El manipulador (5 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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—Más despacio —dijo McCready.

El técnico que se encontraba a su lado apretó un botón en el tablero de control y las imágenes de los primeros planos empezaron a pasar con más lentitud. Aquel «imperio del mal» del presidente Reagan (él utilizaría esa expresión más adelante) se asemejaba mucho más a un sanatorio para ancianos decrépitos. Azotados por el aire gélido, los envejecidos y abotargados rostros desaparecían prácticamente tras los cuellos de sus abrigos, los cuales, al llevarlos tan levantados, se juntaban con los grises sombreros de paño o los pardos gorros de piel con los que se cubrían.

El propio secretario general no se encontraba allí. En esos momentos Yuri V. Andropov, director de la KGB de 1963 a 1978, que había llegado al poder a finales de 1982, a raíz de la muerte, demasiado retrasada por lo demás, de Leonid Breznev, se estaba muriendo, muy poco a poco, en la clínica que el Politburó tenía en Kuntsevo. No había sido visto en público desde el anterior mes de agosto, y nunca más volverían a verle.

Chernenko (que sucedería a Andropov a los pocos meses) se encontraba allí, con Gromyko, Kirilenko, Tijonov y ese teórico del Partido de rostro enjuto llamado Suslov. El ministro de Defensa, Ustinov, se encontraba embozado en su gabán de mariscal, con el pecho abarrotado de medallas, al menos las suficientes como para servirle de parabrisas desde la barbilla hasta la cintura. Había también unos pocos lo bastante jóvenes como para ser competentes: Grishin, jefe del Partido en Moscú, y Romanov, jefe de la organización de Leningrado. A un lado se encontraba el más joven de todos, una persona que casi parecía un intruso, un hombre fornido y regordete llamado Gorbachov.

La cámara se acercó para enfocar al grupo de oficiales que rodeaba al mariscal Ustinov.

—¡Alto! —ordenó McCready.

La imagen se quedó congelada en la pantalla.

—A ése —insistió—, al tercero contando por la izquierda. ¿Puedes agrandarlo?, ¿traerlo más cerca?

El técnico se quedó mirando el tablero de mandos y manipuló las teclas con sumo cuidado. El grupo de oficiales se aproximó más y más. Algunos sobrepasaron el punto focal y quedaron borrosos. La persona a la que McCready había señalado se estaba desplazando demasiado hacia la derecha. El técnico regresó tres o cuatro cuadros hasta que la tuvo centrada y la aproximó más. El oficial quedaba medio oculto por la gran figura de un general de las fuerzas especiales de cohetes estratégicos; pero fue el bigote, tan poco común entre los oficiales soviéticos, lo que le identificó. Las charreteras de su gabán indicaban que era
general de División
.

—¡Dios bendito! —exclamó McCready en un susurro—. Lo ha conseguido. Se encuentra allí. —Volvió el rostro hacia el impasible técnico. Y añadió—: Dime, Jimmy, ¿cómo demonios hacemos para conseguir un bloque de apartamentos en California?

—Pues bien, la respuesta más breve a tu pregunta, mi querido Sam —dijo Timothy Edwards dos días después—, es que no podemos. Es imposible. Sé que resulta duro, pero he presentado el asunto ante el Jefe y ante los chicos de finanzas, y resulta que ese tipo es demasiado rico para nosotros.

—Pero su mercancía es de un valor incalculable, no tiene precio —protestó McCready—. Ese hombre vale su peso en oro. Más incluso. Es una mina de platino puro.

—Eso no se discute —replicó Edwards en tono afable. Era unos diez años más joven que McCready, una persona acostumbrada a volar muy alto, con un distinguido rango académico y una saludable fortuna privada. Apenas había sobrepasado los treinta años y ya era asistente del jefe del SIS. Casi todos los hombres de su edad se hubieran dado con un canto en los dientes si hubiesen podido encargarse de la jefatura de alguna dependencia extranjera, dirigiesen algún Departamento o alcanzasen el grado de agente. Y Edwards se encontraba justo debajo del último peldaño, tocando techo como quien dice.

—Mira —prosiguió—, el Jefe ha estado en Washington. Hizo alusión a tu hombre, precisamente en lo que concierne a su posible promoción. Nuestros primos siempre han recibido la mercancía del coronel ruso desde que tú lo contrataste. Y se han regocijado mucho al recibirla. Y ahora, según parece, serían enteramente felices si pudiesen encargarse del hombre, incluyendo lo que cuesta y todo lo demás.

—Es una persona muy quisquillosa, difícil de tratar. Me conoce. No querrá trabajar para nadie más.

—Dejemos eso, Sam. Has sido el primero en reconocer que no es más que un mercenario. Irá donde esté el dinero. Y nosotros recibiremos la mercancía de todas formas. Tienes que darte cuenta que, en el fondo, es un modo agradable de traspasar privilegios.

Edwards hizo una pausa y le dirigió la más encantadora de sus sonrisas.

—Por cierto —prosiguió—, el Jefe quiere verte. Mañana por la mañana, a las diez. No creo que esté sobrepasando mis competencias si te digo que piensa en un nuevo puesto. Un escalafón más arriba. Afrontemos la situación tal como es. A veces, las cosas evolucionan por sí mismas hacia la mejor solución posible. Con Pankratin de vuelta en Moscú sería mucho más difícil para ti acceder a su persona, y ya has cubierto la zona de Alemania Oriental durante muchísimo tiempo. Los Primos están preparados para hacerse cargo de ese caso, y tú tendrás un ascenso bien merecido. La dirección de un Departamento, probablemente.

—Yo soy un hombre de acción —replicó McCready.

—¿Por qué no esperas a oír lo que el Jefe tiene que decirte? —sugirió Edwards.

Veinticuatro horas después, Sam McCready era nombrado director de En-ocu y Op-psi. La CÍA se encargó de supervisar y pagar al general Yevgeni Pankratin.

Julio de 1985

Hacía mucho calor en Colonia ese verano. Los que podían permitírselo habían enviado a sus esposas y a sus hijos a los lagos, a las montañas y a los bosques o a sus villas en las costas mediterráneas, con la intención de reunirse con ellos algo más tarde. Bruno Morenz no disponía de una casa de veraneo. Estaba encadenado a su trabajo. No tenía un sueldo en modo alguno elevado, así como tampoco sería fácil que se lo aumentasen, y al faltarle sólo tres años para acogerse a la jubilación a los cincuenta y cinco, era muy improbable que le concediesen un ascenso dentro de ese plazo.

Bruno se encontraba sentado en la terraza de una cafetería, con el nudo de la corbata flojo y la chaqueta colgada del respaldo del asiento, mientras saboreaba una gran jarra de cerveza de barril. Nadie le dirigía ni una sola mirada al pasar. Había prescindido de su traje de invierno de paño, para otorgar su preferencia a un traje de algodón con rayas en relieve, que se veía mucho más deforme, si es que esto es posible. Se sentaba encorvado sobre la jarra, y, de vez en cuando, se llevaba la mano a la cabeza y se alisaba alguno de los mechones de su espesa cabellera gris hasta que lograba domarlos. No era un hombre vanidoso en lo que atañía a su apariencia personal, pues, de lo contrario, se hubiera preocupado de pasarse de vez en cuando un peine por los cabellos, se hubiera afeitado más a menudo, usado un agua de colonia decente (a fin de cuentas vivía en la ciudad que la inventó) y se hubiera mandado hacer un traje elegante y bien ajustado. Habría tirado a la basura esas camisas con los puños visiblemente raídos y hubiera enderezado los hombros. Entonces su apariencia sería la de una persona con autoridad. Pero Bruno desconocía la vanidad personal.

De todos modos, tenía sus sueños; mejor dicho, había tenido sus sueños. En cierta ocasión, hacía ya mucho tiempo. Y no se habían cumplido. A los cincuenta y dos años, casado y padre de dos hijos ya mayores, Bruno Morenz contemplaba, con expresión melancólica, a los transeúntes que pasaban por la acera. De haber conocido el término, se habría dado cuenta de que sufría de eso que los alemanes denominan
Torschlusspanik
. Ésta es una palabra que no existe en ningún otro idioma, y que expresa el miedo a no tener más oportunidades en la vida, a seguir siendo una solterona para siempre o a quedarse a la luna de Valencia, y que significa, literalmente, «pánico ante las puertas cerradas».

Detrás de la fachada que ese hombre tan extraordinariamente amable ofrecía, que realizaba su trabajo con toda honradez, recibía su modesto salario todos los fines de mes y volvía todas las noches a refugiarse en el seno de su familia, Bruno Morenz era, en realidad, una persona muy desdichada.

Se encontraba encadenado en un matrimonio carente de amor con Irmtraut, una mujer de una imbecilidad bovina, contornos semejantes a los de una patata y que, con el transcurso de los años, había dejado de quejarse de lo bajo que era el salario del marido y de la incapacidad de éste para hacer carrera. En cuanto al empleo de Bruno, sólo sabía que trabajaba para una de esas organizaciones gubernamentales que tienen algo que ver con la Administración, sin que mostrase el más mínimo interés por informarse de algo más al respecto. Si el aspecto de Bruno era descuidado, llevaba los puños de las camisas raídos y los trajes llenos de bolsas y arrugas se debía, en parte, a que Irmtraut había dejado de preocuparse por su ropa. La mujer mantenía más o menos limpio y ordenado el pequeño apartamento que tenían en una prosaica calle del barrio de Porz y servía la cena unos diez minutos después de que él entrara en su casa, semicongelada si su marido se retrasaba.

Su hija Ute se había distanciado de los dos en cuanto hubo terminado sus estudios en el instituto, aduciendo para ello diversas razones de índole política y de tendencia izquierdista (el padre había tenido que someterse a una investigación sobre su persona por parte de los Servicios de Seguridad del Estado debido a las ideas políticas de Ute), y fue a vivir a una especie de madriguera en Dusseldorf con varios hippies que aporreaban la guitarra. Bruno jamás pudo averiguar con cuál de ellos estaba. Su hijo Lutz todavía seguía viviendo en la casa, donde siempre se le podía encontrar tumbado delante del equipo de televisión. Un mozalbete con el rostro plagado de espinillas, al que habían cateado en todos los exámenes a los que se había presentado y que ahora rechazaba todo tipo de educación, así como a ese mundo estúpido que tanta importancia concedía a los estudios. Por ello prefería adoptar la moda
Punk
en el cabello y en el vestir como expresión de su protesta en contra de la sociedad, guardándose mucho de caer en la tentación de aceptar cualquier tipo de empleo que la sociedad tuviera preparado con la intención de ofrecérselo.

Bruno lo había intentado en la vida; en verdad se había esforzado por lograr algo, dando lo mejor de sí mismo, sin tapujos. Había trabajado duro, pagado sus impuestos, mantenido a su familia lo mejor que podía y no había gozado de grandes distracciones a lo largo de su existencia. Al cabo de tres años, treinta y seis meses exactamente, se jubilaría. Celebrarían una fiestecita en la oficina, Aust pronunciaría un discurso, chocarían luego las copas llenas de champán, y él se iría. ¿Para hacer qué? Tendría su pensión y los ahorros de su «otro trabajo», ahorros que había ido acumulando con sumo cuidado en una gran variedad de cuentas, entre medianas y pequeñas, que tenía repartidas por toda Alemania bajo un gran número de seudónimos distintos. En esas cuentas tenía el dinero suficiente, más de lo que nadie podría imaginarse o sospechar siquiera, para comprarse una casa a la que retirarse y para poder hacer lo que
realmente
quería…

Y es que detrás de su amable fachada, Bruno Morenz era también una persona extraordinariamente reservada. Jamás había hablado con Aust ni con cualquier otra persona del Servicio Secreto acerca de su «otro trabajo»; en todo caso, eso estaba prohibido y conduciría al despido instantáneo. Y jamás había hablado con Irmtraut de
ninguno
de sus trabajos, así como tampoco le había contado nada de sus ocultas economías. Sin embargo, ése no era el problema real, tal como él lo veía.

Su problema real era que deseaba sentirse libre. Quería comenzar de nuevo, y como si el destino le hubiese enviado una señal, sabía de qué forma podía hacerlo. Y es que Bruno Morenz, bien entrado en su madurez, se había enamorado, de una manera loca, de la cabeza a los pies. Y lo bueno de todo ese asunto era que Renate, la jovencísima y sorprendentemente cariñosa Renate, sentía el mismo loco amor por él.

Y en aquella tarde de verano, allí, en aquel café, Bruno puso al fin en orden sus ideas. Lo haría. Le contaría que tenía la intención de abandonar a Irmtraut, tras dejarle lo suficiente para vivir, y acogerse a la jubilación anticipada; así se libraría del trabajo y se la llevaría para que viviese una nueva vida a su lado, en una casa de ensueño que tendrían en la región del norte donde él había nacido, junto a la costa.

El problema real de Bruno Morenz, tal como él
no
lo veía, era que no se estaba encaminando hacia una de esas crisis de la mediana edad, sino que ya estaba metido hasta el cuello en una crisis de dimensiones catastróficas. Pero como él no lo advertía, y era un disimulador profesional, no había nadie que se hubiera dado cuenta.

Renate Heimendorf medía algo más de un metro setenta de estatura, tenía veintiséis años, el cabello castaño y era guapa y bien proporcionada. Cuando contaba dieciocho años se había convertido en la amante y el juguete de un acaudalado hombre de negocios que le triplicaba la edad, una relación que había durado cerca de cinco años. Cuando el hombre cayó muerto de repente a causa de un ataque cardíaco, provocado, quizá, por un exceso en la comida, en la bebida, en los habanos y en Renate, resultó que había pasado por alto, de una forma desconsiderada, la necesidad de preocuparse por el futuro de Renate recordándola en su testamento, descuido este que su vengativa esposa no estuvo dispuesta a rectificar.

La chica se las ingenió para saquear el nido de amor que habían tenido en común y que tan ricamente amueblado estaba. Con esto, y con el producto de la venta de las joyas y las baratijas que el otro le había ido regalando durante esos años, logró reunir, después de la liquidación total, una cantidad de dinero bastante respetable.

De todos modos, esa suma no fue lo bastante grande como para que pudiera retirarse a vivir de rentas; ni para que pudiera permitirse el lujo de continuar el ritmo de vida al que se había acostumbrado; tampoco tenía la intención de solicitar un trabajo de secretaria por el que recibiría un miserable salario. Entonces decidió dedicarse a los negocios. Experta en el arte de despertar, con esfuerzo y paciencia, la excitación sexual de un hombre ya mayor, entrado en carnes y no desprovisto de achaques, llegó a la conclusión de que ahí estaba realmente lo único que podía hacer.

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