Se dedicó a pasar gente… por dinero. Cruzaba la frontera disfrazado del modo más diverso, o enviaba emisarios, para negociar el precio. Algunos pagaban en marcos orientales, una gran suma de marcos orientales. Con ese dinero, Kurzlinger compraba las únicas tres cosas que
eran
de buena calidad en Berlín Oriental: maletas húngaras de piel de cerdo, discos checoslovacos de música clásica y habanos cubanos. Estos productos eran tan baratos, que incluso deduciendo los costos del contrabando permitían a Kurzlinger obtener pingües beneficios.
Otros refugiados acordaban pagarle en marcos occidentales una vez hubieran llegado a la parte occidental y hubiesen encontrado un trabajo. Muy pocos le fallaban. Kurzlinger era meticuloso en extremo para cobrar sus deudas; empleaba a varios socios para asegurarse de que los refugiados no le engañaban.
Se rumoreaba que trabajaba para los Servicios de Inteligencia Occidentales. No era cierto, aun cuando a veces sacaba a alguien por encargo de la CÍA o del SIS. También los rumores le acusaban de ser uña y carne con la gente de la SSD o de la KGB. Tampoco esto era verdad, dado que Kurzlinger causaba un daño considerable a la Alemania Oriental. Lo que sí era cierto es que había sobornado a más guardias fronterizos y agentes comunistas de los que él mismo podía recordar. Se decía que era capaz de oler a un agente sobornable a un centenar de leguas de distancia.
Pese a que Berlín era su coto de caza, Kurzlinger también trazaba líneas a través de la frontera entre las dos Alemanias, con lo que abarcaba una zona de operaciones que iba desde el mar Báltico hasta Checoslovaquia. Cuando al fin se retiró con una considerable fortuna, eligió para asentarse la Alemania Occidental, y no Berlín Occidental. Pero aun así no pudo apartarse mucho de aquella frontera. Su casa, en lo alto de los montes del Harz, estaba situada a tan sólo ocho kilómetros de la línea fronteriza.
—Bien, Herr McCready, mi querido amigo Sam, esta vez sí ha transcurrido una gran cantidad de tiempo.
Kurzlinger se encontraba de pie, de espaldas al fuego. Un caballero retirado vistiendo una chaqueta de esmoquin de terciopelo. Un largo camino le separaba de aquel rapazuelo callejero de mirada animal, que se debatía por salir del fango y que empezó a conseguirlo en 1945 proporcionando chicas a los soldados estadounidenses a cambio de cajetillas de
Lucky Strike
.
—¿Tú también estás jubilado?
—No, Andre, todavía tengo que seguir trabajando para ganarme las habichuelas. No soy tan inteligente como tú, como puedes ver.
A Kurzlinger le agradó la respuesta. Apretó un timbre y en seguida se presentó un criado llevándoles un exquisito vino de Mosela en copas de cristal.
—Y bien, ¿qué puede hacer un pobre anciano por el todopoderoso Servicio de Inteligencia de Su Majestad? —preguntó Kurzlinger, contemplando las llamas a través del vino.
McCready le dijo lo que quería. El hombre siguió contemplando el fuego, pero frunció los labios y sacudió la cabeza.
—Ya estoy fuera de todo eso, Sam. Retirado. Y ahora me dejan en paz. Ambas partes. Pero ya sabes, me han advertido, como supongo que te habrán advertido a ti, de que si empiezo de nuevo, vendrán por mí. Una operación rápida, en la que se pasa al otro lado de la frontera y se regresa antes del amanecer. Me cogerán aquí mismo, en mi propia casa. Lo dicen de veras. En mis buenos tiempos les hice mucho daño, como bien sabes.
—Lo sé —respondió McCready.
—Y además, los tiempos cambian. Si estuviésemos en aquella época, en Berlín, claro que podría ayudarte a pasar al otro lado. En el campo tenía mis senderos de conejo. Pero todos han ido siendo descubiertos. Y clausurados. Las minas que yo desconecté fueron remplazadas. Los guardias a los que yo había sobornado han sido trasladados; ya sabes que nunca conservan durante mucho tiempo a los mismos guardias en esta frontera. Constantemente los están llevando de un lado para otro. Todos mis contactos han desaparecido. Ya es demasiado tarde.
—Necesito pasar al otro lado —dijo McCready con lentitud—, porque tenemos a un hombre allí. Está enfermo, muy enfermo. Pero si puedo traérmelo, es probable que eso arruinase la carrera de la persona que ahora dirige el
Abteilung
II, Otto Voss.
Kurzlinger no se movió, pero su mirada se tornó muy fría. Hacía muchos años, tal como McCready sabía, Kurzlinger había tenido un amigo. Un amigo muy íntimo en verdad, quizás el más íntimo que tuvo en su vida. El hombre fue sorprendido cuando intentaba cruzar la frontera. Después se supo que había levantado las manos. Pero Voss disparó contra él de todos modos. Primero le atravesó las rodillas, luego los codos y después los hombros. Por último le disparó al estómago. Con balas explosivas.
—Ven —dijo Kurzlinger—. Vamos a cenar. Te presentaré a mi hijo.
El apuesto joven, rubio y de unos treinta años, que se sentó con ellos en la mesa, no era hijo de Kurzlinger, por supuesto. Pero éste lo había adoptado formalmente como tal. De vez en cuando, el hombre mayor le sonreía y el hijo adoptivo le correspondía con una mirada de adoración.
—Saqué a Siegfried del Este —explicó Kurzlinger, como si tan sólo quisiera mantener la conversación—. No tenía a dónde ir, así que…, ahora vive aquí, conmigo.
McCready siguió comiendo. Sospechaba que había algo más.
—¿Oíste hablar alguna vez del
Arbeitsgruppe Grenzen
? —preguntó Kurzlinger mientras cogía un racimo de uvas.
McCready había oído hablar de esa organización. El Grupo Operativo de Frontera, con hondas raíces en la SSD, aunque apartado de todos los
Abteilungen
con sus designaciones en números romanos, era un grupo muy pequeño y que estaba especializado en un asunto realmente grotesco.
En casi todas las operaciones, si Marcus Wolf quería introducir un agente en el Oeste, podía hacerlo a través de un país neutral, con lo que el agente adoptaba su nueva «historia» durante esa estadía temporal. Pero, a veces, la SSD o la HVA querían poner a un hombre al otro lado de la frontera en una operación «negra». Para conseguirle, los alemanes orientales abrían una «ruta de conejo» a través de sus propias defensas de Este a Oeste. Aunque muchas de esas rutas eran abiertas en sentido contrario para sacar de Occidente a personas de las que se suponía que no deberían estar allí. Cuando los de la
Stasi
querían abrir una ruta de conejo para sus propios fines, usaban a los especialistas del Grupo Operativo de Fronteras, el AGG. Esos ingenieros zapadores, trabajando en el silencio de la noche (ya que el Servicio de Protección de Alemania Federal
también
vigilaba la zona fronteriza), escondiéndose prácticamente bajo el filo de una navaja, trazaban una delgada línea a través de los campos minados, sin dejar rastro alguno en los lugares por los que habían pasado.
Tras los campos de minas venía la franja roturada de doscientos metros de ancho, donde el prófugo sería atrapado entre los haces luminosos de los focos y las ráfagas de ametralladora. Y al final, en el lado occidental, se encontraba la valla. Los expertos del Grupo Operativo de Fronteras la dejarían intacta, ya que abrirían un hueco para que el agente pasase y luego lo repararían, entrelazando de nuevo los alambres que antes habían cortado. Los focos, que por las noches siempre estaban orientados hacia el Oeste, iluminarían un lugar distinto al utilizado por los expertos, y la franja roturada los ocultaría bajo la espesa hierba que solía crecer a todo su largo y ancho, en especial a finales de verano. Por la mañana, la hierba se habría enderezado por sí sola, cubriendo todas las huellas de las pisadas que la surcaron.
Cuando los alemanes orientales hacían esto, tenían la cooperación de sus propios guardias fronterizos. Pero forzar la frontera era harina de otro costal; en ese caso no se contaría con la cooperación de Alemania Oriental.
—Siegfried solía trabajar para el AGG —dijo Kurzlinger—. Hasta que decidió usar una de sus propias rutas de conejo. Como es lógico, los de la
Stasi
la clausuraron de inmediato. Siegfried, nuestro amigo necesita pasar al otro lado. ¿Podrías ayudarle?
McCready se preguntó si había juzgado a su hombre sin equivocarse. Pensó que había acertado. Kurzlinger odiaba a Voss por lo que había hecho, y los deseos de venganza de un homosexual que había padecido por la muerte de su amado no podían ser subestimados.
Siegfried se quedó meditando un buen rato.
—Por ahí tiene que haber una ruta —dijo el joven al fin—. Pensaba utilizarla yo mismo, por lo que no presenté el informe pertinente. Sin embargo, el caso es que después salí por otra ruta distinta.
—¿Dónde está? —preguntó McCready.
—No muy lejos de aquí —contestó Siegfried—. Entre Bad Sachsa y Ellrich.
El joven fue a buscar un mapa y señaló en él las dos pequeñas localidades al sur del Harz: Bad Sachsa, en Alemania Occidental, y Ellrich, en la Oriental.
—¿Me dejas ver los documentos que piensas utilizar? —preguntó Kurzlinger.
McCready le entregó su documentación. Y Kurzlinger se la pasó luego a Siegfried, que la examinó con sumo detenimiento.
—Son muy buenos —dijo el joven—, pero necesitará un pase para el ferrocarril. Yo tengo uno. Y todavía está en vigor.
—¿Cuál es la mejor hora para emprender la marcha? —preguntó McCready.
—Las cuatro. Antes de que amanezca. A esa hora es cuando más oscuridad hay y los guardias están cansados. Utilizan menos sus focos para barrer la franja roturada. Necesitaremos monos de camuflaje, por si nos atrapan con sus luces. El camuflaje puede salvarnos la vida.
Estuvieron discutiendo los detalles durante una hora.
—Tiene que entender una cosa, Herr McCready —dijo Siegfried—, de mi fuga hace ya cinco años. Tal vez no pueda recordar por dónde pasé. Dejé un hilo de pescar en el suelo cuando tracé el camino a través de la zona minada. Es posible que no lo encuentre. Si no puedo, tendremos que regresar. Meterse por el campo de minas sin conocer el camino que yo tracé es caminar a una muerte segura. O quizá mis antiguos compañeros lo hayan encontrado, cerrándolo entonces. En ese caso nos volveremos…, si aún estamos a tiempo.
—Entiendo —dijo McCready—. Le estoy muy agradecido.
A la una, Siegfried y McCready salieron de la casa dispuestos a emprender el viaje de dos horas que harían con lentitud conduciendo por las carreteras de montaña. Kurzlinger se quedó de pie, delante de la puerta.
—Cuida de mi muchacho —pidió—. Esto sólo lo hago por otro chico que Voss me quitó hace muchos años.
—Si logras cruzar la frontera —dijo Siegfried cuando iban en el coche—, haz a pie los diez kilómetros que te faltan hasta Nordhausen. Da un rodeo y evita la localidad de Ellrich, allí hay guardias, y los perros ladrarán. Coge el tren en Nordhausen hasta Erfurt y allí el autobús a Weimar. Los dos medios de transporte estarán llenos de obreros.
Condujeron muy despacio al cruzar la pequeña ciudad de Bad Sachsa, sumida en el sueño, y estacionaron en las afueras. Siegfried se internó en la oscuridad provisto de una brújula y de una linterna diminuta. Una vez que hubo encontrado su pista, se internó por el bosque de pinos en dirección Este. McCready lo siguió.
Cuatro horas antes, la comandante Ludmilla Vanavskaya se encontraba con el coronel Voss en su despacho.
—Según lo que su hermana me dijo, hay un lugar en el que puede esconderse en la zona de Weimar.
La comandante le relató a continuación lo que la hermana de Bruno Morenz le había contado acerca de la evacuación de éste durante la guerra.
—¿Una granja? —inquirió Voss—. ¿Y cuál de ellas? Las hay a centenares en esa zona.
—Ella no sabía el nombre. Lo único que me dijo fue que debería de encontrarse a unos quince kilómetros de Weimar, todo lo más. Tienda su cerco, coronel. Envíe tropas. Antes de que el día termine, lo habrá capturado.
El coronel Voss llamó por teléfono al
Abteilung
XIII, el Servicio de Inteligencia y Segundad del Ejército Nacional del Pueblo, NVA. Como quiera que la autorización para toda la operación provenía directamente del ministro Erich Mielke, en el Servicio de Inteligencia militar no hubo oposición. Unas cuantas llamadas telefónicas pusieron en estado de alerta al Cuartel General de la NVA en Karlshorst, y, antes de que empezase a amanecer, las tropas partían hacia el Sur, en dirección a Weimar.
—Ya está cerrado el círculo —dijo Voss a eso de la media noche—. Las tropas formarán un amplio círculo alrededor de Weimar, dividiéndose la zona por sectores, e irán avanzando hacia la ciudad barriendo todo a su paso. Registrarán cada granja cada establo, cuadras y cobertizos, todos los almacenes, las pocilgas, hasta que hayan completado un círculo con un radio de quince kilómetros. Sólo confío en que usted tenga razón comandante Vanavskaya. Ahora hay una gran cantidad de hombres involucrados en la operación.
Para aprovechar las pocas horas que le quedaban, el coronel Voss se dirigió hacia el Sur en su coche privado. La comandante Vanavskaya lo acompañó. El barrido de la zona comenzaría al rayar el alba.
Sábado
Siegfried estaba tumbado boca abajo al borde de una hilera de árboles y estudiaba los oscuros contornos del bosque que se extendía a partir de unos trescientos metros de distancia del territorio de Alemania Oriental. McCready se encontraba a su lado.
Cinco años antes, también en la oscuridad, Siegfried había trazado su ruta de conejo a partir de la base de un pino particularmente alto, situado en la parte Este, y orientándose hacia un alto peñasco de reluciente blancura que había en la cima de una colina en la parte occidental. Y ahora tenía un problema: siempre había pensado que vería la roca desde el Este, cuando brillaba pálida bajo la mortecina luz que precede al amanecer; jamás había pensado que podría necesitar verla desde el otro. Y el peñasco estaba muy por encima de él, tapado por los árboles. El único modo de que le fuera visible sería desde una posición dentro de la «tierra de nadie». Estimó su línea imaginaria lo mejor que pudo, cruzó arrastrándose los últimos diez metros de Alemania Occidental y comenzó a cortar con suma cautela los gruesos alambres de la alta valla.
Cuando tuvo hecho su agujero, alzó la mano e hizo señas a McCready para que se acercara. Éste también se arrastró hasta la valla. Sam se había pasado los últimos cinco minutos vigilando las torretas de los guardias fronterizos de Alemania Oriental, y estudiando los movimientos de los focos cuando efectuaban el barrido de la zona. Siegfried había elegido muy bien su punto de partida, justo entre dos torres de vigilancia. A esto se añadía una circunstancia favorable: con el crecimiento de los árboles durante el verano, algunos pinos habían extendido sus ramas por encima del campo de minas algo más de un metro; lo suficiente como para que uno de los focos se viese bloqueado en parte por ese aumento de la vegetación. En el otoño, los podadores recortarían esas ramas, pero no ahora.