Maquiavelo subió los últimos peldaños a toda prisa hasta llegar a la entrada de la iglesia. Allí no había ni rastro de la neblina. Esa niebla artificial había empezado ahí mismo y se había deslizado por las escaleras. De este modo, la iglesia parecía flotar sobre un mar de nubes. Antes de entrar en la iglesia, Maquiavelo supo que no los encontraría allí: Flamel, Scathach y los mellizos habían escapado.
De momento.
París ya no era la ciudad que vio crecer a Nicolas Flamel. La ciudad que antaño había venerado al matrimonio Flamel como los patrones de los enfermos y los pobres y que había bautizado calles con su nombre se había esfumado. La capital francesa ahora estaba en manos de Maquiavelo y los Oscuros Inmemoriales a quienes servía. Nicolás Maquiavelo observó la antigua ciudad y juró que convertiría París en una trampa, y quizá en una tumba, para el legendario Alquimista.
os mellizos deambulaban por la acera de la librería, pisoteando los cristales rotos de los ventanales y haciéndolos crujir bajo las suelas de sus zapatos mientras veían a Nick sacarse una llave del bolsillo.
—Nosotros no podemos irnos así como así —comentó Sophie con un tono de voz estricto.
Josh asintió con la cabeza y añadió:
—Nosotros no iremos a ningún sitio.
Nick Fleming, o Flamel, como comenzaban a creer que realmente se llamaba, introdujo la llave en la cerradura de la puerta principal de la librería, la giró hacia la izquierda y después la movió con fuerza para comprobar si había quedado bien cerrada. En el interior de la tienda aún podían escucharse los libros resbalando hasta desplomarse sobre el suelo.
—Esta tienda me encantaba —murmuró Flamel—, me recordaba a mi primer trabajo. —Entonces desvió su mirada hacia Sophie y Josh—. No tenéis elección. Si queréis sobrevivir el resto del día, tenéis que huir ahora.
A continuación se volvió, dándoles la espalda, y se puso su cochambrosa chaqueta de cuero mientras cruzaba la calle a toda prisa en dirección a La Taza de Café. Los mellizos se miraron y siguieron los pasos de Flamel.
—¿Tienes las llaves para cerrar?
Sophie asintió con la cabeza mientras le entregaba a Flamel un juego de llaves cuyo llavero era la fiel reproducción del puente Golden Gate.
—Mira, si Bernice vuelve y se encuentra la tienda cerrada, seguramente llamará a la policía o algo así...
—Tienes razón —contestó Flamel—. Deja una nota —ordenó a Sophie—, algo breve... como por ejemplo que tenías que irte antes por algún tipo de urgencia... ya sabes, algo parecido a eso. Pon que yo te acompañé. De hecho, escríbelo con garabatos, como si te hubieras ido a toda prisa. Vuestros padres, ¿siguen en aquella excavación en Utah?
Los padres de los mellizos trabajaban como arqueólogos y hacía poco que la Universidad de San Francisco les había otorgado una beca.
Sophie asintió con la cabeza.
—Por lo menos estarán allí seis semanas más.
—Mientras ellos están fuera, nos estamos quedando en Pacific Heights —añadió Josh—, con nuestra tía Agnes, la tía Agonías.
—Pero no podemos desaparecer así como así. Ella nos espera en casa para cenar —informó Sophie—. Si llegamos sólo cinco minutos tarde, ya se pone de los nervios. La semana pasada, cuando los tranvías se averiaron, nos re-trasamos una hora, y ella ya se había encargado de llamar a nuestros padres.
La tía Agnes tenía ochenta y cuatro años y, a pesar de que les sacaba de quicio a los dos con sus constantes preocupaciones, en realidad los dos hermanos se sentían muy unidos a ella.
—Entonces, deberéis encontrar una buena excusa —finalizó Flamel sin dar más rodeos, apresurándose en entrar a la cafetería seguido muy de cerca por Sophie.
Josh vaciló durante un instante antes de entrar en la dulce y aromática penumbra que acechaba La Taza de Café. Permaneció en pie sobre la acera, con la mochila colgada en un hombro, mirando arriba y abajo. Sin tener en cuenta los destellantes cristales que resplandecían sobre la acera de enfrente, todo lo demás tenía el mismo aspecto de siempre, como si ésa fuera una tarde cualquiera. La calle estaba poco transitada, la atmósfera estaba un poco cargada por el bochorno del verano y la brisa oceánica casi no se percibía. Al otro lado de la bahía, más allá de los muelles Fisherman, se escuchaba la bocina de una embarcación, un sonido que parecía perderse en el horizonte. De hecho, a simple vista, todo parecía más o menos igual que hacía media hora.
Y sin embargo...
Y sin embargo, ya nada era lo mismo. Jamás volvería a ser lo mismo. En los últimos treinta minutos, el ordenado y metódico mundo de Josh se había visto alterado de forma irrevocable. Él era un adolescente como otro cualquiera,
que no destacaba mucho en clase pero que tampoco que daba en el ridículo más absoluto. Jugaba en el equipo de fútbol americano, cantaba, y bastante mal, en su grupo de música y le gustaba alguna que otra chica, pero aún no tenía novia. Era un verdadero aficionado a los videojuegos, pero sobre todo a aquellos en los que el jugador era el único francotirador, como Quake y Doom o Unreal Tournament. Sin embargo, no podía soportar los videojuegos de coches y
siempre acababa perdiéndose en Myst. Le fascinaban los Simpsons e incluso se sabía de memoria algunos de sus diálogos. Cabría decir que le maravilló la película de Shrek, aunque jamás lo quiso admitir en público; la nueva de Batman dejaba mucho que desear y la de X-Men era sencillamente fantástica. Incluso le gustó la nueva de Superman a pesar de todas las críticas negativas que se habían vertido sobre ella. Era un jovencito normal y corriente.
Pero los adolescentes de hoy en día no solían encontrarse en mitad de una batalla mágica cuyos contrincantes eran dos magos de una edad más que considerable.
La magia no existía. La magia eran los efectos especiales de las películas. La magia eran los espectáculos encima de un escenario con conejos y palomas saliendo de una chistera y David Copperfield serrando a personas o levitando sobre el público. Pero no existía la verdadera magia.
Entonces, ¿cómo podía explicarse lo que acababa de suceder en el interior de la librería? Él había sido testigo de cómo las estanterías de madera se habían podrido y de cómo los libros se habían hecho papilla en un abrir y cerrar de ojos. Él había olido el hedor a huevos podridos que desprendían los hechizos y conjuros de Dee y el aroma a menta que los encantamientos de Fleming, o Flamel, producían.
Josh Newman se estremeció bajo la cálida luz del atardecer y finalmente decidió entrar en La Taza de Café. Una vez dentro, se apresuró en sacar su abollado ordenador portátil de su mochila. Tenía que conectarse a Internet a través de la red inalámbrica de la cafetería, pues había unos nombres que necesitaba buscar: doctor John Dee, Perenelle y, especialmente, Nicolas Flamel.
Sophie garabateó una breve nota sobre una servilleta y después, mientras la releía, remordió el extremo del lápiz con nerviosismo.
La señora Fleming no se encuentra bien. Hubo un escape de gas en la librería. Hemos ido al hospital. El señor Fleming está con nosotros. Todo lo demás está bien. Te llamaremos más tarde.
Sophie sabía que si Bernice volvía y se encontraba la cafetería cerrada a la hora en que más ajetreo y trabajo había, no le iba a hacer la menor gracia. Sophie comenzaba a hacerse a la idea de que iba a perder su trabajo. Con un suspiro, firmó la nota añadiendo una rúbrica que rasgó el papel de la servilleta y la colocó junto a la caja registradora.
Nicolas Flamel se inclinó apoyándose en el hombro de Sophie y la revisó.
—Muy bien, está muy bien. Además, a la vez explica por qué la librería también está cerrada.
Entonces Flamel miró por encima de su hombro a Josh, quien estaba mecanografiando a toda máquina en el teclado de su ordenador.
—¡Vayámonos!
—Estaba revisando mi correo —murmuró Josh mientras apagaba el portátil y cerraba la tapa del ordenador.
—¿A esta hora? —preguntó Sophie con un tono de voz incrédulo.
—La vida continúa. El correo electrónico no se detendrá por nadie.
Josh intentó esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió.
Sophie agarró su bolso y su clásica chaqueta vaquera y observó con cierta nostalgia la cafetería. De pronto, sintió que quizá ésa fuera la última vez que vería ese lugar durante mucho tiempo. Pero por supuesto, ésa era una idea ridícula. Apagó las luces, acompañó a su hermano y a Nick Fleming hacia la puerta principal y activó la alarma de seguridad. Después, cerró la puerta tras de sí, introdujo la llave en la cerradura y metió el juego de llaves en el buzón de la cafetería.
—¿Y ahora? —quiso saber Sophie.
—Ahora iremos en busca de ayuda y nos esconderemos hasta que se me ocurra qué hacer con vosotros dos. —Flamel sonrió y continuó—: Nosotros somos verdaderos expertos en el arte del escondite: Perry y yo lo hemos estado haciendo durante más de medio milenio.
—¿Y qué hay de Perry? —preguntó Sophie—. Dee le hará... daño.
Después de unas cuantas semanas trabajando en la cafetería, Sophie había llegado a apreciar, y mucho, a la esbelta y distinguida mujer que frecuentaba la tienda. Lo último que deseaba era que le ocurriera algo.
Flamel agitó la cabeza.
—No puede. Ella es demasiado poderosa. Yo jamás me especialicé en las artes de hechicería. Sin embargo, Perry era la mejor. Ahora, todo lo que Dee puede hacer es contenerla, impedir que utilice sus poderes. Pero en los próximos días, mi esposa, al igual que yo, comenzará a envejecer y a debilitarse. Probablemente en una semana, y sin duda en dos, Dee podrá utilizar sus poderes contra ella. Aun así, será precavido. La mantendrá atrapada tras Custodias y Sigil... —Flamel observó la expresión de desconcierto en el rostro de Sophie—. Fronteras mágicas —explicó—. Sólo atacará cuando esté seguro de su victoria. Pero antes, intentará descubrir hasta qué punto llegan sus conocimientos arcanos. La búsqueda de la sabiduría siempre ha sido el punto más fuerte de Dee... y a la vez, su talón de Aquiles.
Entonces, distraídamente, rebuscó entre sus bolsillos.
—Mi Perry puede cuidarse sola. Recordadme alguna vez que os relate la historia de cómo se enfrentó a un par de lamias griegas.
Sophie asintió con la cabeza, aunque no tenía ni la menor idea de qué eran las lamias griegas.
Mientras Flamel recorría a zancadas la avenida, éste encontró lo que estaba buscando: un par de diminutas gafas de sol redondas. Se las colocó y después introdujo las manos en los bolsillos de su chupa de cuero y comenzó a silbar una melodía con poco ritmo, como si no le preocupara nada. Entonces, se dio media vuelta y miró a los hermanos por encima de su hombro.
—Venga. Daos prisa.
Los mellizos se entrecruzaron unas miradas inexpresivas y siguieron los pasos de Nicolas.
—Lo he buscado por Internet —susurró Josh a su hermana.
—Así que eso es lo que estabas haciendo. La verdad, no me creí que el correo fuera tan imprescindible para ti.
—Todo lo que dice es verídico. Su personaje está documentado en Wikipedia; Google muestra más de doscientas mil entradas con su nombre y eso no es todo. Cuando introduje el nombre «John Dee», me aparecieron más de diez millones de resultados. También aparece el nombre de Perenelle y alguna que otra mención al libro y todo lo demás. Incluso he leído que cuando Flamel murió, algunas personas profanaron su sepultura en busca de algún te-soro y lo que encontraron fue una tumba vacía, sin cuerpo y sin tesoro. Al parecer, su casa sigue en pie, en París.
—No tiene pinta de ser un mago inmortal —murmuró Sophie.
—La verdad es que no sé qué pinta tiene un mago —susurró en voz baja Josh—. Los únicos magos que conozco son Penn and Teller.
—Yo no soy un mago —interrumpió Flamel sin dirigirles la mirada—. Soy un alquimista, un hombre de ciencia, aunque quizá no del tipo de ciencia a la que estáis acostumbrados.
Sophie se apresuró en alcanzar a Flamel. Alargó uno de sus brazos para detenerlo, pero repentinamente una chispa, parecida a electricidad estática, le chamuscó las yemas de los dedos.
—¡Aaah!
Sophie retiró su mano hacia atrás con brusquedad, mientras notaba una especie de hormigueo en las yemas. ¿Qué pasaba ahora?
—Lo siento —se disculpó Flamel—, es un efecto secundario de... de lo que vosotros denomináis magia. Mi aura, el campo eléctrico que rodea mi cuerpo, aún está cargada. Cuando la has rozado, simplemente ha reaccionado. —Acto seguido sonrió, mostrando, por primera vez, su impoluta dentadura—. Eso también significa que tú tienes un aura muy poderosa.
—¿Qué es un aura?
Flamel dio un par de pasos sin musitar palabra y después, dándose la vuelta, señaló a una ventana. Sobre una luz fluorescente se podía leer la palabra TATUAJES.
—Mira allí... ¿Ves como alrededor de las letras se distingue una especie de resplandor?
—Lo veo —afirmó Sophie, entornando los ojos. Cada letra parecía estar perfilada con una parpadeante luz amarilla.
—Cada persona posee un resplandor parecido alrededor de su cuerpo. En un pasado muy lejano, la gente podía percibir a la perfección lo que ellos llamaban aura, que etimológicamente, en griego, significa «aliento». A medida que la raza humana evolucionaba, la mayoría de ellos perdieron la habilidad de vislumbrar el aura de sus semejantes. Sin embargo, aún existen algunos que pueden diferenciarla.
Josh resopló con sorna.