El Jefe no estaba dispuesto a correr ese riesgo.
—Lo siento, Sam, pero no permitiré en modo alguno que vayas solo. No me importa un comino que sólo haya un uno por ciento de probabilidades de que tengan tu rostro en sus archivos, mi respuesta es no. No pueden cogerte vivo, bajo ningún tipo de circunstancias. No quiero enfrentarme a otro caso como el del pobre Buckley.
Richard Buckley, jefe de la delegación de la CÍA en Beirut, había sido apresado vivo por el Hezbollah. Tuvo una muerte lenta y terrible. Aquellos fanáticos enviaron después a la CÍA una cinta de vídeo en la que vieron, y escucharon, cómo le desollaban vivo. Y, por supuesto, el hombre habló, lo contó todo.
—Tendrás que encontrar a alguien para eso —dijo el Jefe—. Y quiera Dios encargarse de su protección.
Y así fue como Sam McCready se puso a revisar los archivos, día tras día, avanzando y retrocediendo, descartando y sorteando, considerando y rechazando. A veces daba con un nombre, con un «posible» candidato. Y lo comentaba con Timothy Edwards.
—Estás completamente loco, Sam —le dijo Edwards—. Sabes que se trata de una persona inaceptable. Los del MI-5 lo detestan más que a la peste. Nos estamos esforzando por cooperar con ellos, y tú me vienes con una cosa así…, con un renegado. ¡Maldita sea!, es un tránsfuga de pies a cabeza, un individuo capaz de morder la mano que lo alimenta. Jamás le hemos dado empleo.
—Ése es precisamente el quid de la cuestión —replicó Sam con voz serena.
Edwards cambió de argumentos.
—A fin de cuentas, nunca ha trabajado para nosotros.
—Pero podría hacerlo.
—Dame una buena razón para ello.
McCready se la dio.
—Está bien —asintió Edwards—. Por lo que se dice en los archivos, ese hombre es un extraño. El utilizarlo está prohibido. Por supuesto, si… —prosiguió Edwards, mirando a través de la ventana—. Probablemente estás dejándote llevar por uno de tus peculiares instintos.
A veces, con tales palabras se sientan las bases de carreras tan largas como brillantes. Antes de pronunciar la última frase, Timothy Edwards había apagado la grabadora, accionando con disimulo un interruptor colocado bajo su escritorio.
Sam McCready no se forjaba ilusiones acerca del IRA Provisional. Los periodistas de la Prensa sensacionalista, que calificaban a la banda terrorista irlandesa como a un hatajo de idiotas redomados a los que a veces les salían las cosas bien, no sabían de lo que estaban hablando.
Eso pudo ser cierto en los viejos tiempos, a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta, cuando los líderes del IRA eran un puñado de ideólogos de mediana edad, que vestían gabardina, llevaban armas de pequeño calibre y hacían las bombas en garajes de ocultos callejones, utilizando para ello fertilizantes agrícolas. Aquéllos fueron los días en los que aún pudieron ponerlos «fuera de combate» y detenerlos en su trayectoria. Sin embargo, como suele ocurrir con frecuencia, los políticos se habían equivocado, habían subestimado el peligro al creer que quienes ponían las bombas eran sólo una simple prolongación del movimiento por los derechos humanos.
Hacía
ya tiempo que esos días habían pasado. Para mediados de los años ochenta, el IRA se había transformado, convirtiéndose en el grupo terrorista más eficiente del mundo.
Tenían cuatro condiciones sin las cuales ningún grupo terrorista puede mantenerse más de veinte años, tal como ellos habían logrado. En primer lugar, tenían una fuente de apoyo tribal cuya juventud representaba una corriente constante de nuevos reclutas que se calzaban las botas de los muertos y de los que «se habían ido» (a prisión). Pese a que jamás habían tenido más de ciento cincuenta terroristas activos —y probablemente no más del doble de esa cantidad como fuerzas de soporte logístico, dispuestas a facilitar pisos francos, almacenes clandestinos de armas y apoyo en la retaguardia—, y pese a que habían tenido un centenar de muertos y varios centenares de camaradas que «se habían ido», la nueva juventud reclutada acudía constantemente desde las filas de la intransigente comunidad republicana en el Norte y en el Sur para ocupar los puestos de los desaparecidos. La fuente de reclutamiento jamás se secaría.
En segundo lugar, disponían del seguro bastión del Sur, el de la República de Irlanda, desde el cual ponían en marcha las operaciones que habrían de ser realizadas en el Norte gobernado por los británicos. Pese a que muchos de ellos vivían en el Norte, el Sur estaba siempre a mano y cualquier terrorista, perseguido por la ley, podía buscar refugio en él y desaparecer. Si las seis regiones que componen Irlanda del Norte estuviesen solas en una isla, el IRA hubiera sido desmantelado desde muchos años antes.
En tercer lugar, hacían gala de la dedicación y de la crueldad necesarias para no retroceder ante ningún umbral de atrocidad. Con el correr de los años, los viejos hombres de finales de los sesenta se habían ido calmando, al tiempo que alimentaban un fervor idealista en pro de la reunificación de su isla en la única Irlanda Unida regida por leyes democráticas. En lugar de ello, habían aparecido los fanáticos partidarios de la línea dura, hábiles y astutos, educados y adiestrados en el arte de enmascarar su crueldad. La nueva camada se había consagrado a la causa de una Irlanda Unida, pero bajo sus propias reglas y según los principios de Marx, una dedicación que aún lograban ocultar a sus mecenas norteamericanos.
En último lugar, el IRA había logrado garantizar una afluencia constante de fondos, el elemento vital del que se nutre toda acción terrorista o revolucionaria. Durante los primeros días aquello había sido una cuestión de donaciones que se recolectaban en las tabernas de Boston, o del ocasional asalto a un Banco. Pero ya a mediados de la década de los ochenta, los dirigentes del IRA controlaban una amplia red a escala nacional de bares, de bandas dedicadas a garantizar protección y de empresas criminales normales»; todo lo cual arrojaba unos elevados ingresos anuales con los que se podía financiar cualquier campaña terrorista. Y al tiempo que aprendían a recaudar fondos, aprendieron también a velar por la seguridad interna, a respetar las reglas de la clandestinidad, así como la de la división estricta en compartimientos aislados, y la necesidad de que nadie supiese más de lo preciso. Aquellos viejos tiempos, en los que hablaban mucho y bebían aún más se habían sumido en el olvido.
El talón de Aquiles de la organización eran las armas. Disponer de dinero para comprarlas era uno de los aspectos del problema. Pero poder invertir ese dinero en ametralladoras «M-60», en morteros, bazucas o misiles tierra-aire era algo muy distinto. Tuvieron sus éxitos, y también sus fracasos. Habían intentado realizar muchas operaciones para conseguir armas de Estados Unidos; pero, por regla general, los del FBI se les adelantaban. Habían recibido armas del bloque comunista, a través de Checoslovaquia, con el beneplácito de la KGB. Pero desde que Gorbachov había llegado a la cumbre del Soviet Supremo, la buena disposición de los rusos para apoyar las acciones terroristas en Occidente se había desvanecido hasta desaparecer por completo.
McCready sabía que el IRA necesitaba armas; y en caso de que se las ofrecieran, enviarían el mejor y más brillante de sus hombres para que las recogiera. Tales eran los pensamientos de Sam cuando conducía su automóvil a través de la pequeña localidad de Cricklade y cruzaba la línea divisoria que le separaba del Condado de Gloucestershire.
La casa, construida entre los muros de un viejo establo, se encontraba donde le habían indicado que debería de estar. Oculta al fondo de un camino lateral, era una edificación en piedra caliza, que, en otros tiempos, había dado albergue al ganado y al heno. Quienquiera que se hubiese encargado de la transformación de aquel establo en una plácida casa de campo había tenido que trabajar duro y con pericia. Rodeada por una valla de piedra, estaba apuntalada con ruedas de carreta, y en el jardín las flores primaverales relucían. McCready introdujo el automóvil por la entrada de la finca y se detuvo ante la puerta de madera de la casa. Una guapa y joven mujer, que se encontraba arrancando las malas hierbas de un pequeño bancal de flores, dejó a un lado su azadilla y se enderezó.
—¡Hola! —dijo—. ¿Viene usted por lo de las alfombras?
«Vaya —pensó McCready—, ¿así que vende alfombras para procurarse unos ingresos adicionales? Tal vez sea verdad esa información de que sus libros no se venden bien.»
—No, me temo que no —respondió—. En realidad, he venido a ver a Tom.
La sonrisa desapareció de inmediato y una expresión de desconfianza se reflejó en los ojos de la joven, como si ya antes hubiese visto a hombres como ése, inmiscuyéndose en la vida de su esposo y supiese que aquello significaba la aparición de problemas.
—Está escribiendo. En el cobertizo, al otro lado del jardín. Terminará dentro de una hora. ¿No podría usted esperar?
—Por supuesto.
La mujer le sirvió el café en la iluminada sala de estar, con cortinas de cretona, y los dos se dispusieron a esperar. La conversación languideció. Al cabo de una hora un ruido de pasos que llegaban de la cocina. La mujer se levantó de un salto…
—Nikki…
Tom Rowse apareció en el umbral de la puerta, vio al visitante y se detuvo. La sonrisa no desapareció de sus labios, pero sus ojos reflejaron una actitud de extrema vigilancia.
—Cariño, este caballero ha venido a verte. Te hemos estado esperando. ¿Quieres tomar un café?
Tom Rowse no miró a su mujer, mantuvo la vista fija en Sam McCready.
—Por supuesto, me apetece un café.
Ella salió de la sala. McCready se presentó a sí mismo, Rowse tomó asiento. En los informes constaba que tenía treinta y tres años. Pero en ellos no se decía que se veía extraordinariamente joven y fuerte. No necesitaron especificarlo.
Tom Rowse había sido capitán de un regimiento de las Fuerzas Aéreas Especiales. Llevaba tres años fuera del Ejército.
Una vez casado con Nikki, compró un establo en ruinas al oeste de Cricklade. Él mismo lo transformó, trabajando para descargar su furia durante días en los que estuvo peleando con ladrillos y mortero, vigas y tablas, ventanas y tuberías. Había trabajado arduamente para convertir unos campos áridos en fértiles prados, sembrando bancales de flores y construyendo una valla. Todo eso, durante el día; por las noches se había dedicado a escribir.
Era una novela, por supuesto, ya que un libro que no fuese de ficción hubiera topado con la prohibición del
Acta de Secretos Oficiales
. Pero incluso como novela, su primer libro había sido considerado como un ultraje en Curzon Street, sede del Cuartel General del MI-5. El libro hablaba de Irlanda del Norte, y estaba escrito desde el punto de vista de un soldado que operaba en la clandestinidad, y lo cierto era que en esa obra no salían muy bien parados el MI-5 y sus operaciones de contraespionaje.
El sistema británico puede mostrarse extraordinariamente leal para con aquellos que le son leales, pero también tremendamente vengativo contra los que parecen haberse vuelto contra él. La novela de Tom Rowse encontró al fin un editor, y hasta obtuvo un éxito modesto para tratarse de la primera novela de un autor desconocido. Sus editores le habían encargado un segundo libro, en el que estaba trabajando de momento. Pero los de Curzon Street habían hecho correr la voz de que Tom Rowse, antiguo capitán de la SAS, era un renegado, un hombre que se había situado fuera de los límites establecidos, alguien con quien no se debería tener el más mínimo contacto, ni abordar ni ayudar en forma alguna. Tom estaba enterado de ello, pero no le importaba un comino. Él se había construido un mundo nuevo, con su nueva casa y nueva esposa.
Nikki les sirvió el café, advirtió qué tipo de aire se respiraba y salió del aposento. Ella era la primera esposa de Rowse, pero éste no era su primer marido. Cuatro años antes, Rowse, agazapado tras un camión en una callejuela de West Belfast, vigilaba a Nigel Quaid cuando éste, con pasos vacilantes, avanzaba como un gigantesco cangrejo blindado hacia el «Ford Sierra» rojo situado a unos cien metros calle abajo.
Rowse sospechaba que había una bomba en el maletero del coche. Una explosión controlada hubiese bastado para terminar con aquel asunto, pero el alto mando deseaba que la bomba fuese desactivada a ser posible. Los británicos conocen la identidad de todos los agentes del IRA en Irlanda que se dedican a fabricar bombas, ya que cada uno deja su «firma» personal en la forma como la bomba está configurada. Y esa firma salta en pedazos si la bomba explota; pero si ésta puede ser recuperada mediante la desactivación, proporciona una buena cosecha de información: de dónde procede el explosivo, el origen del fulminante, del detonador, e, incluso, alguna huella dactilar. De todos modos, aun sin huellas, es posible deducir la identidad de las manos que la han fabricado.
Así que Quaid, su viejo amigo de la infancia, al que conocía desde su época de escolar, tuvo que colocarse la pesada armadura, que apenas le permitía caminar, con el fin de llegar hasta el automóvil, abrir el maletero e intentar desactivar el dispositivo de antimanipulación. Pero su amigo fracasó. Abrió el maletero, pero el dispositivo en cuestión estaba sujeto con cinta adhesiva en el reverso de la puerta. Quaid había mirado hacia el fondo del maletero, con lo que perdió unas décimas de segundo. Cuando la luz del día incidió sobre la célula fotoeléctrica, la bomba estalló. Pese a la armadura que le cubría, la explosión le voló la cabeza.
Rowse había confortado a la joven viuda. Sus atenciones se convirtieron en afecto; y el afecto, en amor. Cuando Tom Preguntó a Nikki si quería casarse con él, ella puso una condición. Dejar Irlanda, salirse del Ejército. Y al ver a McCready, ella sospechó de inmediato que algo ocurría, ya que antes había visto también a hombres como él. Serenos, siempre ese tipo de hombres serenos. Había sido uno de ellos el que visitó a Nigel y le pidió que se fuese a un callejón en West Belfast. Afuera, en el jardín, la mujer cavó con furia el bancal, escardando las malas hierbas, mientras su marido conversaba con el hombre sereno.
McCready habló durante diez minutos. Rowse le escuchó. Y cuando el hombre mayor hubo terminado su exposición, el antiguo soldado le dijo:
—Mira hacia afuera.
McCready lo hizo. Los exuberantes campos de labranza se extendían hasta el horizonte.
Un pájaro trinó.