La chica se retorcía de risa en la cama, soltando alegres y sonoras carcajadas.
—No puedo esperar, amor mío. Será una vida maravillosa. ¿Quieres intentarlo de nuevo? Quizá funcione esta vez.
Si Renate hubiese sido una persona diferente, hubiera procurado desilusionar poco a poco a ese hombre mayor, explicándole que no tenía la más mínima intención de permitir que nadie la alejase de «todo eso», y mucho menos para ir a parar a un muelle sombrío, azotado por los vientos, en la dársena de Bremerhaven. Pero le divertía postergar el momento de la decepción de Bruno, para que sus futuros padecimientos fuesen incluso mayores.
Una hora después de que esa conversación tuviese lugar en Colonia, un «Jaguar» negro, que avanzaba a toda velocidad por la Autopista M3, tomaba una desviación y se metía por las tranquilas carreteras comarcales de Hampshire, no muy lejos del pequeño pueblo de Dummer. Era el automóvil personal de Timothy Edwards, y lo conducía el chófer que el Servicio Secreto le había asignado. En el asiento de atrás se encontraba Sam McCready, al que habían arrancado de sus habituales placeres dominicales en el apartamento que tenía en Abingdon Villas, al oeste de Londres, cuando recibió la llamada telefónica del asistente jefe.
—Mucho me temo que no hay otra alternativa, Sam. Es muy urgente.
Cuando recibió la llamada, se encontraba disfrutando de un prolongado baño caliente, con el agua hasta el cuello como a él le gustaba, mientras escuchaba a Vivaldi, y con los periódicos dominicales esparcidos por todo el suelo de la sala de estar. Tuvo el tiempo justo de ponerse a toda prisa una camisa deportiva y unos pantalones de pana y de echarse una chaqueta por encima antes de que John llamase a la puerta. Había ido a recoger el «Jaguar» del estacionamiento de vehículos oficial.
El coche se metió por un caminillo de grava de acceso a una mansión rural de estilo georgiano y se detuvo ante la fachada principal. John se apresuró a descender del automóvil para ir a abrirle la portezuela a Sam, pero éste se lo impidió. Sam McCready odiaba ser tratado con zalamerías.
—Me encargaron que le dijera que estarían en la parte de atrás de la casa, señor, en la terraza —le comunicó John.
McCready examinó la mansión. Hacía unos diez años, Timothy Edwards había contraído matrimonio con la hija de un duque, el cual fue lo bastante considerado como para estirar la pata a comienzos de su edad madura y dejar a sus dos herederos, el nuevo duque y Lady Margaret, extensas tierras y una cuantiosa fortuna. Lady Margaret recibió unos tres millones de libras esterlinas. McCready calculó que la mitad de aquella suma tendría que estar invertida ahora en ese magnífico palacete de la heredad de Hampshire. Rodeó la casa y se encaminó hacia las columnas del patio de la parte posterior.
Había cuatro sillas de mimbre puestas en círculo; tres de ellas, ocupadas. A un lado, en una mesa de hierro blanca, el almuerzo estaba servido para tres. No cabía duda de que Lady Margaret se encontraría dentro de la casa. Nadie comía. No se hubiesen atrevido a hacerlo. Los dos hombres sentados en las sillas de mimbre se pusieron de pie.
—¡Oh, Sam, qué alegría que hayas podido venir! —exclamó Edwards.
«Esto es realmente pasarse —pensó McCready—, no me ha dejado otra maldita alternativa».
Edwards se quedó mirando a McCready y se preguntó, no por primera vez, por qué ese compañero de trabajo de tan extraordinaria inteligencia, insistía en acudir a la fiesta que se daba en una mansión rural de Hampshire —aunque no tuviera la intención de quedarse mucho tiempo—, vestido como si fuese el jardinero. Edwards, por su parte, calzaba unos relucientes zapatos, vestía unos impecables pantalones color canela de raya perfecta, una camisa de seda y un pañuelo anudado al cuello.
McCready, a su vez, también se le quedó mirando, y se preguntó por qué Edwards insistía siempre en llevar escondido un pañuelo dentro de su manga izquierda. Ésta era una costumbre del Ejército y que había surgido en los regimientos de Caballería debido a que sus oficiales llevaban unos calzones tan ajustados que el bulto de un pañuelo en el bolsillo podría haber causado en las damas la impresión de que se habían acicalado demasiado. Sin embargo, Edwards nunca había estado en la Caballería, ni en ningún otro regimiento. Había llegado de Oxford al Servicio Secreto.
—No creo que conozcas a Chris Appleyard —dijo Edwards cuando un estadounidense de elevada estatura tendía su mano a McCready.
El hombre tenía el aspecto correoso de un vaquero tejano.
En realidad había nacido en Boston. El aspecto correoso le venía de los cigarrillos
Camel
que se fumaba encadenados. Su rostro no estaba bronceado por el sol, sino que tenía una tonalidad algo extraña.
«Así que por eso están comiendo aquí afuera —reflexionó Sam—. A Edwards no le gustaría ver sus
Canalettos
recubiertos de nicotina».
—Me temo que no —dijo Appleyard—. Es un placer saludarte, Sam. Estoy enterado de tu reputación.
McCready sabía quién era el otro, por el nombre y por fotografías; subdirector de la División europea de la CÍA. La mujer que ocupaba la tercera silla se inclinó hacia delante y le tendió la mano.
—¡Hola, Sam! ¿Qué tal te encuentras últimamente?
Claudia Stuart todavía era, a sus cuarenta años, una mujer extraordinariamente atractiva. Mantuvo la mirada y la mano de Sam un poco más de tiempo de lo que hubiese sido necesario.
—Muy bien, Claudia, gracias. Estupendamente.
Los ojos de la mujer le dijeron que no le creía. A ninguna mujer le agrada pensar que el hombre con el que en cierta ocasión compartió su cama ha podido recobrarse de tal experiencia.
Algunos años antes, en Berlín, habían tenido una relación corta pero ardiente. Ella estaba en las oficinas de la CÍA en Berlín Occidental; él había ido de visita. Sam jamás le habló de su misión allí. En aquel tiempo estaba dedicado a la tarea de reclutar al entonces coronel Pankratin. Eso Claudia lo supo mucho después. Ella se hizo cargo del general.
A Edwards no le había pasado por alto ese lenguaje corporal. Se preguntó qué habría detrás de todo eso, y se planteó la hipótesis correcta. Nunca dejaba de admirarle el hecho de que Sam gustase a las mujeres. Era tan… desaliñado. Se decía que algunas de las chicas de la Century House se hubieran sentido felices si hubiesen podido arreglarle la corbata, cosido un botón o hecho algunas otras cosas más por él. Edwards encontraba todo eso inexplicable.
—Siento mucho lo de May —dijo Claudia.
—Gracias —contestó McCready.
May. Su esposa. Hacía tres años que había muerto. May, que se había quedado esperando todas aquellas largas noches durante los primeros días, que siempre se encontraba en casa cuando él volvía de una incursión al otro lado del Telón, que jamás le preguntó, y jamás se quejó. La arteriosclerosis múltiple puede actuar con rapidez o con lentitud. En May actuó rápidamente. En un año se encontró atada a una silla de ruedas; dos años después había muerto. Desde entonces, Sam había vivido solo en el apartamento de Kensington. Gracias a Dios que su hijo se encontraba a la sazón en el colegio y fue llamado con el tiempo justo para poder asistir a los funerales. No tuvo que presenciar los sufrimientos de su madre ni la desesperación de su padre.
El mayordomo —McCready pensó que debía de ser un mayordomo— se presentó con unas copas de champán en una bandeja. McCready enarcó una ceja. Edwards susurró algo al oído del criado; y éste salió y volvió al poco rato con una jarra de cerveza. McCready dio unos sorbos y la saboreó. Los demás se le quedaron mirando. Cerveza ligera dorada. Una marca conocida. Producto extranjero. McCready dio un suspiro. Hubiese preferido la típica cerveza británica, espesa y amarga, servida a temperatura ambiente, aromatizada con las maltas escocesas y el lúpulo del Condado de Kent.
—Tenemos un problema, Sam —dijo Appleyard—. Claudia te lo contará.
—Se trata de Pankratin —comenzó ella—. ¿Te acuerdas de él?
McCready se quedó contemplando su cerveza y asintió con la cabeza.
—En Moscú hemos mantenido el contacto con él casi con cuentagotas. Siempre a una prudente distancia. Y muy escasos contactos personales. Hemos recibido una mercancía fantástica, y a unos precios bastante razonables. Pero apenas ha habido encuentros personales. Y ahora nos ha venido un mensaje. Un mensaje urgente.
Se produjo un silencio embarazoso. McCready alzó la mirada y miró a Claudia con atención.
—Dice que ha conseguido una copia no registrada del
Manual de guerra del Ejército soviético
. Todo el orden de batalla. Para el conjunto del frente occidental. Queremos tenerlo, Sam; es muy urgente.
—Pues id a buscarlo —dijo él.
—Pero esta vez no quiere utilizar un buzón falso. Aduce que el paquete es demasiado voluminoso. No lo cree conveniente. Resultaría demasiado llamativo. Quiere entregárselo sólo a alguien que conozca y en quien confíe plenamente. Desea que seas tú.
—¿En Moscú?
—No, en Alemania Oriental. Muy pronto hará una gira de inspección por allí que durará una semana. Quiere efectuar la entrega en una zona muy al sur de Turingia, cerca de la frontera con Baviera. Su gira le llevará por el Sur y por el Oeste, a través de Cottbus, Dresde, Kart-Marx-Stadt, Gera y Erfurt. Después regresará a Berlín, el miércoles por la noche. Quiere que el encuentro tenga lugar el martes por la noche o el miércoles por la mañana. No conoce la zona. Desea usar algún apartadero. Por lo demás, lo ha planeado todo a la perfección, ya sabe cómo se escurrirá para acudir a la cita…
—Creo que debo indicar que Sam no puede ir de momento —dijo Edwards, interrumpiendo a Claudia—. Ya se lo he mencionado al Jefe, y éste se ha mostrado de acuerdo. Sam ha sido condenado a muerte por la policía secreta de Alemania Oriental.
Claudia enarcó las cejas.
—Eso quiere decir, amor, que si me pescan de nuevo por allí, esta vez no habrá ningún amable intercambio de espías en la frontera.
—Lo interrogarán y lo fusilarán —añadió Edwards innecesariamente.
Appleyard dio un silbido.
—Pero muchacho, eso va en contra de todas las reglas —dijo—. Habrás hurgado a fondo en su avispero.
—Uno hace lo mejor que puede… —dijo Sam en tono melancólico—. Por cierto, si bien es verdad que yo no puedo ir, conozco a alguien que sí puede hacerlo. Timothy y yo estuvimos hablando de él la semana pasada cuando almorzamos en el club.
Edwards casi se asfixia con el trago de champán que tenía en la boca.
—¿
El Duendecillo
? —preguntó al recuperarse—. Pero si Pankratin dice que se entrevistará sólo con alguien a quien conozca.
—Conoce muy bien al
Duendecillo
—replicó Sam—. ¿Recuerdas que te conté cuánto me había ayudado en los primeros tiempos? Allá, por el ochenta y uno, cuando recluté al coronel, nuestro
Duendecillo
tuvo que encargarse de él y cuidarlo hasta que yo pude pasar. Hoy en día, el general siente un gran aprecio por
el Duendecillo
. Se acordará de él y le entregará el manual. Nuestro ruso no tiene un pelo de tonto.
Edwards se arregló el pañuelo que llevaba al cuello.
—Está bien, Sam —asintió—. Pero que sea la última vez.
—El asunto es muy peligroso y los riesgos muy grandes. Quiero una recompensa para nuestro amigo. Diez mil libras esterlinas.
—Concedidas —dijo Appleyard sin un titubeo; luego sacó de su bolsillo una hoja de papel y añadió—: Aquí están los detalles que Pankratin ha ideado para la forma en que se llevará a cabo el encuentro. Necesitamos dos lugares opcionales. El del encuentro y el de reserva por si el primero falla. ¿Puedes darnos a conocer en el plazo de veinticuatro horas los lugares de la carretera que hayas elegido? Nosotros se los comunicaremos.
—No puedo obligar al
Duendecillo
a que vaya —advirtió McCready—. Trabaja por su cuenta, no es un empleado mío.
—Trata de conseguirlo, Sam, por favor. Inténtalo —pidió Claudia.
Sam se puso en pie.
—Por cierto —dijo—, ese
martes
… ¿en qué semana cae?
—En ésta no, en la próxima —dijo Appleyard—. Dentro de ocho días.
—¡Dios mío! —murmuró McCready.
Lunes
Sam McCready se pasó casi todo el día estudiando mapas a gran escala y fotografías. Había vuelto a visitar a sus viejos amigos del Departamento de Alemania Oriental para pedirles unos favores. Ellos se mostraron muy celosos de su territorio, pero también complacientes —él tenía la autoridad—, y no eran tan tontos como para preguntar al director del Departamento de Engaño, Ocultación y Operaciones Psicológicas qué era lo que estaba buscando.
A eso de la media tarde, ya había localizado dos puntos que podrían servir para el caso. Uno de ellos era un apartadero resguardado de la carretera nacional siete de Alemania Oriental, la cual corre en dirección este-oeste, paralela a la Autopista E-40. Esa carretera angosta pasa a la izquierda de la ciudad industrial de Jena y se dirige a la localidad algo más rural de Weimar, para cruzar luego la llanura en dirección a Erfurt. El primer apartadero de emergencia que encontró fue justo al oeste de Jena. El segundo se hallaba en la misma carretera, pero a mitad de camino entre Weimar y Erfurt, ni a cinco kilómetros de distancia de la base soviética de Nohra.
Si el general ruso se encontraba en algún sitio entre Jena y Erfurt durante su gira de inspección en el martes y el miércoles de la otra semana, sólo tendría que hacer una pequeña carrera para trasladarse a cualquiera de los dos lugares de encuentro. A las cinco de la tarde, Sam McCready presentaba su proyecto a Claudia Stuart en la Embajada de Estados Unidos, situada en la plaza Grosvenor. Un mensaje cifrado partió en seguida para el Cuartel General de la CÍA en
Langley
, Virginia; allí dieron su aprobación y transmitieron el mensaje al contacto que Pankratin tenía asignado en Moscú. La información fue depositada en uno de esos buzones llamados «de destinatario único», detrás de un ladrillo suelto en el cementerio de Novodevichi, a primeras horas de la mañana del día siguiente. El general Pankratin la recogió, cuatro horas más tarde, cuando se dirigía, por su camino habitual, hacia el Ministerio.
Y ese mismo lunes, antes de caer la tarde, McCready envió un mensaje cifrado a la filial del SIS en Bonn, donde el hombre que lo leyó lo destruyó de inmediato, descolgó el teléfono y realizó una llamada local.