El manipulador (21 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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El otro foco abarcaba con su haz el camino que ellos pensaban seguir, pero el hombre que lo manejaba debía de estar cansado o aburrido, ya que empleaba algunos minutos en cada ciclo de iluminación. Cuando empezaba de nuevo, siempre apuntaba hacia otra dirección. Entonces efectuaba el barrido hacia el camino elegido por ellos, retrocedía y se apartaba. Si el guardia se mantenía fiel a ese patrón, tendrían unos cuantos segundos de aviso.

Siegfried agachó la cabeza y se deslizó a través del agujero, McCready lo siguió, llevando consigo su saco de yute. Luego el alemán se volvió y enderezó los alambres cortados, colocándolos de nuevo en su sitio. Nadie advertiría el desperfecto si no se acercaba mucho a ese lugar; en cuanto a los guardias, jamás cruzaban la frontera para inspeccionar la alambrada, a menos que se hubiesen dado cuenta de que alguien había abierto un hueco en la misma. A ellos, tampoco les gustaba el campo de minas.

Había que vencer la tentación para no cruzar a la carrera el centenar de metros de anchura que tendría la franja roturada, ahora completamente cubierta por una espesa capa de hierba con tallos de gran altura, cardos y ortigas que crecían a intervalos entre la hierba. Pero quizás hubiera alambres ocultos que activarían las alarmas. Era mucho más seguro arrastrarse. Así que siguieron avanzando de ese modo. Cuando ya estaban a mitad del trayecto, se encontraron con que las sombras de unos árboles les protegían del foco que tenían a su izquierda, pero el haz del de su derecha se les acercaba. Los dos hombres se quedaron rígidos en sus monos verdes, con el rostro pegado contra la tierra. Ambos se habían pintado de negro la cara y las manos; Siegfried, con crema para los zapatos, y McCready con corcho ahumado, que eliminaría con mayor facilidad cuando estuviera al otro lado.

La pálida luz se posó sobre ellos, titubeó, se apartó y se alejó de nuevo. Unos diez metros más adelante Siegfried encontró uno de los alambres de las trampas e hizo señas a McCready para que diese un rodeo. Otros cuarenta metros más y alcanzaron el campo de minas. Allí, los cardos y la hierba les llegaban hasta el pecho. Nadie intentaba segar el campo de minas.

El alemán miró hacia atrás. Por encima de las copas de los árboles, McCready pudo divisar el blanco peñasco, que proyectaba un pálido sendero entre las tinieblas del bosque de pinos. Siegfried volvió la cabeza y reconoció el árbol gigantesco situado al otro extremo del sendero proyectado por la roca. Se alzaba a unos diez metros a la derecha de su línea. Se arrastró de nuevo a lo largo del borde del campo de minas. Cuando se detuvo, se puso a palpar con sumo cuidado entre los altos tallos de hierba. Al cabo de dos minutos, McCready escuchó un resoplido de triunfo. Siegfried sostenía entre el índice y el pulgar un fino hilo de pesca. Tiró de él cuidadosamente. Si el otro extremo estaba suelto la misión habría terminado. El hilo se puso tirante y ofreció resistencia.

—Sigue este hilo —susurró Siegfried—. Te conducirá a través del campo de minas hasta el túnel que pasa por debajo de la alambrada. El sendero no tiene más de sesenta centímetros de ancho. ¿Cuándo estarás de vuelta?

—Dentro de veinticuatro horas —respondió McCready—. O de cuarenta y ocho. Después de ese plazo, olvídalo. No volveré. Te haré una señal con mi linterna desde la base del árbol grande antes de emprender el regreso. Mantenme la valla abierta.

McCready desapareció por el campo de minas, arrastrándose sobre el vientre, oculto entre las altas hierbas y la espesa maleza. Siegfried esperó a que la luz del foco pasase por encima de él una última vez y se arrastró de regreso al Oeste.

McCready avanzó a gatas por el campo de minas, siguiendo el camino que el hilo de nilón le marcaba. De vez en cuando tiraba de él para asegurarse de que aún estaba firme. Sabía que no vería ninguna mina. Las que allí había no eran las grandes tipo placa, que podían lanzar un camión por los aires, sino minas pequeñas, hechas de plástico y fabricadas contra las personas, invisibles a los detectores de metales, que algunos, en sus intentos de huida, habían tratado de utilizar sin éxito. Las minas estaban enterradas, y se activaban por la presión en la superficie. No explotarían si un conejo o un zorro pasaban por encima, pero eran lo suficiente sensibles como para detectar un cuerpo humano. Y lo bastante potentes como para arrancar una pierna de cuajo, esparcir los intestinos por el aire o vaciar la cavidad pectoral. Con frecuencia no mataban al instante, y dejaban al frustrado prófugo malherido, gritando inútilmente en la oscuridad, hasta que los guardias, acompañados de guías, acudían después de la salida del sol para retirar el cadáver.

McCready vio por encima de su cabeza las enmarañadas ondas de los alambres de espino que marcaban el final del campo de minas. El hilo de pescar lo condujo hasta una depresión plana por debajo de la alambrada. Se dio entonces la vuelta para quedar tumbado de espaldas, con el saco empujó los alambres hacia arriba, valiéndose de los hombros y presionando en el suelo con los talones. Palmo a palmo fue deslizándose por debajo de la alambrada. Por encima de su rostro podía ver las relucientes púas, que hacían esa clase de alambre más doloroso que la navaja de un barbero.

La alambrada tenía una anchura de diez metros, y una altura de dos y medio. Cuando al fin salió a la Zona Oriental, advirtió que el hilo de nilón estaba atado a una fina estaquilla que casi se había salido del suelo. Un tirón más y se hubiera desprendido del todo, haciendo fracasar toda la operación. Enterró bien la estaquilla, la cubrió con un montón de agujas de pino y se fijó en la posición que ocupaba, justo enfrente a la cara posterior del gran pino. Sacó la brújula, la mantuvo delante de él y prosiguió su avance.

Se arrastró siguiendo un ángulo de noventa grados, hasta que llegó a los límites de un sendero. Allí se despojó del mono, lo enrolló alrededor de la brújula y lo ocultó bajo una capa de agujas de pino unos doce metros en el interior del bosque. No podía dejarlo en el sendero abierto al descubierto porque si pasaba algún perro, olería la ropa, con toda seguridad. Partió una rama por encima de su cabeza y la dejó colgando de un saliente en la corteza. Nadie se daría cuenta, pero él, sí.

A su vuelta, sólo tendría que encontrar el sendero y la rama partida para recobrar el mono y la brújula. Un ángulo de doscientos setenta grados le llevaría de nuevo al pino gigante. Dio media vuelta y anduvo hacia el Este. Mientras caminaba, iba tomando nota mental de cada marca: árboles caídos, montones de troncos, revueltas y encrucijadas. Después de un kilómetro y medio salió a una carretera y algo más adelante vio la aguja de la iglesia luterana de Ellrich.

Tal como Siegfried le había advertido, rehuyó esa carretera y se internó por campos de trigo, ya segados, hasta que dio con la carretera que iba a Nordhausen, unos ocho kilómetros más arriba. Eran las cinco en punto de la madrugada. Caminó por el borde de la carretera, dispuesto a lanzarse a la cuneta si un vehículo aparecía en cualquier dirección. Más hacia el Sur confió en que el raído chaquetón, los pantalones de pana, las botas y la gorra con visera, indumentaria habitual de muchos obreros agrícolas alemanes, le harían pasar inadvertido. De todos modos, la población en aquella comarca era tan reducida, que todo el mundo se conocía. Tampoco tenían por qué preguntarle hacia dónde se dirigía, ni mucho menos de dónde venía. A sus espaldas no había ningún lugar del que pudiese venir, a excepción de la localidad de Ellrich o de la frontera.

En las afueras de Nordhausen tuvo un golpe de suerte. Detrás de la cerca medio derruida de una casa a oscuras había una bicicleta apoyada contra un árbol. Mohosa pero utilizable. Sopesó el riesgo que supondría apoderarse de ella con la ventaja de cubrir una cierta distancia más de prisa que sobre dos piernas. Si su pérdida permanecía sin descubrirse durante una media hora, habría merecido la pena. Así que cogió la bicicleta y caminó con ella un centenar de metros, después se montó y se dirigió hacia la estación de ferrocarril. Eran las seis menos cinco. El primer tren para Erfurt saldría en quince minutos.

En el andén de la estación, varias docenas de obreros esperaban para dirigirse hacia el Sur, a su trabajo. McCready colocó sobre la taquilla algo de dinero, compró un billete y se dirigió al tren, que llegaba arrastrado por una vieja locomotora, pero a su hora. Acostumbrado al servicio de cercanías de los ferrocarriles británicos, McCready agradeció esa puntualidad. Dejó su bicicleta en consigna, en el vagón de equipajes, y fue a sentarse en los bancos de madera. El tren se detuvo de nuevo en Sonderhausen, en Greussen y en Straussfurt antes de llegar a Erfurt a las seis horas y cuarenta y un minutos. McCready recogió la bicicleta y pedaleó por las calles que le conducirían hacia la parte oriental de la ciudad, de cuyas afueras partía la carretera nacional número siete en dirección a Weimar.

Poco después de las siete y media, a pocos kilómetros al este de la ciudad, un tractor le adelantó. Arrastraba un remolque plano y lo conducía un hombre algo mayor. Había llevado un cargamento de remolacha azucarera a Erfurt y regresaba a su granja. El anciano aminoró la marcha y se detuvo.

—¡Síeig mal rauf
! —le gritó el campesino, tratando de hacerse oír por encima de los gruñidos del destartalado motor, que expulsaba densas nubes de humo negro.

McCready hizo un gesto de agradecimiento, subió la bicicleta al remolque y se montó en el tractor. El ruido del motor impedía toda conversación, algo que no podía menos que favorecer a McCready, pues, pese a que hablaba un alemán bastante fluido, no poseía ese fuerte acento de la Baja Turingia. En todo caso, el viejo granjero también se sentía feliz de poder chupetear a sus anchas su pipa apagada y conducir. A unos quince kilómetros de Weimar, McCready advirtió la muralla de soldados.

Estaban en la carretera, varias docenas de ellos, y también esparcidos por los campos, a derecha e izquierda. Pudo ver los cascos que protegían sus cabezas, deslizándose entre los maizales. A la derecha se abría un sendero que conducía a una granja. McCready miró hacia ellos. A unos diez metros, toda una fila de soldados avanzaba en dirección a Weimar. El tractor aminoró la marcha y se detuvo ante la barrera. Un sargento se puso a gritar al conductor, ordenándole que apagase el motor. El viejo le devolvió los gritos:

—Si lo hago, lo más probable es que no pueda volver a arrancar. ¿Me empujarán tus muchachos?

El sargento lo reconsideró, se encogió de hombros e hizo señas al viejo granjero para que le mostrase sus documentos. Los inspeccionó, se los devolvió y se acercó adonde estaba sentado McCready.

—Documentación —le dijo.

McCready le entregó su documento de identidad. En él decía que era Martin Kroll, trabajador del campo y empadronado en la circunscripción administrativa de Weimar. El sargento, que era un hombre de ciudad, nacido en Schwerin, al norte de Alemania, se puso a olfatear.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Remolacha azucarera —se apresuró a contestar McCready, el cual no pensaba confesar voluntariamente que era un invitado en el tractor, si nadie se lo preguntaba.

Tampoco le explicó que antes de transportar la remolacha azucarera el remolque había servido para llevar una carga mucho más olorosa. El sargento frunció la nariz, le devolvió la documentación y les hizo señas para que siguieran camino. De Weimar se acercaba un camión que prometía ser mucho más interesante; además, a él le habían ordenado que prestase atención a la gente que trataba de salir del cerco, en especial si se trataba de un hombre de cabello gris y acento renano, no que se ocupase de un maloliente tractor que entraba en el cerco. El tractor siguió por la carretera hasta llegar a un desvío, a unos cinco kilómetros de Weimar, donde se metió por un camino comarcal. McCready saltó a tierra, bajó la bicicleta, dio las gracias con gestos al viejo granjero y pedaleó hacia la ciudad.

Al llegar a las afueras de Weimar, Sam McCready tuvo que avanzar pegado a la cuneta para evitar los camiones cargados de tropas con los uniformes verde y gris del Ejército Nacional del Pueblo, el NVA. También se divisaban algunas salpicaduras de verde brillante, correspondiente a los agentes de la Policía del Pueblo, los
vopos
. Grupos de ciudadanos de Weimar se agolpaban en las esquinas, mirando con curiosidad. Alguien sugirió que era un ejercicio militar; nadie le llevó la contraria. A fin de cuentas, las maniobras son propias de los militares. Era normal, pero no usual en el centro de la ciudad.

A McCready le hubiese gustado llevar un plano de la ciudad, pero no podía permitirse el lujo de que le vieran estudiando uno. No era un turista. Había memorizado su ruta en el plano que había sacado prestado del departamento de Alemania Oriental en Londres, y que había estudiado en el avión durante su viaje a Hannover. Entró en la ciudad siguiendo la Erfurterstrasse, pedaleó todo recto en dirección al casco antiguo y vio, frente a él, el edificio del Teatro Nacional. El asfaltado pavimento se convirtió en adoquinado. Giró a la izquierda para meterse por la Heinrich Heine Strasse y continuó hasta la plaza Karl Marx. Allí desmontó y se puso a empujar la bicicleta, con la cabeza gacha, cuando unos coches de los
vopos
pasaron por su lado en ambas direcciones.

En la plaza Rathenau se puso a buscar la Brennerstrasse, y la encontró en el extremo más alejado de la plaza. Si la memoria no le fallaba, Bockstrasse tendría que estar a la derecha. Y, en efecto, así era. El número catorce correspondía a un viejo edificio que, desde hace muchísimo tiempo hubiese necesitado alguna que otra reparación, al igual que casi todas las casas en el paraíso de Herr Honecker. La pintura y el revocado de las paredes se caían a pedazos y los nombres escritos junto a los ocho timbres estaban borrosos. Pero logró descifrar con algún esfuerzo un único nombre, el del apartamento número tres: Neumann. Metió la bicicleta por el gran portalón de entrada, la dejó en el vestíbulo, de suelo enlosado, y subió las escaleras. Había dos apartamentos en cada planta. El número tres estaba un piso más arriba. Se quitó la gorra, se arregló un poco la chaqueta y pulsó el timbre. Eran las nueve menos diez.

Durante un buen rato nada sucedió. Pero pasados dos minutos, se escuchó el ruido de unos pies que se arrastraban y la puerta se abrió poco a poco. Fräulein Neumann era muy vieja, iba vestida de negro, tenía el cabello blanco y caminaba apoyándose en dos bastones. McCready calculó que le faltaría muy poco para cumplir los noventa. La mujer se le quedó mirando.

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