El manipulador (19 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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—Sí, aquí estaré.

McCready pidió un coche con chófer a la central de vehículos y salió precipitadamente del despacho.

Era un gran apartamento tipo estudio en la última planta de una sólida mansión de estilo eduardiano detrás de la carretera de Regent’s Park. McCready subió y pulsó el timbre. Mrs. Farquarson lo recibió ataviada con una bata corta, como las que usan los pintores, y le hizo pasar a un estudio en el que reinaba la mayor confusión, con cuadros en los caballetes y bocetos esparcidos por el suelo.

Era una mujer muy atractiva, de cabello canoso como su hermano. McCready, supuso que tendría algo menos de sesenta años, mayor que Bruno. La mujer hizo sitio para que se sentara y sostuvo su mirada con gesto campechano. McCready advirtió que en una mesita cercana había dos tazas de café. Ambas vacías. Y mientras Mrs. Farquarson tomaba asiento, McCready se las ingenió para rozar una de las tazas. Aún estaba caliente.

—¿En qué puedo servirle, Mr…?

—Jones. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre su hermano, Herr Bruno Morenz.

—¿Por qué?

—Es algo relacionado con inmigración.

—Me está mintiendo, Mr. Jones.

—¿Yo?

—Sí, mi hermano no ha venido a Inglaterra. Y si quisiera hacerlo, no tendría ningún tipo de problemas con la inmigración británica. Mi hermano es ciudadano de la República Federal Alemana. ¿Es usted policía?

—No, Mrs. Farquarson. Pero sí soy un amigo de Bruno. Desde hace ya muchos años. Hemos recorrido un largo camino juntos. Le ruego que me crea lo que le estoy diciendo porque
es
la pura verdad.

—Se encuentra en dificultades, ¿no es cierto?

—Sí, me temo que sí. Estoy tratando de ayudarle, si puedo, pero no va a resultar fácil.

—¿Qué ha hecho?

—Todo parece indicar que ha asesinado a su amante en Colonia. Y que ha huido. Me hizo llegar un mensaje. Me decía en él que no había tenido la intención de hacerlo. Luego desapareció.

La mujer se levantó de su asiento, se dirigió a la ventana y se quedó contemplando los árboles del parque de Primrose Hill, con las tonalidades propias del follaje en las postrimerías del verano.

—¡Ay, Bruno! —exclamó melancólica—. ¡Siempre tan loco! Mi pobre y asustadizo Bruno.

La mujer dio media vuelta y se le quedó mirando.

—Estuvo aquí un hombre de la Embajada alemana —le explicó—. Ayer por la mañana. Había llamado antes por teléfono, el miércoles por la noche, cuando yo estaba fuera. No me explicó lo que usted me ha contado…, sólo me preguntó si había tenido noticias de Bruno. Le dije que no. Y tampoco puedo ayudarle a usted, Mr. Jones. Probablemente usted sabrá mucho más que yo, si mi hermano le ha dejado un mensaje. ¿Tiene usted idea de dónde ha ido?

—Ahí radica el problema. Creo que ha cruzado la frontera. Se ha marchado a la Alemania Oriental. En algún lugar cercano a la ciudad de Weimar. Quizá para refugiarse en casa de algunos amigos. Sin embargo, por lo mucho que sé, jamás en su vida había estado en las inmediaciones de Weimar.

Mrs. Farquarson le miró sorprendida.

—¿Por qué dice eso? —preguntó—. Vivió allí dos años.

McCready conservó el gesto impasible, pero estaba asombrado.

—Lo siento. No lo sabía. Nunca me lo contó.

—No, seguro que no lo hizo. Detestaba aquel lugar. Fueron los dos años más desdichados de su vida. Jamás hablaba de aquel período.

—Creía que su familia era de Hamburgo, que ustedes habían nacido y crecido en esa ciudad.

—Sí, allí nacimos y nos criamos. Hasta 1943. En esa fecha, Hamburgo fue destruida por la RAF, cuando desencadenaron el gran bombardeo llamado
Tormenta de fuego
. ¿Ha oído hablar de aquello?

McCready hizo un gesto de asentimiento. Él tenía cinco años entonces. Royal Air Forcé había bombardeado el centro de Hamburgo con tal intensidad, que provocaron incendios incontenibles. El fuego consumió el oxígeno de los suburbios hasta crear un infierno devastador en el que las temperaturas aumentaron de tal forma, que el acero se fundió y corrió como agua, mientras el hormigón explotaba como bombas. Aquel infierno se extendió por la ciudad, convirtiendo en vapor todo aquello que encontraba a su paso.

—Aquella noche, Bruno y yo nos quedamos huérfanos. Cuando todo hubo pasado, las autoridades se encargaron de nosotros y nos evacuaron. Yo tenía quince años y Bruno diez. Fuimos separados. A mí me enviaron con una familia que vivía en las afueras de Gotinga. Y a Bruno, a la casa de un granjero, en las inmediaciones de Weimar.

«Después de la guerra le busqué y la Cruz Roja me ayudó en mi empeño y pudimos volver a reunimos. Regresamos a Hamburgo. Cuidé de él. Recuerdo que apenas hablaba de los años que tuvo que pasar en Weimar. Empecé a trabajar en las cantinas de la NAAFI británica, para mantener a Bruno. Aquellos tiempos fueron muy duros».

McCready hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Sí, lo siento— murmuró.

Ella se encogió de hombros.

—Era la guerra —prosiguió—. En fin, en 1947 conocí a un sargento británico. Robert Farquarson. Nos casamos y vinimos a vivir aquí. Murió hace ocho años. Cuando Robert y yo nos fuimos de Hamburgo, en 1948, Bruno tenía un puesto de aprendiz en una empresa que fabricaba instrumentos ópticos. Desde entonces no le habré visto más que tres o cuatro veces, y ni una sola vez en los últimos diez años.

—¿Le ha contado eso al hombre de la Embajada?

—¿A Herr Fietzau? No, no me preguntó por la infancia de Bruno. Pero se lo he contado a la mujer.

—¿A la mujer?

—Se fue de aquí hace tan sólo una hora. Era del Departamento de Pensiones.

—¿Pensiones?

—Sí. Me dijo que Bruno seguía trabajando en el ramo de la fabricación de instrumentos ópticos de precisión, para una empresa de Wurtzburgo llamada «BKI». Pero, según parece, la «BKI» ha sido adquirida por la firma británica
Pilkington Glass
, y como ya se acerca la fecha de la jubilación de Bruno, necesitaba algunos datos sobre su vida para evaluar su cualificación. ¿No pertenecía a la empresa donde trabaja Bruno?

—Lo dudo. Es probable que sea de la Policía de Alemania Occidental. Me temo que ellos también están buscando a Bruno, pero no para ayudarle.

—Lo siento. Creo que me he comportado con gran insensatez.

—Usted no podía saberlo, Mrs. Farquarson. ¿Hablaba esa mujer bien el inglés?

—Sí, a la perfección, aunque con un ligero acento, polaco quizá.

McCready tenía muy pocas dudas acerca del país de procedencia de la dama. Había otros cazadores que iban persiguiendo a Bruno Morenz, muchos, pero sólo McCready y los de otro grupo sabían de la existencia de la «BKI» de Wurtzburgo. McCready se levantó.

—Haga un esfuerzo por recordar lo poco que usted le contó sobre aquellos años después de la guerra. ¿Hay alguien allí, aunque no sea más que una sola persona, a quien Bruno pueda dirigirse en estas horas de necesidad? ¿Para refugiarse?

La mujer se quedó reflexionando durante largo rato, haciendo un visible esfuerzo de concentración.

—Hay un nombre que él mencionó, el de una persona que había sido cariñosa con él. La maestra de la escuela primaria. La Fräulein…, ¡maldita sea…!, Fräulein Neuberg…, no…, ahora lo recuerdo: Fräulein Neumann. Ése era el apellido. Neumann. Pero lo más probable es que haya muerto. De eso hace cuarenta años.

—Una última pregunta. Mrs. Farquarson. ¿Le dijo esto a la dama de la empresa de instrumentos ópticos?

—No, de esto me acabo de acordar ahora mismo. Le dije únicamente que Bruno, al ser evacuado de niño, había pasado dos años en una granja situada a unos quince kilómetros de Weimar.

De vuelta en
Century House
, McCready pidió prestado al departamento de Alemania Oriental una guía telefónica de Weimar. Había varias personas con el apellido Neumann, pero tan sólo una precedida por
Frl
., abreviatura de
Fräulein
, «señorita». Tenía que ser una solterona sin duda alguna. Una jovencita no tendría su propio apartamento, y con teléfono, al menos no en Alemania Oriental. Debía de ser una mujer soltera y madura, con una profesión. Que esto fuese así no era más que una probabilidad muy remota, una conjetura harto arriesgada. Podría hacer que la llamase por teléfono alguno de los agentes
in situ
que tenía el Departamento de Alemania Oriental al otro lado del Muro. Pero los de la
Stasi
estaban por todas partes, husmeando cada cosa. Una única pregunta como: ¿
Fue usted la maestra que, en la posguerra, dio clases a un niño pequeño llamado Morenz y ha estado él por su casa
?, podía echarlo todo al traste. La siguiente visita de McCready fue a esa sección de la
Century House
cuya especialidad consiste en la preparación de documentos de identidad falsos.

Telefoneó a las oficinas de la «British Airways», pero no pudieron ayudarle. Sin embargo sí pudieron hacerlo los de la «Lufthansa». Tenían un vuelo a las cinco y cuarto de la tarde para Hannover. Pidió a Denis Gaunt que le llevase de nuevo a Heathrow.

Los proyectos mejor urdidos por ratones y por hombres, como el poeta escocés podría haber dicho, terminan a veces pareciéndose a la merienda de un perro chiflado. El vuelo de las líneas aéreas de regreso a Varsovia vía Berlín Oriental tenía prevista su salida para las tres y media. Pero cuando el piloto conectó los sistemas de control, una luz de alarma roja se encendió. Al final resultó ser un solenoide averiado, pero esto retrasó la hora del despegue hasta las seis. En la sala de espera de salida, la comandante Ludmilla Vanavskaya echó un vistazo al monitor en el que se transmitía la información televisada de los vuelos, advirtió que habría un retraso «por razones técnicas», blasfemó por lo bajo y volvió a ensimismarse en su libro.

McCready estaba a punto de salir de su despacho cuando sonó el teléfono. Durante unos segundos titubeó si contestaba o no, al fin decidió hacerlo. Podía ser algo importante. Era Edwards.

—Sam, alguien de Documentos Raros ha venido a verme. Y ahora escúchame, Sam: no tendrás mi permiso para ir a Alemania Oriental, no lo tendrás en absoluto. ¿Está claro?

—Perfectamente claro, Timothy, no podía estarlo más.

—Bien —replicó el asistente del Jefe, antes de colgar el teléfono.

Gaunt había escuchado la voz al otro extremo de la línea y lo que ésta había dicho.

A McCready empezaba a gustarle Gaunt. Sólo llevaba seis meses en su Departamento, pero ya había dado claras muestras de ser el poseedor de una mente brillante, así como una persona en la que uno podía confiar, además de muy capaz de guardar un secreto.

Sabía mantener la boca cerrada. Cuando dejaron atrás la plaza Hogarth, giraron por un montón de esquinas y se metieron en el denso tráfico de los viernes por la tarde en la carretera de Heathrow, Gaunt decidió abrir la boca.

—Sam, ya sé que te has metido en más sitios peligrosos que el brazo derecho de un pastor, pero has sido declarado proscrito en Alemania Oriental y el Jefe te ha prohibido que vuelvas allí.

—Una cosa es prohibir y otra es prevenir —dijo McCready.

Cuando Sam McCready atravesó el vestíbulo de salidas de la Terminal Dos para abordar el avión de la «Lufthansa» con destino Hannover, no se le ocurrió echar una mirada a la atractiva mujer de brillantes cabellos rubios y penetrantes ojos azules que estaba sentada, leyendo, a menos de dos metros de él. Y ella tampoco se fijó en aquel hombre de complexión mediana y finos cabellos castaños, que pasó por su lado envuelto en una gabardina gris y con aire desgarbado.

El avión de McCready mantuvo su horario previsto y aterrizó en Hannover a las ocho, hora local. La comandante Ludmilla Vanavskaya salió de Londres a las seis y aterrizó en el aeropuerto de Berlín-Schonefeld a las nueve. McCready alquiló un automóvil, y condujo más allá de Hildesheim y Salzgitter, hasta que llegó a su lugar de destino en los bosques de las afueras de Goslar. Vanavskaya fue recogida por un coche de la KGB, que la condujo al número veintidós de Normannenstrasse. Tuvo que esperar una hora para poder entrevistarse con el coronel Otto Voss, que estaba reunido con Erich Mielke, el ministro de la Seguridad del Estado.

McCready había llamado por teléfono desde Londres a su anfitrión, el cual le estaba esperando. El hombre salió a recibirle a la puerta de su sólida casa, un hermoso refugio de cazadores convertido en espléndida mansión situada en un claro de la ladera de una montaña, desde el que se divisaba, a la luz del día, un ancho valle poblado de coníferas. A sólo ocho kilómetros de distancia las luces de Goslar brillaban en la oscuridad. Si no hubiese caído ya la noche, McCready hubiera visto en la lejanía, hacia el Este, en la cima de un picacho de los montes del Harz, el tejado de una alta torre. Podía ser confundida con las torres que los cazadores utilizan, pero no lo era. Se trataba de una torre de vigilancia, y no había sido construida para dar caza al fiero jabalí, sino a mujeres y a hombres. El hombre al que McCready había ido a visitar había elegido ese cómodo hogar como lugar de retiro, aunque sin perder de vista la frontera que había hecho su fortuna.

Su anfitrión había cambiado mucho con los años, pensó McCready cuando el otro le hizo pasar a un saloncito de paredes recubiertas de madera, de las que colgaban cabezas disecadas de jabalíes y cornamentas de ciervos. Un brillante fuego chisporroteaba en la chimenea de piedra; a principios de septiembre, la noche ya era fría en la alta montaña.

El hombre que había salido a recibirle había engordado con los años; el que antes fuera enjuto era ahora obeso. Seguía siendo bajo, por supuesto, y su redondo y enrojecido rostro, con su cabellera blanca como el azúcar, le hacía parecer más inofensivo que nunca. Si no se le miraba a los ojos. Ojos astutos, taimados, que habían visto demasiado, y hecho muchos negocios en asuntos de vida o muerte, y que había vivido en el arroyo, logrando sobrevivir. Un perverso niño de la guerra fría, que en sus buenos tiempos había sido el rey indiscutible de los bajos fondos berlineses.

Durante veinte años, desde la construcción del Muro de Berlín en 1961 hasta su destrucción, Andre Kurzlinger había sido un
Grenzganger
; literalmente: «el que camina a través de la frontera», el que se gana la vida cruzándola clandestinamente. La construcción del muro echó los cimientos de su fortuna. Antes de que lo levantaran, el ciudadano de Alemania Oriental que quería fugarse a Occidente no tenía más que viajar hasta Berlín Oriental, y, desde allí, darse un paseo hasta Berlín Occidental. Después, el 21 de agosto de 1961, durante la noche, fueron colocados aquellos grandes bloques de hormigón armado que hicieron de Berlín la Ciudad Dividida. No faltaron los intentos por saltar el muro; algunos con éxito. Muchos fueron sorprendidos en el intento, retenidos por la fuerza y enviados a prisión durante mucho tiempo. Otros fueron abatidos con ráfagas de ametralladora en la misma alambrada, donde quedaron colgando como armiños hasta que retiraron sus cadáveres. Para la inmensa mayoría, cruzar la frontera era una hazaña única e irrepetible, en la que, por regla general, se dejaba la vida. Para Andre Kurzlinger, estraperlista y
gángster
berlinés hasta entonces, cruzarla se convirtió en su profesión.

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