sabría a quién debe su lealtad. Perenelle lo sabría —añadió con un tono triste.

—¿ Crees que tu abuela lo sabría ? —preguntó Josh a Scatty.

La Guerrera le miró.

—Sin duda alguna —informó. Después, se volvió hacia Sophie—. Entre todos tus nuevos recuerdos, ¿encuentras alguno relacionado con inmortales o Inmemoriales que vivan en París ?

Sophie cerró los ojos, intentando así concentrarse, pero las escenas e imágenes que se le cruzaban como relámpagos (un cielo de color sangre rociando lluvia de fuego, una pirámide de techo plano a punto de ser inundada por una ola gigante) eran caóticas y aterradoras. Empezó a sacudir la cabeza; después, se detuvo. Incluso el movimiento más sencillo resultaba doloroso.

—No puedo pensar —suspiró—. Tengo la mente tan llena que me da la impresión de que va a estallar en cualquier momento.

—Es posible que la Bruja lo supiera —dijo Flamel— pero no hay manera de contactar con ella. No tiene teléfono.

—¿ Y sus vecinos, sus amigos ? —propuso Josh mientras se daba la vuelta hacia su hermana—. Sé que no quieres pensar sobre esto, pero tienes que hacerlo. Es importante.

—No puedo pensar... —empezó Sophie, apartando la vista y negando con la cabeza.

—No pienses. Sólo responde —dijo Josh bruscamente Tomó aire, bajó el tono de voz y susurró—: Sophie, ¿quién es el amigo más cercano de la Bruja de Endor en Ojai?

Sophie cerró una vez más sus ojos azul topacio y se tambaleó, como si estuviera a punto de desmayarse. Cuando los abrió, sacudió la cabeza.

—No tiene amigos allí. Pero todo el mundo la conoce. Quizá podríamos llamar a la tienda que está junto a la suya... —sugirió. Pero entonces hizo un gesto de negación con la cabeza—. Es demasiado tarde allí.

Flamel asintió con la cabeza.

—Sophie tiene razón. Debe estar cerrada a estas horas de la noche.

—Es verdad, estará cerrada —comentó Josh un tanto emocionado—, pero cuando salimos de Ojai, aquello era un caos. No os olvidéis que conduje un Hummer hasta la fuente del parque Libbey; eso tuvo que llamar la atención de alguien. Estoy seguro de que la policía y los medios de comunicación deben de estar ahí ahora. Y, con suerte, la prensa nos puede resolver algunas dudas si formulamos las preguntas apropiadas. Quiero decir, si la tienda de la Bruja quedó destrozada, seguro que estarán buscando una historia.

—Es posible... —empezó Flamel—. Sólo necesito saber el nombre del periódico.

—Ojai Valley News, teléfono 6461476 —informó Sophie de inmediato—. Eso es todo lo que recuerdo... o lo que recuerda la Bruja —añadió. Después, se estremeció.

Estaba abrumada con tantos recuerdos, tantos pensamientos, tantas ideas... y no sólo vislumbraba imágenes fantásticas de lugares y personas que jamás existieron, sino también conceptos mundanos: números de teléfono y recetas de cocina, nombres y direcciones de personas que nunca había conocido, imágenes de antiguos programas de televisión y viejos carteles de películas. Ahora conocía el nombre de cada canción de Elvis Presley.

Pero todas pertenecían a la memoria de la Bruja. Y en esos momentos tenía que esforzarse para recordar su propio número de teléfono. ¿Qué pasaría si los recuerdos de la Bruja nublaran y aplastaran los suyos? Intentó centrarse en los rostros de sus padres, Richard y Sara. Aparecían rostros desconocidos, imágenes de figuras talladas en piedra, cabezas de estatuas descomunales, cuadros pintados en las paredes de edificios, diminutas siluetas grabadas en cerámica. Sophie empezaba a desesperarse. ¿Por qué no lograba recordar los rostros de sus padres? Cerró los ojos y concentró sus esfuerzos en recordar la última vez que había visto a su madre y a su padre. Debía haber sido unas tres semanas atrás, antes de partir a la excavación en Utah. Más rostros emergieron de la memoria de Sophie: imágenes en pedazos de pergamino, fragmentos de manuscritos o acuarelas rasgadas; caras en fotografías de color sepia descoloridas, en periódicos borrosos... —¿Sophie?

Y entonces, en un destello de color, los rostros de sus padres brotaron de la nada y Sophie sintió cómo los recuerdos de la Bruja se desvanecían y los suyos salían a flote. De repente, se acordó de su número de teléfono.

—¿Sophie?

Abrió los ojos y le guiñó un ojo a su hermano. Él estaba delante de ella y la miraba con preocupación.

—Estoy bien —musitó Sophie—, sólo estaba intentando recordar algo.

—¿El qué?

Sophie sonrió tímidamente. —Mi número de teléfono.

—¿Tu número de teléfono? ¿Por qué? —preguntó Josh. Después, agregó—: Nadie recuerda su propio número de teléfono. ¿Cuándo fue la última vez que te llamaste?

Con las manos alrededor de unas tazas humeantes de chocolate caliente amargo, Sophie y Josh se sentaron el uno frente al otro en un café nocturno cercano a la estación de metro de la Gare du Nord. Sólo había un empleado

detrás de la barra, un dependiente un tanto hosco con la cabeza rasurada y en cuyo gafete, a pesar de estar al revés, se leía «Roux».

—Necesito ducharme —comentó Sophie desalentada—. Necesito lavarme el pelo y cepillarme los dientes. Y también cambiarme de ropa. Me da la impresión de no haberme duchado desde hace días.

—Creo que hace bastantes días. Tienes un aspecto horrible —convino Josh. Alargó la mano y le apartó un mechón de cabellos rubios de la mejilla.

—Me siento fatal —susurró Sophie—. ¿Te acuerdas de aquella vez, cuando estábamos en Long Beach y me comí todo aquel helado, después los perritos calientes picantes, las patatas fritas y la lata de cerveza sin alcohol?

Josh sonrió de oreja a oreja.

—Y además te acabaste mis alitas de búfalo. ¡Y mi helado! Jugar al voleibol no fue la mejor idea.

Sophie sonrió al rememorar aquellos momentos, pero su sonrisa enseguida se desvaneció. Aunque aquel día el calor era asfixiante, había comenzado a temblar y unas gotas de sudor frío le resbalaban por la espalda mientras una bola de hierro se había aposentado en la boca de su estómago. Afortunadamente, no se había abrochado el cinturón de seguridad antes de vomitar, pero los resultados fueron espectaculares y el coche no se pudo volver a utilizar hasta pasadas dos semanas.

—Así es como me siento ahora: con frío, destemplada y dolorida.

—Bueno, intenta no vomitar aquí —murmuró Josh— No creo que a Roux, nuestro simpático camarero, le ha mucha gracia.

Roux había estado trabajando en esa cafetería cuatro años y durante ese tiempo le habían robado un par de veces y amenazado otras tantas, pero jamás le habían tocado un pelo. Por un café nocturno pasaba todo tipo de personajes extraños y a menudo peligrosos, y Roux creía que este cuarteto tan poco habitual pertenecía al primer tipo, o incluso a ambos. Los dos adolescentes estaban sucios, apestaban y parecían estar aterrados a la par que agotados. El anciano, quizá el abuelo de los niños, pensó Roux, no tenía mejor aspecto. Pero el cuarto miembro del grupo, la joven pelirroja de ojos verdes que lucía una camiseta negra, unos pantalones oscuros y botas de combate, parecía estar alerta a todo lo que ocurría a su alrededor. Roux se preguntaba qué relación le unía con los demás; sin duda alguna, no parecía mantener ningún vínculo familiar con ellos, pero el chico y la chica se parecían bastante, lo suficiente como para ser mellizos.

Roux vaciló cuando el anciano presentó una tarjeta de crédito para pagar los dos chocolates calientes. La gente solía pagar en efectivo cuando se trataba de poco dinero, de forma que se imaginó que la tarjeta podía ser robada.

—Me he quedado sin euros —dijo el anciano con una sonrisa—. ¿Podrías cobrarme veinte euros y darme algo de efectivo?

Roux pensó que hablaba un francés con un acento peculiar, antiguo, casi formal.

—Está en contra de nuestra política... —empezó Roux. Pero al ver otra vez a la joven pelirroja, reconsideró la idea. Le dedicó una sonrisa y después continuó—: Claro, creo que puedo hacerlo.

De todas formas, si el robo de la tarjeta se hubiera denunciado, la máquina no la validaría.

—Estaría muy agradecido —respondió Flamel con una sonrisa—. ¿Y podría darme algunas monedas? Necesito hacer una llamada.

Roux cobró ocho euros por los chocolates calientes y pasó veinte en la tarjeta de crédito de Flamel. Le sorprendió al comprobar que se trataba de una tarjeta norteamericana; habría jurado que el acento de aquel hombre era francés. Tardó un poco, pero después la máquina aceptó la tarjeta, deduciendo así el coste de las dos bebidas. Después, le entregó el cambio en monedas de uno y de dos euros. Roux regresó a la barra, donde tenía escondido un libro de texto de matemáticas. Se había equivocado al juzgar a este grupo. No era la primera vez que le ocurría, ni sería la última. Probablemente eran visitantes que cogerían el primer tren; eran personas normales y corrientes.

Bueno, no todos ellos. Con la cabeza agachada, alzó la vista para contemplar, una vez más, a la joven de cabellera roja. Estaba de espaldas a él, hablando con el anciano. Inesperadamente y de forma deliberada, se volvió para mirarle. Esbozó una ligera sonrisa y, de repente, el libro de texto se volvió la mar de interesante.

Flamel estaba de pie en la barra de la cafetería y miró a Scathach.

—Quiero que os quedéis aquí —dijo en voz baja, cambiando de su francés nativo al latín.

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