Antes de dirigirse en el coche hacia Hanhwald estuvo haciendo algunas compras por el centro de la ciudad; adquirió unos buenos filetes de ternera, verduras frescas y una botella de un exquisito clarete francés. Pensaba preparar una sabrosa cena cuando llegase al piso de Renate; le gustaba cocinar. Su última adquisición fue un gran ramo de flores.
Tal como solía hacer siempre, aparcó su
Opel Kadett
a la vuelta de la esquina de la calle de Renate y recorrió a pie el resto. No había telefoneado para decirle que iría. Quería darle una sorpresa. Con el ramo de flores. A la joven le gustaría. Al llegar a la puerta del edificio una señora salía en ese momento, por lo que no necesitó pulsar el timbre del portero automático para avisar a Renate. Mejor que mejor, sería una verdadera sorpresa. Bruno tenía su propia llave del apartamento.
Entró en el piso con todo sigilo para que la sorpresa fuese más divertida. El saloncito estaba en silencio. Abría la boca para gritar: «Renate, cariño, soy yo…», cuando escuchó una carcajada de la joven. Bruno sonrió. Estaría viendo los dibujos animados en la televisión. Bruno se deslizó en silencio hacia la salita. Estaba vacía. Las carcajadas se repitieron de nuevo, del fondo del pasillo, en el cuarto de baño. Se dio cuenta entonces, maldiciéndose por su estupidez, de que la joven podría estar con un cliente. No se le había ocurrido llamar antes para cerciorarse. Pero también se dio cuenta entonces de que si ella tenía algún cliente, se encontraría en el dormitorio
de trabajo
, con la puerta cerrada, y que aquella habitación era a prueba de ruidos. De nuevo estaba a punto de llamarla, cuando escuchó las risas de otra persona, y eran las de un hombre. Morenz cruzó la salita y se adentró en el pasillo.
La puerta del dormitorio se encontraba entreabierta unos centímetros, y la rendija que quedaba libre estaba a oscuras porque una de las grandes puertas del armario empotrado en la pared, que también estaban abiertas, la tapaba. Bruno vio abrigos esparcidos por el suelo del pasillo.
—¡Pero qué pedazo de imbécil! —dijo la voz masculina—. ¿Así que cree realmente que piensas casarte con él?
—El muy cretino está convencido de ello. Estúpido hijo de puta. ¡Fíjate bien en él!
Era la voz de Renate.
Morenz depositó el ramo de flores y las bolsas de la compra en el suelo y avanzó por el pasillo. Estaba simplemente asombrado. Con gran cuidado cerró las puertas del armario para poder pasar, y empujó suavemente la puerta del dormitorio con la punta del pie.
Renate estaba sentada al borde de la ancha cama de matrimonio, cubierta con sábanas negras, fumándose un canuto. La atmósfera apestaba a marihuana. Repantigado a sus anchas sobre la cama se encontraba un hombre al que Morenz no había visto nunca. Un joven delgado y fuerte, que vestía téjanos y una chaqueta de cuero de motorista. Los dos advirtieron el movimiento de la puerta y se levantaron de la cama, el hombre lo hizo de un salto, que le llevó a caer de pie detrás de Renate. De facciones vulgares, tenía el cabello rubio ceniza. Al parecer, a Renate, en su vida privada, le gustaba ese tipo de hombres llamados «tipos duros», y el que estaba junto a ella, su amante regular, era lo más
duro
que se podía encontrar.
Morenz había advertido ya el parpadeo de la señal del vídeo en el equipo de televisión colocado cerca de los pies de la cama. Ningún hombre de mediana edad se ve muy digno mientras hace el amor, y mucho menos si el acto sexual no está concebido para él. Morenz se quedó mirando su propia imagen en la pantalla del televisor, experimentando por dentro una creciente sensación de vergüenza y desesperación. Renate aparecía con él en la película, y a veces miraba por encima del hombro de Bruno, lo que aprovechaba para dirigir toda suerte de gestos de burla y menosprecio hacia donde se hallaba la cámara. Tal había sido, por lo visto, la causa de todas aquellas risotadas.
Renate estaba frente a Bruno completamente desnuda, pero se recobró de su sorpresa con bastante rapidez. Su rostro se contrajo en una mueca de ira. Cuando se puso a hablar, no lo hizo en el tono al que él estaba acostumbrado, sino con los gritos propios de una verdulera.
—¿Qué coño haces aquí?
—Quería darte una sorpresa —balbuceó él.
—¡Joder, pues vaya mierda de sorpresa que me has dado! Y ahora lárgate. Vuélvete a tu casa, junto al estúpido saco de patatas que tienes en Porz.
Morenz contuvo la respiración.
—Lo que me hiere en realidad es que podías habérmelo dicho —repuso él—. No tenías ninguna necesidad de hacerme quedar como un payaso. Porque yo te amaba de verdad.
El rostro de Renate estaba descompuesto por la ira.
—¿Te he hecho quedar? —escupió ella las palabras—. Pero si no necesitas ayuda para eso. Tú
eres
un payaso. Un viejo payaso gordo. En la cama y fuera de ella. ¡Y ahora lárgate!
Y en ese momento fue cuando él la golpeó. No le dio un puñetazo, sino una bofetada con la palma de la mano, en una mejilla. Algo se revolvió en su interior y le pegó. El golpe hizo que ella perdiese el equilibrio. Bruno era un hombre grande, y la bofetada hizo que Renate cayera al suelo.
Lo que el hombre rubio estaba pensando al respecto, Morenz jamás lo supo. En realidad, Bruno estaba a punto de dar media vuelta y marcharse. Pero el chulo se metió la mano debajo de la chaqueta. Parecía que iba armado. Morenz sacó su pistola, pensando que tenía el seguro puesto. Tenía que haberlo estado. Lo único que él pretendía era que el chulo pusiese las manos en alto para después dejarlo ir. Pero el otro sacó una pistola. Morenz apretó el gatillo. Tal vez la
Walther
estuviese llena de polvo, pero disparó.
En el campo de tiro, Morenz no podía dar ni a la puerta de un corral. Y hacía años que no había estado en él. Los verdaderos tiradores se ejercitan casi cada día. Pero también está lo que se llama la suerte del principiante. Ese único disparo acertó al chulo en el centro del corazón, a cinco metros de distancia. El hombre sufrió una convulsión y su rostro se contrajo en una mueca de incredulidad. Sin embargo, fuese una reacción refleja de los nervios o no, el caso es que alzó el brazo derecho con su
Beretta
empuñada. Morenz apretó el gatillo de nuevo. Renate eligió ese preciso momento para levantarse del suelo. El segundo tiro disparado por Bruno la acertó en la coronilla. La habitación, insonorizada, había permanecido cerrada durante todo aquel altercado, ningún ruido había salido de allí.
Morenz permaneció de pie durante unos minutos, contemplando los dos cuerpos. Se sentía aturdido y algo mareado. Por último salió del dormitorio y cerró la puerta detrás de él. No echó la llave. Estaba a punto de pasar por encima de las ropas para dirigirse a la sala, cuando se le ocurrió preguntarse, incluso en el estado de atontamiento en que se encontraba, qué hacían esas prendas tiradas por el suelo. Miró dentro del armario empotrado en la pared y advirtió que uno de los paneles del fondo parecía estar suelto. Entonces tiró de ese panel hacia él…
Bruno Morenz se pasó otros quince minutos en el apartamento antes de abandonarlo de una manera definitiva. Se llevó la cinta de vídeo de sí mismo, la comida que había comprado, el ramo de flores y una bolsa de lona que no le pertenecía. Después no pudo explicarse por qué había hecho algo así. A unos tres kilómetros de Hahnwald se desembarazó de la comida, del vino y de las flores, arrojándolo todo en diversos contenedores de basura situados al borde de la carretera. Luego condujo durante casi una hora, aminoró la marcha al pasar por el puente de Severin, tiró desde el coche al Rin la cinta de vídeo y la pistola; después regresó a Colonia, depositó la bolsa de lona en un casillero automático y, por último, emprendió el camino de vuelta a casa, dirigiéndose a Porz. Cuando entró en el cuarto de estar a las nueve y media, su mujer no hizo comentario alguno.
—Mi viaje de negocios con el director ha sido postergado —dijo—. Así que, en vez de irme ahora, saldré el lunes por la mañana muy temprano.
—¡Oh, qué bien! —replicó la mujer.
Bruno Morenz pensaba a veces que si una tarde de ésas dijese, al regresar de la oficina:
«Hoy he ido de cacería a Bonn y he matado a tiros al canciller Kohl
», ella seguiría respondiendo: «¡
Oh, qué bien
!».
El almuerzo se le antojó incomestible, por lo que no probó ni un bocado.
—Voy a salir a beber algo —dijo.
La mujer cogió una nueva barra de chocolate, ofreció un trozo a Lutz, y madre e hijo siguieron viendo la televisión.
Bruno se emborrachó esa noche. Había estado bebiendo solo. Advirtió que las manos le temblaban y que se ponía a sudar por todos los poros de su cuerpo. Pensó que estaba a punto de pescar uno de esos resfriados de verano. O quizá fuese una gripe. Él no era médico y tampoco había alguno que lo atendiera. Así que nadie podía decirle que estaba al borde de sufrir un fuerte ataque de nervios.
Sábado
La comandante Ludmilla Vanavskaya llegó al aeropuerto de Berlín-Schbnefeld y fue conducida en un coche sin distintivo oficial al Cuartel General de la KGB en Berlín Oriental. Se interesó por el paradero del hombre al que estaba vigilando. Supo que se encontraba en Cottbus, camino de Dresde, rodeado de oficiales, trasladándose en un convoy militar, y fuera de su alcance. El domingo habría llegado a Kart-Marx-Stadt; el lunes, a Zwickau y el martes, a Jena. Los poderes de vigilancia de la comandante no se extendían a Alemania Oriental. Hubiera podido ampliarlos, pero esto hubiese requerido nuevos trámites burocráticos.
«Siempre el maldito papeleo», pensó irritada.
Domingo
Sam McCready regresó de nuevo a Alemania y se pasó el día conferenciando con la dirección del SIS en Bonn. Al caer la tarde se hizo cargo de un «BMW», guardó toda la documentación que necesitaba y partió para Colonia. Allí se hospedó en el hotel
Holiday Inn
, en las inmediaciones del aeropuerto, donde alquiló, y preparó, una habitación para dos noches.
Lunes
Bruno Morenz se levantó de la cama mucho antes que su familia, metió su equipaje en un pequeño bolso de viaje, a sabiendas de que no tendría que utilizarlo, y salió silencioso de la casa. Llego al
Holiday Inn
alrededor de las siete de la madrugada de ese luminoso día de septiembre y se reunió con McCready en la habitación de este. El inglés ordenó que le sirvieran allí mismo un desayuno para dos. Cuando el camarero se hubo retirado, extendió sobre una mesa un mapa de carreteras en el que aparecían tanto la occidental como la oriental.
—Primero nos ocuparemos de la ruta —dijo McCready—. Mañana saldrás de aquí a las cuatro de la madrugada. Es un trayecto largo, así que tómatelo con calma, por etapas. Cogerás aquí mismo la E-35 dirección Bonn y pasarás por Limburg y Francfort. Ahí te desviarás a la izquierda, cogerás la E-41 y la E-45 y dejarás atrás Wurzburgo y Nuremberg. Al norte de Nuremberg te meterás a la derecha por la E-51, pasarás Bayreuth y te dirigirás a la frontera. Éste es el punto por el que habrás de cruzar la frontera, en las cercanías de Hof. En la estación fronteriza del puente del Saale. Se trata de un viaje de unas seis horas de duración. Trata de estar allí alrededor de las once. Yo habré llegado antes que tú y me ocuparé de que te cubran. ¿Te sientes bien?
Aun cuando se había quitado la chaqueta, Morenz sudaba.
—Aquí hace mucho calor —replicó.
McCready dio vueltas al botón del aire acondicionado y lo puso en «baja temperatura».
—Pasada la frontera sigues recto dirección norte hasta el cruce de Hermsdorf, Allí giras a la derecha, te metes por la E-40, que te llevará hacia el Oeste. A la altura de Mellingen dejas la autopista y te diriges a Weimar. Dentro de esa población buscarás la carretera nacional siete y volverás a viajar en dirección oeste. A unos siete kilómetros al oeste de la ciudad, a la derecha de la carretera, hay un área de estacionamiento…
McCready le mostró entonces una fotografía muy ampliada de esa parte de la carretera, tomada desde un avión en vuelo, pero con un ángulo muy agudo, ya que el aparato se encontraba dentro del espacio aéreo bávaro. Morenz pudo ver el angosto estacionamiento, algunas casitas de campo, e incluso pudo distinguir los árboles que daban sombra al sendero de guijarros que había sido elegido como el lugar de su primer encuentro:
Poco a poco, con gran meticulosidad, McCready le fue explicando el método que debería utilizar para la cita y lo que tendría que hacer en el caso de que ese primer encuentro fallase, cómo y dónde pasar la noche y dónde y cuándo tendría que asistir a su segundo encuentro con Pankratin. A media mañana hicieron un descanso para tomar un café.
A las nueve de la mañana de ese mismo día, Fräu Popovic llegó al apartamento de Hahnwald para comenzar su labor. Era la mujer de la limpieza, una trabajadora, emigrante yugoslava, que iba allí todos los días de nueve a once de la mañana. Tenía sus propias llaves de la entrada del edificio y del apartamento. Sabía que a
Fräulein
Heimendorf le gustaba dormir hasta tarde, por lo que la mujer empezaba siempre por los demás cuartos de la casa y dejaba el dormitorio para el final; así la señorita podía levantarse a las diez y media. Entonces arreglaba el dormitorio de la dama. Jamás había entrado en la habitación cerrada al final del pasillo. Renate le había dicho, y así lo había creído ella, que se trataba de un cuarto pequeño, donde almacenaba trastos viejos. No tenía ni idea de lo que su patrona hacía para ganarse la vida.
Esa mañana empezó por la cocina, continuó por la salita y siguió con el pasillo. Estaba pasando la aspiradora por este pasillo y había llegado al final del mismo, cuando advirtió en el suelo, junto a la puerta del cuarto cerrado, lo que se le antojó ser unas enaguas de seda parda. Se agachó para recogerlas, pero se encontró con que no eran ningunas enaguas de seda, sino una gran mancha marrón, ya reseca y dura, que parecía salir por debajo de la puerta. Maldijo su suerte cuando pensó en el trabajo adicional que le daría restregar todo aquello. Volvió a la cocina por un cubo con agua y un cepillo. Mientras trabajaba de rodillas en el suelo, tratando de quitar aquella mancha, se golpeó contra la puerta. Para su gran sorpresa, ésta se movió. Agarró el pestillo y encontró que no estaba cerrado con llave.
Y como hasta ese momento la mancha había resistido todos sus esfuerzos por eliminarla, y pensando en que eso podría repetirse, abrió la puerta para ver qué estaría derramándose. Segundos más tarde corría escaleras abajo, dando gritos, para ir a aporrear a la puerta del apartamento de la planta baja y despertar así al perplejo librero jubilado que vivía allí. El hombre no subió al piso de arriba, pero descolgó el teléfono, marcó el ciento diez, el número de las emergencias, y preguntó por la Policía.