—Excalibur —suspiró.
El Alquimista se giró en el asiento para mirar a la jovencita.
—¿Qué ocurre?
Sophie frunció el ceño, intentando recordar.
—Antes, Josh me ha comentado que Dee destruyó el Yggdrasill gracias a Excalibur.
Flamel asintió.
—Y tú me has dicho que la espada Clarent es la hermana gemela de Excalibur.
—Así es.
—¿ Comparten los mismos poderes ? —preguntó.
De repente, la mirada grisácea del Alquimista brilló.
—Entonces te estarás preguntando que si Excalibur pudo destruir algo tan ancestral como el Árbol del Mundo, Clarent sería capaz de eliminar a Nidhogg... —razonó lentamente—. Las armas ancestrales son anteriores a los Inmemoriales. Nadie sabe de dónde provienen, aunque no cabe la menor duda de que los Inmemoriales han utilizado algunas. El hecho de que las armas sigan hoy en día rondando por nuestras manos demuestra lo indestructibles que son —explicó—. Estoy completamente seguro de que Clarent podría herir y posiblemente, matar a Nidhogg.
—¿Crees que debe de estar herido ahora? —preguntó Juana. Acababa de avistar un agujero sobre el que antes debía alzarse un semáforo. Las bocinas de los coches sonaban tras ellos.
—Algo le ha asustado, y por eso ha salido despavorido de la casa.
—Entonces, ¿lo estás confirmando? —preguntó.
Flamel afirmó con un gesto con la cabeza.
—Sabemos que Scatty jamás rozaría esa espada. Por esta razón, Josh ha debido herir a la criatura lo suficientemente como para que salga corriendo por París. Y ahora nosotros estamos persiguiendo a esa bestia.
—¿Y Maquiavelo y Dee? —vaciló Juana.
—Probablemente también la estén persiguiendo.
Juana cruzó dos manzanas y condujo en dirección a los Campos Elíseos.
—Esperemos que no logren alcanzarlo.
De repente, a Sophie se le cruzó una idea por la cabeza.
—Dee se encontró con Josh... —empezó. Pero al darse cuenta de sus palabras, enseguida se contuvo.
—En Ojai. Lo sé —continuó Flamel sorprendiéndola—. Él me lo contó todo.
Sophie recostó la espalda sobre el respaldo del asiento, asombrada de que su hermano se lo hubiera confesado al Alquimista. Sus mejillas se enrojecieron.
—Creo que Dee le causó buena impresión a Josh —comentó. Incluso se sentía algo avergonzada por decirle esto a Nicolas, como si, en cierto modo, estuviera traicionando a su hermano, pero insistió; no había tiempo para más secretos. Entonces, añadió—: Dee le contó algunas cosas sobre ti... Creo... creo que Josh le creyó...
—Lo sé —dijo el Alquimista en voz baja—. El Mago inglés puede ser muy persuasivo.
Juana aminoró la velocidad hasta frenar.
—Esto no es buena señal —murmuró—. No debería haber tanto tráfico a estas horas.
Estaban atrapados en un atasco terrible. El embotellamiento se extendía hasta los Campos Elíseos. Por segundo día consecutivo, el tráfico en las avenidas y calles principales de París se había paralizado por completo. La gente se había apeado de sus vehículos para observar el gigantesco agujero que había en un costado de un edificio al otro lado de la calle. La policía acababa de llegar e intentaba controlar la situación, desviando el tráfico para permitir que los servicios de emergencia pudieran acceder al edificio.
Juana de Arco se inclinó hacia el volante, evaluando la situación con una mirada fría y gris.
—Cruzó la calle y tomó este camino —dijo Juana mientras ponía el intermitente y giraba hacia la derecha, dirigiéndose hacia la estrecha Rué de Marignan, dejando atrás un par de semáforos destrozados—. No les veo.
Nicolas se alzó levemente del asiento, intentado mirar lo más lejos posible de aquella calle.
—¿A dónde conduce esta calle?
—A la Rué Francois, al lado de la Avenue Montaigne —respondió Juana—. He paseado y recorrido en bicicleta e incluso en coche estas calles durante décadas. Las conozco como la palma de mi mano.
Pasaron junto a una docena de coches; cada uno tenía una marca diferente del paso de Nidhogg: carpintería metálica convertida en papel de aluminio, ventanillas agrietadas o rotas en mil pedazos. Una pelota metálica, que antaño había sido una bicicleta, estaba aplastada en el pavimento, aunque seguía atada a una verja gracias a una cadena.
—Juana —dijo Nicolas en voz baja—. Creo que deberías darte prisa.
—No me gusta conducir rápido —contestó, mirando de reojo al Alquimista. Sin embargo, la expresión del rostro de Nicolas le hizo pisar con fuerza el pedal del acelerador. El diminuto motor gruñó y el coche salió disparado hacia delante. Después, Juana, preguntó—: ¿Qué ocurre?
Nicolas se mordisqueó el labio inferior.
—Me acabo de acordar de otro posible problema —admitió finalmente.
—¿Qué tipo de problema? —preguntaron Juana y Sophie de forma simultánea.
—Un problema grave.
—¿Peor que Nidhogg?
Juana agarró la palanca de cambios y cambió de marcha, hasta la quinta. Sophie no distinguió ninguna diferencia; de hecho, creía que caminando llegarían antes. Se mecía en su asiento, un tanto frenética y preocupada. Necesitaban encontrar a su hermano lo antes posible.
—Le entregué las dos últimas páginas —explicó Flamel. Se giró en el asiento para mirar a Sophie—. ¿Crees que tu hermano las tiene consigo?
—Probablemente —respondió de inmediato. Después asintió, y continuó—: Sí, estoy segura. La última vez que hablamos las llevaba debajo de la camiseta.
—¿Y cómo ha acabado Josh protegiendo las páginas
del Códex? —quiso saber Juana—. Pensé que jamás las perderías de vista.
—Yo mismo se las entregué.
—¿Tú se las diste? —preguntó, sorprendida—. ¿Por qué?
Nicolas apartó la mirada y observó la calle, repleta de pruebas que demostraban que la criatura había pasado por ahí. Cuando volvió a mirar a Juana, su rostro se había convertido en una máscara lúgubre.
—Supuse que como era la única persona entre nosotros que no era ni inmortal, ni un Inmemorial ni un Despertado, no se vería involucrado en los conflictos a los que nos enfrentábamos, y que, por ello, él no sería un objetivo: sólo es un humano. Pensé que las páginas estarían a salvo con él.
Había algo en su explicación que incomodaba a Sophie, pero no sabía exactamente el qué.
—Josh jamás le daría las páginas a Dee —anunció muy segura.
Nicolas se volvió otra vez para mirar a la jovencita. Su mirada pálida era realmente aterradora.
—Oh, créeme: Dee siempre consigue lo que quiere y todo aquello que no puede tener, sencillamente lo destruye.
aquiavelo condujo lentamente el coche hacia una curva. Echó el freno de mano, pero decidió no apagar el motor, de forma que el coche avanzó a sacudidas y se detuvo cuando el motor se caló. Estaban en un aparcamiento situado a orillas del río Sena, cerca del lugar donde Maquiavelo había anticipado que aparecería Nidhogg. Durante unos instantes, el único sonido que escuchaban era el motor, pero entonces Dee dejó escapar el aliento en forma de suspiro.
—Eres el peor conductor que he visto en mi vida. —Bueno, hemos llegado hasta aquí, ¿no es así? Sabes perfectamente que explicar todo esto va a ser una ardua tarea —añadió el italiano, cambiando radicalmente de tema.
Era un maestro en las artes más arcanas y complejas, había manipulado a la sociedad y a la política durante más de medio milenio, hablaba con fluidez más de una docena de lenguas, era capaz de programar en cinco lenguajes informáticos diferentes y era uno de los expertos mundiales de física cuántica. Y, sin embargo, no sabía conducir un vehículo. Resultaba embarazoso. Bajando la ventanilla del conductor, una brisa fresca penetró en el interior del automóvil.
—Puedo imponer una censura sobre la prensa, por supuesto, apoyándome en que se trata de un tema de seguridad nacional, pero este asunto se nos está yendo de las manos y ya es demasiado público —comentó—. Probablemente ya haya un vídeo de Nidhogg colgado en Internet.
—La gente se lo tomará como una broma —dijo Dee, confiado—. Creí que nos habíamos metido en un buen lío cuando alguien captó imágenes del abominable Hombre de las Nieves. No obstante, todo el mundo se lo tomó como una broma pesada. Si algo he aprendido con el paso de los años, es que los humanos son expertos en ignorar lo que está delante de sus narices. Han hecho caso omiso de nuestra propia existencia durante siglos, encasillando a los Inmemoriales y su época en mitos y leyendas, a pesar de las pruebas que han ido hallando. Además —añadió con tono engreído mientras se acariciaba la barba—, todo está saliendo bien. Tenemos casi todo el libro; cuando al fin consigamos las dos páginas restantes, traeremos de vuelta a los Oscuros Inmemoriales, que transformarán este mundo en lo que se merece. Ya no tendrás que preocuparte por problemas insignificantes, como la prensa.
—Me da la sensación de que te olvidas de otros problemas, como el Alquimista y Perenelle. No son problemas insignificantes.
Dee sacó el teléfono de su bolsillo y lo ondeó en el aire.
—Oh, de eso ya me he ocupado. He hecho una llamada. Al fin he hecho lo que debía haber hecho hace muchos años.
Maquiavelo echó un vistazo al Mago, pero no musitó palabra. Según su experiencia, la gente solía hablar sencillamente para llenar el silencio en una conversación y sabía que Dee era un tipo de hombre que disfrutaba escuchando el sonido de su propia voz.
John Dee observaba atentamente el río Sena a través de un parabrisas sucio. A unos kilómetros del río, justo antes de que se perdiera en una curva, la majestuosa catedral gótica de Notre Dame empezaba a perfilarse con los primeros rayos del sol.
—Conocí por primera vez al matrimonio Flamel en esta ciudad, hace más de cinco siglos. Yo era su aprendiz; esto no lo sabías, ¿verdad? Supongo que esto no consta en tus legendarios archivos. Oh, no me digas que te has sorprendido —dijo Dee entre carcajadas mientras contemplaba la expresión de asombro en el rostro de Maquiavelo—. Mis archivos están más actualizados —añadió—. Pero así es, estudié junto con el legendario Alquimista, en esta misma ciudad. Al poco tiempo de convivir con ellos supe que Perenelle era más poderosa, más peligrosa, que su marido. ¿Alguna vez la has visto? —preguntó de forma repentina
—Sí —respondió Maquiavelo con voz temblorosa. Seguía desconcertado. No se esperaba que los Inmemoriales, ¿o sólo Dee?, supieran de la existencia de sus archivos secretos. Después, continuó—: Sí, pero sólo la he visto una vez. Luchamos; ella venció —dijo secamente—. Me causó una gran impresión.
—Perenelle es una mujer extraordinaria; una mujer única. Incluso en su época ya gozaba de una reputación formidable. No puedo imaginarme lo que podría haber conseguido si hubiera escogido estar a nuestro lado. No me explico qué ve en el Alquimista.
—-jamás has entendido la capacidad humana de amar, ¿verdad? —preguntó Maquiavelo en voz baja.
—Tengo entendido que Nicolas sobrevive y prospera gracias a la Hechicera. Para destruir a Nicolas, todo lo que debemos hacer es acabar con Perenelle. Mi maestro y yo siempre lo hemos sabido, pero creímos que si lográbamos capturar a ambos, su conocimiento merecía el riesgo de dejarlos con vida.
—¿Y ahora?
—Ahora ese riesgo no merece la pena. Esta noche —añadió con un murmuro—, al fin he hecho algo que debía haber hecho hace mucho tiempo.
Parecía que Dee sintiera algo de arrepentimiento.
—John —interrumpió Maquiavelo mientras se giraba en el asiento para contemplar al Mago inglés—. ¿Qué has hecho?
—He enviado a Morrigan a Alcatraz. Perenelle no verá otro amanecer.
inalmente Josh alcanzó al monstruo a orillas del río Sena.
No sabía cuánto había corrido, probablemente kilómetros, pero sabía que eso era algo que, sencillamente, no era capaz de hacer. Había esprintado toda la última calle; creía haber visto un cartel que anunciaba la Rué de Marignan. Había corrido sin esforzarse y ahora, al girar a mano izquierda hacia la Avenue Montaigne, ni siquiera le costaba respirar. Era la espada.
Había sentido un zumbido en sus manos mientras corría; era como una especie de suspiro que producía promesas vagas. Antes de arremeter contra el monstruo, había sujetado la espada ante él y los susurros cobraron más intensidad y sus manos empezaron a temblar. Cuando desplazó la espada hacia la bestia, los murmullos se desvanecieron.
La espada le atraía hacia la criatura.