El Mago (36 page)

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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago
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El agente entregó las llaves de su coche y un mapa Michelin viejo y cochambroso del centro de la capital francesa.

—Me temo que esto es todo lo que tengo. Maquiavelo se lo arrebató de las manos. —Puedes marcharte —comentó mientras hacía un gesto hacia la calle—. Ve allí y dirige el tráfico; no permitas que la prensa o el público se acerquen a la casa. ¿Está claro?

—Sí, señor.

El policía salió corriendo, agradecido de conservar su trabajo; nadie quería enfurecer al hombre más poderoso del país.

Maquiavelo extendió el mapa sobre el capó del coche.

—Estamos aquí —explicó a Dee—. Nidhogg se dirige directamente hacia el este, pero en algún punto cruzará los Campos Elíseos y correrá hacia el río. Si no cambia el rumbo, tengo una idea bastante razonable que funcionaría -—presumió mientras señalaba un punto del mapa— cerca de aquí.

Los dos hombres entraron en el diminuto coche y Maquiavelo miró a su alrededor durante un instante, intentando entender todos los botones que había. No lograba recordar la última vez que había conducido un coche; Dagon siempre se había ocupado de eso. Finalmente, con un ruido chirriante, encendió el motor y dio un giro completamente ilegal para cambiar de dirección; después, los motores rugieron mientras el coche avanzaba hacia los Campos Elíseos, derrapando y dejando un rastro de goma quemada a su paso.

Dee permanecía en silencio en el asiento del copiloto, con una mano alrededor del cinturón de seguridad y la otra apoyada sobre el salpicadero.

—¿Quién te enseñó a conducir? —preguntó con voz poco estable mientras tomaban una curva.

—Karl Benz —respondió Maquiavelo con tono brusco—, hace mucho tiempo —añadió.

—¿Y cuántas ruedas tenía ese coche?

—Tres.

Dee apretó los ojos, cerrándolos, al ver que Maquiavelo atravesaba un cruce sin avistar a un camión que recogía la basura.

—Entonces, ¿qué haremos cuando lleguemos hasta Nidhogg? —preguntó, intentando centrarse en el problema y olvidarse de la temeraria conducción del italiano.

—Ése es tu problema —contestó Maquiavelo—. Después de todo, tú fuiste quien lo liberó.

—Pero tú invitaste a las Dísir aquí. Así que parte de la culpa es tuya.

Maquiavelo frenó de repente, derrapando el coche y deslizándolo hacia un lado. El motor se apagó y el coche se detuvo de forma repentina.

—¿Por qué hemos parado? —reclamó Dee.

Maquiavelo señaló hacia la ventanilla.

—Escucha.

—No escucho nada; sólo el ruido de las sirenas.

—Escucha —insistió Maquiavelo—. Algo se está aproximando —comentó mientras indicaba a mano izquierda—. Por allí.

Dee bajó la ventanilla del coche. Por encima de las sirenas de ambulancias, policías y bomberos, podía percibir el estruendo de piedras, ladrillos y cristales rompiéndose y desplomándose sobre el suelo.

Con impotencia, Josh observaba cómo aquella mujer, acomodada sobre la bestia, atacaba a Scatty con su espada.

En ese preciso instante, el monstruo encogió los hombros en otro intento de salir de entre los edificios que lo habían encasillado y la guerrera no pudo apuntar bien con la espada, de forma que ésta se acercó peligrosamente a la cabeza inconsciente de la Sombra. Escalando un poco más sobre el cuello del monstruo, la mujer agarró la piel gruesa, se inclinó hacia un lado, sobre el ojo de la criatura y apuntó con el extremo de su espada hacia Scatty. Una vez más, la criatura hizo perder el equilibrio a la mujer de armadura blanca y la espada acabó clavada en su extremidad delantera, cerca de la garra que envolvía el cuerpo de la Sombra. El monstruo no reaccionó, pero Josh contempló lo cerca que estaba la espada de Scatty. La mujer volvió a inclinarse hacia delante y esta vez Josh sabía que alcanzaría a Scathach.

¡Tenía que hacer algo! Era la única esperanza de Scatty. No podía quedarse ahí y ver cómo mataban a alguien que conocía. Entonces comenzó a correr. Recordó que, cuando habían estado en el jardín, el corte de la espada no había inmutado a la criatura; sin embargo, cuando había clavado la punta en su gruesa piel...

Sujetando la espada con ambas manos, tal y como le había enseñado Juana, Josh aceleró el paso y corrió a toda prisa hacia la criatura. Antes de clavarla en la cola del monstruo, Josh pudo sentir cómo la espada zumbaba entre sus manos.

De inmediato, una ola de calor empezó a subirle por los brazos y por el pecho. El aire comenzó a cubrirse por el ácido aroma de las naranjas y, un segundo más tarde, su aura empezó a resplandecer levemente de color dorado, aunque enseguida perdió intensidad, tiñéndose así de un color anaranjado, el mismo que desprendía la espada. Clarent seguía hundida en la piel gruesa y nudosa de la criatura.

Josh giró la espada y la extrajo de la criatura. Entre la piel grisácea y marrón de Nidhogg, la herida destacaba por su color rojo vivo y, en cuestión de segundos, empezó a endurecerse hasta convertirse en una costra negra. Esa sensación de ardor y escozor tardó unos momentos en fluir por el sistema nervioso de la criatura primitiva. De pronto, el monstruo se alzó apoyándose en las patas traseras, siseando y aullando de agonía. Logró desatascarse de los edificios y, de repente, empezaron a llover ladrillos, tejas y higas de madera, lo que obligó a Josh a retroceder unos pasos y alejarse del peligro. Se echó al suelo y se cubrió la cabeza con las manos mientras los escombros rociaban el pavimento del callejón. En ese momento pensó que sería muy desafortunado morir por un golpe de teja. El repentino movimiento casi desplaza a la mujer de la espalda del monstruo. Tambaleándose, dejó escapar su martillo de guerra y, en un gesto desesperado, se agarró con firmeza de la espalda de la criatura para evitar que fuera propulsada ante ella. Tumbado en el suelo y con ladrillos Moviéndole a su alrededor, Josh vislumbró cómo la costra negra empezaba a extenderse por la cola del monstruo. Nidhogg volvió a gruñir y giró la esquina del callejón, dirigiéndose así hacia los Campos Elíseos. Josh sintió un alivio al ver que Scatty, débil y sin fuerzas, seguía entre las garras frontales de la criatura.

Josh respiró profundamente, se incorporó y cogió la espada una vez más. De forma automática, sintió cómo el poder vibraba por su cuerpo, agudizando cada uno de sus sentidos. Permaneció tambaleándose mientras un poder le devolvía la energía; entonces se dio media vuelta y salió corriendo tras los pasos del monstruo. Era una sensación increíble. Aunque aún no había amanecido del todo y el callejón estaba sumido en una oscuridad completa, Josh veía con nitidez y claridad. Podía distinguir entre la multitud de esencias de la dudad el hedor rancio a serpiente que desprendía la criatura. Escuchaba con tal intensidad que incluso podía clasificar las sirenas de los servicios de emergencia; de hecho, incluso diferenciaba las alarmas de cada coche. Podía sentir las hendiduras irregulares del pavimento que pisaba con la suela de goma de sus zapatillas de deporte. Ondeó la espada en el aire. Clarent empezó a zumbar y, de forma instantánea, Josh imaginó que era capaz de escuchar susurros lejanos y adivinar palabras ajenas. Por primera vez en su vida, se sentía vivo: entonces supo que así se había sentido Sophie cuando Hécate había Despertado sus poderes. Pero, mientras su hermana había sentido temor y confusión por la explosión de sensaciones... él se sentía entusiasmado.

Quería esto. Más que cualquier otra cosa en el mundo.

Dagon se adentró por el callejón y, al avistar el martillo de guerra de la Dísir lo recogió y salió en busca del muchacho.

Dagon había visto el destello del aura del chico y sabía que, sin duda alguna, en un aura poderosa. Ahora bien, que esos mellizos fueran en realidad los que relataba la leyenda, era otro asunto. Evidentemente, el Alquimista y Dee parecían estar convencidos de ello. Pero Dagon intuía que Maquiavelo, uno de los humanos más brillantes y destacados de todos con los que se había asociado, no estaba del todo seguro. Además, el fugaz vistazo que consiguió del aura del joven no era suficiente para convencerle. Las auras plateadas y doradas eran poco habituales, aunque no tan extrañas como el aura negra. Dagon se había cruzado, al menos, con cuatro mellizos a lo largo de los siglos que desprendían el aura del sol y de la luna, al igual que decenas de seres individuales.

Pero ni el Mago inglés ni Maquiavelo sabían que Dagon había visto con sus propios ojos a los mellizos originales.

Él había regresado a Danu Talis para librar la Batalla Final. Había llevado la armadura de su padre en un día favorable, cuando todos sabían que el destino de la isla pendía de un hilo. Al igual que los demás, Dagon también se atemorizó al contemplar que unas luces plateadas y doradas destellaban desde la cima de la Pirámide del Sol, exponiendo así el poder fundamental. Las magias elementales devastaron el paisaje ancestral y sumergieron la isla en el corazón del mundo.

Desde entonces, Dagon apenas dormía; de hecho no tenía ni tan siquiera una cama. Al igual que un tiburón, podía dormir y continuar moviéndose al mismo tiempo. Raras veces soñaba, aunque cuando lo hacía, los sueños siempre eran los mismos: una pesadilla vivida de aquella época en que los cielos ardieron con luces plateadas y doradas y el mundo llegó a su fin.

Había pasado muchos años al servicio de Maquiavelo. Había visto maravillas y terrores a lo largo de los siglos y, juntos, habían presenciado algunos de los acontecimientos más significativos e interesantes de la historia contemporánea.

Y Dagon empezaba a pensar que aquella noche podría ser una de las más memorables.

—Bueno, esto es algo que no se ve todos los días —murmuró Dee.

El Mago y Maquiavelo observaban atónitos a Nidhogg, que acababa de aparecer por la esquina de un edificio ubicado en los Campos Elíseos. La criatura pisoteó los árboles que adornaban las aceras de la avenida y cruzó la calle. Aún llevaba a Scatty entre las garras y una Dísir pendía de su espalda. Los dos inmortales contemplaban cómo su cola movediza tumbaba los semáforos y destrozaba todas las señales de tráfico.

—Se está dirigiendo al río —informó Maquiavelo.

—Me pregunto qué le habrá ocurrido al chico —musitó Dee.

—-Quizá se haya perdido —empezó Maquiavelo—, o haya sido pisoteado por Nidhogg. O quizá no le ha ocurrido nada —añadió mientras Josh Newman emergía de entre los árboles y seguía los pasos de la criatura. Miró rápidamente a ambos lados, pero no había ni un solo vehículo transitando por la avenida, así que cruzó sin prestar más atención a un coche de policía mal aparcado en una curva. Con la espada entre sus manos, Josh dejaba una estela de neblina dorada tras de él.

—El chico es todo un superviviente —dijo Dee con tono de admiración—. Y también es valiente.

Segundos más tarde, Dagon apareció del sinuoso callejón, persiguiendo a Josh. Llevaba un martillo de guerra. Reconociendo a Dee y a Maquiavelo en el interior del coche, alzó la otra mano, a modo de saludo, o de despedida.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Dee.

Maquiavelo giró la llave en el interruptor y arrancó el coche en primera marcha. El coche avanzaba a sacudidas; después, el motor empezó a producir un estruendo cuando el italiano apretó el acelerador.

—La Rué de Marignan lleva a la Avenue Montaigne. Creo que puedo llegar allí antes que Nidhogg —comentó mientras encendía la sirena.

Dee asintió con la cabeza.

—Quizá debas cambiar de marcha —comentó mientras esbozaba una sonrisa apenas perceptible—. Así el coche podrá ir más rápido.

36

l garaje no está adjunto a la casa? —preguntó Sophie mientras se acomodaba en el asiento trasero del diminuto Citroën 2CV de color rojo y negro. Nicolas estaba delante, junto a Juana.

—Estos garajes eran antiguos establos. Hace siglos, los establos nunca estaban cerca de la casa. Supongo que a los burgueses no les gustaba vivir con el olor a estiércol de caballo. No está tan mal, aunque puede ser un tanto molesto si está lloviendo y sabes que aún te quedan tres manzanas a pie para llegar a casa. Si Francis y yo salimos algún día por la noche, en general, preferimos ir en metro.

Juana sacó el coche del garaje y giró a mano derecha, alejándose así de la casa en ruinas, que enseguida fue rodeada por ambulancias, coches de policía, camiones de bomberos y prensa. Cuando los demás se marcharon, Francis fue a su habitación para cambiarse de ropa; creía que ese tipo de publicidad beneficiaria las ventas de su nuevo disco.

—Atravesaremos los Campos Elíseos y después nos dirigiremos hacia el río —expuso Juana mientras maniobraba con destreza el Citroën por el serpenteante callejón—. ¿Estás seguro de que Nidhogg irá allí? Nicolas respondió con un suspiro. —Eso es lo que intuyo —admitió—. Jamás lo he visto, de hecho no conozco a nadie que lo haya contemplado con sus propios ojos y haya sobrevivido, pero he tropezado con criaturas parecidas a él durante mis viajes. Todas ellas estaban relacionadas con lagartos marinos, como el mosasauro. Está asustado, quizá incluso hasta herido. Se dirigirá hacia cualquier lugar húmedo en busca de frío y barro.

Sophie se inclinó ligeramente hacia delante, asomándose entre los dos asientos delanteros. Deliberadamente, centró su atención en Nidhogg, intentando, de forma desesperada, encontrar algo entre los recuerdos de la Bruja que pudiera serle de ayuda. Pero incluso la Bruja conocía pocas cosas sobre esa criatura primitiva, excepto que estaba encerrada entre las raíces del Árbol del Mundo, el árbol que Dee había destruido con...

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