El manipulador (16 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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—Lo siento, Sam. Lo siento de veras. Lo he estropeado todo…

—¿Te encuentras bien? —preguntó McCready en tono apremiante.

Morenz estaba desperdiciando unos segundos de importancia vital.

—Kaput
. Estoy acabado, Sam. Yo no quería matarla. La amaba, Sam. Yo la amaba…

McCready colgó rápidamente el teléfono, cortando la comunicación. Nadie podía realizar una llamada a Occidente desde una cabina telefónica de Alemania Oriental. Este país tenía rigurosamente prohibidas las comunicaciones con el exterior. Pero el SIS disponía de una casa de seguridad libre de toda sospecha, en la región de Leipzig, ocupaba por un «agente
in situ
», ciudadano de la Alemania Oriental, que trabajaba para Londres. Cualquier llamada a ese número, hecha desde dentro de Alemania Oriental, pasaba de inmediato por un equipo transmisor que enviaba el mensaje a un satélite, el cual lo transmitía a Occidente.

Pero las llamadas tenían que ser de cuatro segundos, ni uno más, con el fin de evitar que en Alemania Oriental pudiesen calcular la triangulación con respecto a la fuente del sonido y localizasen así la casa. Morenz había estado farfullando durante nueve segundos. Aun cuando McCready no podía saberlo, el escucha de guardia de la SSD había logrado detectar la región de Leipzig como fuente de la emisión cuando se cortó la comunicación. Otros seis segundos más y hubiesen dado con la casa y su ocupante. Le había dicho a Morenz que usase ese número de teléfono sólo en caso de extrema necesidad y durante un tiempo muy breve.

—Está destrozado —dijo Johnson—, hecho añicos.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó McCready angustiado—. Gimoteaba como un chiquillo. Se encuentra bajo los efectos de un fuerte colapso nervioso. Me habla de algo que ignoro. ¿Qué demonios ha querido decir con eso de «yo no quería matarla»?

Johnson se quedó pensativo.

—Viene de Colonia, ¿no?

—Eso ya lo sabes.

En realidad Johnson no lo sabía. De lo único que estaba enterado era de que había ido a recoger a McCready al aeropuerto de Colonia y al hotel «Holiday Inn». Nunca había visto al
Duendecillo
. Ni había tenido necesidad de ello. Johnson cogió el periódico local y señaló con el dedo el segundo artículo editorial de la primera página; el que Günther Braun había publicado en el
Kólnischer Stadt-Anzeiger
, recogido y reproducido por el
Nordbayrischer Kurier
, el periódico bávaro editado en Bayreuth. El artículo, fechado en Colonia, llevaba los siguientes titulares:

Una prostituta y su chulo

abatidos a tiros en su nido de amor

McCready lo leyó, dejó el periódico a un lado y escudriñó la lejanía, con la mirada clavada en el Norte.

—¡Ay, Bruno, mi pobre amigo! ¿Qué demonios has hecho?

Cinco minutos después,
Arquímedes
telefoneaba.

—Lo hemos oído —dijo el agente—. También, imagino, todo el mundo lo habrá escuchado. Lo siento. Está acabado, ¿no?

—¿Cuáles son las últimas noticias? —preguntó Sam.

—Están empleando el nombre de Hans Grauber en sus comunicados —dijo
Arquímedes
—, y han desplegado un gran cerco policiaco por todo el sur de Turingia. Embriaguez, asalto con agresión y robo de un coche de la Policía. El automóvil que él conducía era un «BMW» negro, ¿no es así? Ya se lo han llevado al garaje principal de la SSD en Erfurt. Según parece, todas sus demás pertenencias han sido debidamente requisadas y enviadas a los de la
Stasi
.

—¿Puede decirme con toda exactitud a qué hora tuvo lugar ese accidente? —preguntó Sam.

El agente consultó a alguien.

—La primera llamada a Jena se hizo desde un vehículo de la Policía, que estaba en movimiento. El que hablaba, parece ser el
vopo
al que habían golpeado, dijo, textualmente: «hace cinco minutos». Esta llamada fue registrada a las doce y treinta y cinco.

—Muchas gracias. —McCready cortó la comunicación.

A las veinte horas, uno de los mecánicos del garaje de Erfurt encontraba la cavidad secreta debajo de la batería. A su alrededor, otros dos mecánicos trabajaban en lo que había quedado del «BMW». Los asientos del sedán y toda la tapicería estaban esparcidos por el suelo; las ruedas habían sido desmontadas, así como los neumáticos y sus cámaras. Tan sólo el armazón permanecía en pie, y en él descubrieron la cavidad secreta. El mecánico llamó a un hombre que vestía ropas de civil, un comandante de la SSD. Ambos examinaron la cavidad y el comandante hizo un gesto de satisfacción.

—Un coche espía —dijo.

Siguieron trabajando con el vehículo hasta que apenas quedaba ya algo por desmontar. El comandante subió entonces a su despacho y llamó por teléfono al Cuartel General del Servicio de Seguridad del Estado, cuya sede era una inmensa y tétrica fortaleza, una vieja y lúgubre edificación de ladrillo situada en el número veintidós de Normannstrasse, en la barriada de Lichtenberg, en Berlín Oriental. El comandante sabía dónde tenía que emplazar esa llamada; pidió que le pusiesen directamente con el
Abteilung II
, el
Spionage Abwehr
o Departamento de Contraespionaje de la
Stasi
. Allí, el director del Departamento, el coronel Otto Voss, se encargó personalmente del caso. Su primera orden fue que cualquier cosa relacionada con el caso debería ser enviada a Berlín Oriental; la segunda era que todas aquellas personas que hubiesen visto el sedán «BMW» o a su ocupante desde la entrada de éste al país, empezando por los guardias del puesto fronterizo del río Saale, deberían ser trasladadas a Berlín para ser interrogadas exhaustivamente. Y en esta orden, más tarde, quedarían incluidos todo el personal de hotel «Oso Negro», los policías que patrullaban por la autopista —y que se habían quedado contemplando el «BMW»— en especial aquellos dos que habían provocado el fracaso del primer encuentro, y la pareja que se había dejado robar el vehículo oficial.

La tercera orden de Voss pretendía que acabara cualquier tipo de mención sobre el asunto por radio o por las líneas telefónicas no protegidas con medidas de seguridad. Una vez hecho esto, descolgó su teléfono interno y pidió que le comunicaran con el
Abteilung VI
, Departamento de puestos fronterizos y aeropuertos.

A las diez de la noche,
Arquímedes
telefoneaba a McCready por última vez.

—Me temo que todo se ha acabado —dijo el agente de servicio—. Aún no ha sido detenido, pero lo harán. Según parece, han descubierto algo en el garaje de Erfurt. Una asombrosa cantidad de comunicaciones radiofónicas, codificadas, entre Erfurt y Berlín Oriental. Un hermetismo total en sus canales de comunicación. ¡Ah!, y todos los puestos fronterizos están en estado de máxima alerta; las guardias han sido redobladas, las luces de los focos iluminan la frontera sin cesar. Han multiplicado todas las medidas de seguridad. Lo siento.

Incluso desde la cima de la montaña, McCready pudo darse cuenta de que desde hacía una hora la cantidad de luces de los coches que circulaban desde Alemania Oriental habían disminuido considerablemente, y que cada vez se hacían más distantes entre sí. Un par de kilómetros más allá deberían de estar deteniendo a los vehículos durante horas enteras, iluminándolos con sus lámparas de arco voltaico, registrándolos con tal minuciosidad que ni un ratón podría escapar a su examen.

A las diez y media de la noche, Timothy Edwards se encontraba al otro extremo de la línea.

—Escucha, Sam, todos aquí lo sentimos mucho, pero el asunto ha terminado —dijo—. Vuelve a Londres ahora mismo.

—Todavía no ha sido capturado, debería quedarme aquí. Tal vez pueda ayudarle. Aún no ha terminado todo.

—Aparte la gritería, sí ha concluido todo —insistió Edwards—. Hay algunos asuntos que hemos de discutir aquí. Y la pérdida del paquete no es el menos importante precisamente. Nuestros primos estadounidenses no son un grupo feliz, sólo por mencionar uno de los más importantes. Por favor, coge el primer avión que salga de Munich o de Francfort, el primer vuelo que encuentres para este próximo día.

La elección recayó otra vez sobre Francfort. Johnson lo llevó al aeropuerto a través de la noche y luego siguió con el
Range Rover
y el equipo hasta Bonn, donde el joven llegó agotado. McCready pudo dormir un par de horas en el aeropuerto y coger el primer avión que salía al día siguiente para Heathrow, donde aterrizó el jueves, poco después de las ocho de la mañana, habiendo ganado una hora con la diferencia horaria. Denis Gaunt fue a recibirlo y lo condujo directamente a la
Century House
.

Jueves

La comandante Ludmilla Vanavskaya se levantó esa mañana más temprano que de costumbre, y, a falta de un gimnasio, realizó sus ejercicios diarios en su propia habitación, en uno de los barracones de la KGB. Sabía que su avión no saldría hasta el mediodía, pero quería pasar por el Cuartel General de la KGB con el fin de hacer la última revisión al itinerario del hombre al que estaba persiguiendo.

Sabía que éste había vuelto de Erfurt con el convoy militar a última hora de la tarde del día anterior, y que había pasado la noche en Potsdam, alojado en la residencia de oficiales. Al mediodía, los dos cogerían el mismo avión en Potsdam para regresar a Moscú. El general iría en los asientos delanteros, que se reservaban, incluso en los aviones militares a los privilegiados, los
vlasti
. Ella se haría pasar por una humilde mecanógrafa de la gigantesca Embajada que la Unión Soviética tenía en la avenida Unter den Linden, sede (soviética) real del poder en Alemania Oriental. No se encontrarían, él ni siquiera advertiría su presencia; pero, tan pronto como entrasen en el espacio aéreo soviético, el hombre estaría bajo vigilancia.

A las ocho cruzaba la entrada del Cuartel General de la KGB, cuyo edificio se encontraba a unos ochocientos metros del de la Embajada soviética, y se dirigía al Departamento de Comunicaciones. Desde allí podrían llamar a Potsdam para confirmar si no había habido cambio en el horario de vuelo. Mientras esperaba que le diesen la información, pidió un café en la cantina y compartió una mesa con un joven teniente que estaba visiblemente cansado y que bostezaba con frecuencia.

—¿Despierto toda la noche? —le preguntó.

—Pues sí. Turno de noche. Los
Krauts
han estado muy excitados durante todo este tiempo.

El joven no se dirigió a la mujer por su grado porque ésta llevaba ropas de civil y él no tenía forma de saber que era comandante. También utilizó un calificativo despectivo para referirse a los alemanes orientales. Pero ésa era una costumbre compartida por todos los rusos.

—¿Y por qué? —preguntó ella.

—¡Oh, bueno!, han interceptado un coche de Alemania Occidental y han encontrado dentro una cavidad secreta. Piensan que ha sido utilizado por algún agente secreto del otro lado.

—¿Aquí, en Berlín?

—No, en Jena.

—¿Dónde queda Jena… exactamente?

—Mira, cariño, mi turno ha acabado. Estoy a punto de irme a dormir.

La mujer le sonrió con dulzura, abrió su bolso y le mostró la carterita roja con su documento de identidad del servicio de Inteligencia. El teniente dejó de bostezar y se puso pálido como la cera. La presencia de todo un comandante del Tercer Directorio era una mala noticia. Le señaló lo que quería en un gran mapa que colgaba de la pared, al final de la cantina. Ella le dejó ir, y se quedó contemplando el mapa. Zwickau, Gera, Jena, Weimar, Erfurt… todos en una misma línea: la línea seguida por el convoy del hombre al que ella perseguía. Ayer… Erfurt. Y Jena sólo a veinte kilómetros… Cerca, condenadamente cerca.

Diez minutos después, un comandante soviético le estaba explicando el modo que los alemanes orientales tenían de operar.

—En estos momentos estará su
Abteilung II
—le dijo—. Lo dirige el coronel Voss. Otto Voss. Él se habrá hecho cargo del asunto.

La mujer utilizó el teléfono del despacho del comandante soviético, dio como referencia los nombres de algunos oficiales de rango superior y se aseguró una entrevista con el coronel Otto Voss en el cuartel general de la SSD en Lichtenberg. A las diez de la mañana.

A las nueve, hora de Londres, McCready tomó asiento a la mesa de la sala de conferencias de
Century House
, situada en la penúltima planta, es decir; debajo del despacho del Jefe. Claudia Stuart, sentada frente a él, le miraba con aire de reproche. Chris Appleyard, que había volado a Londres para escoltar personalmente el manual de guerra soviético en su viaje de regreso a Langley, fumaba y contemplaba el techo. Su actitud parecía decir:
«Éste
es un asunto
Limey
. Quien meta la pata, que la saque.» Timothy Edwards estaba sentado a la cabecera de la mesa, como una especie de árbitro. Sólo había un orden del día tácito: evaluación de daños. La disminución de los daños, si había alguna, vendría después. No hacía falta informar a nadie de lo sucedido; todos habían leído ya el expediente
con
los mensajes interceptados y los análisis de la situación.

—Pues bien —dijo Edwards—, todo parece indicar que tu hombre, el
Duendecillo
, se ha desmoronado y ha hecho fracasar la misión. Vamos a ver si hay algo que podamos salvar de todo este lío…

—¿Por qué demonios lo enviaste, Sam? —preguntó Claudia, exasperada.

—Pues porque queríais que se realizase una misión —dijo McCready—. Porque vosotros mismos no podíais llevarla a cabo. Porque era una misión planeada de la noche a la mañana. Porque yo no podía ir. Porque Pankratin insistía en que fuese yo personalmente. Porque el
Duendecillo
era el único sustituto aceptable. Porque él aceptó hacerlo.

—Sin embargo, ahora se descubre que al parecer —dijo Appleyard, arrastrando con lentitud las palabras— acababa de asesinar a su amante prostituta y que estaba casi completamente agotado. ¿No advertiste nada?

—No. Parecía nervioso, pero controlado. El nerviosismo es algo normal…, hasta un cierto punto. Nada me contó de sus problemas personales, y yo no soy clarividente.

—Lo peor del caso es que ha visto a Pankratin —dijo Claudia—. Cuando los de la
Stasi
le cojan en sus manos y le «trabajen», hablará. Habremos perdido a Pankratin y sabe Dios cuántos daños más acarrearán los interrogatorios a los que le sometan en la Lubianka.

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