Rowse voló de Viena a Roma y desde allí a la capital de Malta. A los dos días de su llegada —no había necesidad de echárseles en los brazos, como McCready había apuntado— presentó su solicitud en la Oficina del Pueblo con el fin de obtener un visado para visitar Trípoli. El motivo que adujo fue el deseo de buscar datos para un libro que pensaba escribir sobre los sorprendentes avances que la
Jamahariya
del Pueblo había realizado. Recibió el visado en veinticuatro horas.
A la mañana siguiente, Rowse embarcó en un avión de las Líneas Aéreas Libanesas que despegó del aeropuerto de La Valetta con destino Trípoli. Cuando tuvo ante su vista las pardas y amarillentas costas de la Tripolitania, que se extendían a lo largo de las brillantes aguas azules del Mediterráneo, Rowse pensó en el coronel David Stirling y en muchos otros, como Paddy Mayne, Jock Lewis, Reilly, Almonds, Cooper y el resto, los primeros hombres de las Fuerzas Aéreas Especiales que, justo después de la formación de ese grupo, atacaron, asaltaron e hicieron volar por los aires las bases alemanas a lo largo de toda esa costa, más de una década antes de que él naciera.
Y también pensó en las palabras que McCready le dijo en el aeropuerto de La Valetta mientras los dos guardaespaldas le esperaban en el automóvil:
—Me temo que Trípoli es un lugar al que no puedo acompañarte. Allí perderás tu retaguardia. Cuando llegues a esa ciudad, te encontrarás solo.
Y como sus predecesores en 1941, muchos de los cuales quedaron enterrados en el desierto, Rowse aprendería que en Libia estaría completamente solo.
El avión se inclinó hacia un ala y se dispuso a aterrizar en el aeropuerto de Trípoli.
Al principio no parecía haber problema alguno. Rowse hizo el viaje en clase turista y fue uno de los últimos en salir del avión. Siguió a los demás pasajeros por la escalerilla para ir a caer en las garras del sol abrasador de una mañana libia. Desde la terraza de observación del moderno y blanco edificio de aeropuerto, un par de ojos impasibles se fijaron en él y unos prismáticos se recrearon literalmente en su persona mientras cruzaba la asfaltada pista de aterrizaje en dirección a la puerta de «Llegadas».
Pasados unos segundos, los prismáticos fueron dejados a un lado, y murmuradas unas cuantas palabras en árabe.
Rowse se sumergió en el frescor del aire acondicionado de la sala de llegadas y se colocó al final de la cola de los que esperaban su turno para mostrar el pasaporte. Los policías de emigración, con sus ojos negros como el azabache, se tomaban la tarea con toda calma, hojeaban cada página de cada pasaporte, contemplaban con gran atención el rostro de cada pasajero, comparándolo detenidamente con la fotografía del pasaporte y consultando en todo momento un manual que mantenían fuera de la vista, debajo de sus escritorios. Los poseedores de pasaporte libio se alineaban en una cola aparte.
Dos ingenieros petroleros estadounidenses, que habían viajado en la zona de fumadores sentados detrás de Rowse, eran los últimos de la cola. Rowse tuvo que esperar veinte minutos hasta llegar ante el escritorio del policía que controlaba los pasaportes.
Éste, con uniforme verde, le cogió el pasaporte, lo abrió y echó una mirada a una nota que tenía debajo del escritorio. Sin la más mínima expresión en su rostro, alzó la mirada e hizo una seña a alguien que estaba detrás de Rowse. El excombatiente de la SAS sintió un golpecito en el hombro. Se volvió. Se encontró de cara con otro policía vestido de uniforme verde, algo más joven, cuya actitud era cortés, pero firme. Dos soldados armados lo escoltaban a prudente distancia.
—Tendría la amabilidad de acompañarme —le dijo el joven en un inglés bastante aceptable.
—¿Hay algo que no esté en orden? —preguntó Rowse.
Los dos ingenieros estadounidenses habían enmudecido. En una dictadura, el hecho de sacar a un pasajero de la cola del control de pasaportes hace enmudecer a la gente.
El policía que se le había acercado alargó la mano y retiró del escritorio el pasaporte de Rowse.
—Por aquí, si tiene la amabilidad —dijo.
Los dos soldados armados se adelantaron y se colocaron junto a él, uno a cada lado. El policía echó a andar, seguido por Rowse y los soldados que le escoltaban. Cruzaron el vestíbulo de pasajeros y se adentraron por un largo pasillo. Al final del mismo, el policía abrió una puerta a la izquierda e hizo un ademán indicativo a Rowse de que debía entrar. Los soldados se apostaron a cada lado de la puerta.
El oficial de Policía siguió a Rowse dentro de la habitación y cerró la puerta. Era un aposento pintado de blanco, con ventanas protegidas por barrotes. Una mesa y dos sillas, una frente a la otra, se encontraban en el centro de la habitación y no había nada más allí. De una de las paredes colgaba un gran retrato de Muammar el-Gaddafi. Rowse se sentó en una de las sillas; el policía lo hizo enfrente y se puso a estudiar su pasaporte.
—No entiendo qué ocurre —protestó Rowse—. Mi visado me fue concedido ayer por su Oficina del Pueblo en La Valetta. ¿Seguro que está en regla?
El policía se limitó a hacer un gesto lánguido con la mano, dándole a entender que debía permanecer tranquilo. El excombatiente de las Fuerzas Aéreas Especiales lo estaba. Una mosca zumbó. Transcurrieron cinco minutos.
Rowse escuchó el chirriar de la puerta al abrirse a sus espaldas. El joven policía alzó la mirada, se puso de pie de un salto, chocó los tacones de sus botas e hizo el saludo militar. Acto seguido, y sin pronunciar ni una palabra, salió de la habitación.
—Bien, Mr. Rowse, ¿así que por fin ha llegado?
La voz era cálida y bien modulada y su inglés tenía el acento y la corrección que sólo pueden ser adquiridos en alguno de los mejores colegios británicos. Rowse volvió la cabeza. No hizo el menor gesto que pudiese indicar que había reconocido ese rostro, aunque se había pasado horas enteras estudiando las fotografías de aquel hombre durante las sesiones de entrenamiento que McCready le había impartido.
«Es una persona cortés, de cultura urbana y de una exquisita educación… adquirida en nuestro país —le había dicho McCready—. También se distingue por una crueldad sin límites, y es letal de pies a cabeza. Cuídate mucho de Hakim al-Mansur.»
El jefe del servicio de contraespionaje libio era mucho más joven de lo que las fotografías daban a entender, apenas algo mayor que el mismo Rowse. Tenía treinta y tres años, se decía en el expediente.
En 1969, Hakim al-Mansur, que tenía a la sazón quince años de edad, era un escolar que asistía a un internado privado en Harrow en las afueras de Londres, también el hijo y heredero de un cortesano de cuantiosa fortuna, confidente del rey libio Idris, con quien le unía además una íntima amistad.
Aquel año, un grupo de oficiales jóvenes y de espíritu radical, acaudillados por un coronel desconocido, de origen beduino, llamado Gaddafi, llevaron a cabo un golpe de Estado mientras el Rey se encontraba de viaje por el extranjero y lo derrocaron. Los oficiales rebeldes proclamaron de inmediato la formación de la
Jamahariyah
del Pueblo, la República Socialista. El Rey y su corte se refugiaron en Génova, adonde llevaron sus considerables riquezas, e hicieron un llamamiento a Occidente para que los ayudase en la restauración del viejo régimen. Nadie acudió.
Sin saberlo su padre, el joven Hakim se encontraba embelesado con el curso tomado por los acontecimientos en su patria. Ya había repudiado a su padre y todos sus políticos tan sólo un año antes, cuando su exaltada imaginación juvenil se vio enardecida por los disturbios callejeros y la situación prerrevolucionaria creada en París por los estudiantes radicales y los obreros de la izquierda. No es un fenómeno desconocido el hecho de que la juventud apasionada se lance en los brazos de los políticos radicales, y el joven escolar de Harrow en particular, había abrazado esa causa en cuerpo y alma. Sin perder ni un momento, se puso a bombardear la Embajada libia en Londres con peticiones encendidas para que le permitieran abandonar el internado de Harrow y regresar a su patria, donde pensaba unirse a la revolución socialista.
Sus cartas fueron estudiadas y sus peticiones rechazadas. Pero uno de los diplomáticos, un simpatizante del viejo régimen, escribió a Ginebra para informar al padre de Hakim al-Mansur de las veleidades de su hijo. Se produjo entonces una rabiosa disputa entre padre e hijo. El chico se negó a retractarse. Viéndose despojado de sus ingresos a los diecisiete años de edad, el joven Hakim al-Mansur tuvo que abandonar Harrow antes de acabar sus estudios. Durante un año anduvo dando vueltas por Europa, mientras intentaba convencer a Trípoli de su lealtad y buenas intenciones, pero era rechazado una y otra vez. En 1972 aparentó que había cambiado de modo de pensar, hizo las paces con su padre y se integró a la corte en el exilio, en Ginebra.
Durante ese tiempo tuvo la oportunidad de enterarse de los planes de una conjura, en la que estaba implicado un gran número de oficiales formados en la SAS británica, contratados por el canciller de Finanzas del rey Idris, con el fin de organizar un golpe de Estado en contra del coronel Gaddafi, que llevarían a cabo unos comandos en las zonas costeras de Libia, y que partirían de Génova en un buque llamado
Leonardo da Vinci
. El objetivo de la operación era tomar por asalto la cárcel principal de Trípoli, la llamada «Trípoli Hilton», y liberar a todos los jefes de clan de los nómadas del desierto, los cuales eran partidarios del rey Idris y odiaban a muerte al coronel Muammar el-Gaddafi. Los jefes nómadas se darían a la fuga, alzarían a sus tribus y derrocarían al usurpador. De inmediato, Hakim al-Mansur reveló todo el plan a la Embajada libia en París.
De hecho, el plan ya había sido descubierto (por la CÍA, que más tarde se lamentó de ello) y desmantelado, a petición de los estadounidenses, por las Fuerzas de Seguridad italianas. Pero aquel gesto de Hakim al-Mansur le valió una larga y prolongada entrevista con un funcionario de la Embajada libia en París.
El joven se había aprendido de memoria casi todos los farragosos discursos del coronel Gaddafi y hecho suyas las estrafalarias ideas del caudillo libio; sus conocimientos y entusiasmo lograron impresionar lo suficiente al oficial que lo interrogó como para que el joven y ardoroso revolucionario obtuviese el permiso para regresar a su país. Dos años después se había incorporado al Servicio Secreto de Inteligencia, al Mukhabarat.
El coronel Gaddafi en persona se entrevistó con él, supervisó su carrera y le prestó apoyo durante aquellos años. Entre 1974 y 1984, el joven al-Mansur llevó a cabo una serie de «asuntos delicados» en el extranjero para el coronel Gaddafi, moviéndose sin dificultad por el Reino Unido, Estados Unidos y Francia —donde la elocuencia y cortesía de que hizo gala fueron muy apreciadas—, así como por los nidos terroristas de Oriente Medio, en los que se convirtió en un árabe de los pies a la cabeza. Dirigió en persona el asesinato de tres enemigos políticos de Gaddafi que vivían en el extranjero, y entabló lazos de profunda alianza con la OLP, convirtiéndose además en un amigo íntimo y admirador de los cabecillas y de las eminencias grises del movimiento Septiembre Negro, en especial de Abu Hassan Salameh, a quien se parecía mucho.
Tan sólo un fuerte catarro le impidió reunirse con Salameh en el
squash
celebrado aquel día de 1979 cuando el Mossad logró arrinconar al fin al hombre que había planificado la matanza de los atletas judíos en las olimpíadas celebradas en Munich y le hizo volar en pedazos. El comando enviado por Tel Aviv jamás llegó a saber cuan cerca habían estado de matar a dos pájaros similares con una sola bomba.
En 1984 el coronel Gaddafi lo había ascendido a jefe de todas las operaciones terroristas en el extranjero y dos años después el mismo caudillo libio se veía reducido a un simple manojo de nervios a causa de las bombas y misiles estadounidenses. Por ello ardía en deseos de venganza, y la misión de al-Mansur consistía en proporcionársela… rápidamente. En relación con los británicos, no había problemas; los hombres del IRA (a los que en privado veía como a bestias feroces) se encargarían de dejar un reguero de sangre y muerte por todo el Reino Unido si se les suministraban los medios apropiados. El problema era encontrar un grupo similar dentro de Estados Unidos. Y allí estaba ese joven inglés, que podría ser un renegado…, o no serlo.
—Mi visado, le repito, está en regla —insistió Rowse, indignado—, así que ¿puedo preguntarle qué demonios está pasando?
—Por supuesto, Mr. Rowse, y la respuesta es muy simple. La entrada a Libia le ha sido denegada.
Al-Mansur cruzó el aposento y se quedó contemplando a través de una ventana los hangares del servicio de mantenimiento del aeropuerto que se veían al fondo.
—¿Pero por qué? —preguntó Rowse—. Mi visado fue expedido ayer mismo en La Valetta. Está en regla. Todo lo que quiero hacer es recoger algunos datos para unos pasajes de mi próxima novela.
—Por favor, Mr. Rowse, ahórreme usted esas protestas de inocencia. Usted es un antiguo oficial de las Fuerzas Aéreas Especiales británicas, —convertido en novelista, al parecer. Y ahora se presenta aquí y quiere convencernos de que desea describir nuestro país en su próximo libro. Con franqueza, dudo mucho de que la descripción que usted haga de mi país sea lisonjera; además, el pueblo libio no comparte, por desgracia, su británico sentido del humor. No, Mr. Rowse, usted no puede permanecer aquí. Venga, le acompañaré hasta el avión a Malta.
Al-Mansur pronunció una orden en árabe y la puerta se abrió de inmediato. Los dos soldados entraron en la habitación. Uno de ellos se apoderó del maletín de Rowse. Al-Mansur recogió el pasaporte de la mesa. Los dos soldados se echaron a un lado para ceder el paso a ambos civiles.
Al-Mansur condujo a Rowse por diversos pasillos y salieron a los ardorosos rayos del sol. El avión de las líneas aéreas libias se encontraba listo para el despegue.
—Mi equipaje —dijo Rowse.
—Ya se encuentra a bordo, Mr. Rowse —le informó al-Mansur.
—¿Puedo saber con quién he estado hablando? —preguntó Rowse.
—De momento no, querido amigo —contestó al-Mansur—. Llámeme… Mr. Aziz. Bien, ¿dónde piensa dirigirse ahora para proseguir sus investigaciones?
—No tengo ni idea —dijo Rowse—. Según parece, mis investigaciones han llegado al punto de partida.
—En ese caso, descanse —le aconsejó al-Mansur—. Disfrute de unas cortas y merecidas vacaciones. ¿Por qué no viajar a Chipre? Es una isla encantadora. Personalmente, siempre me inclino por los aires frescos de los montes Troodos en esta época del año. Justo en las afueras de Pedhoulas, en el valle de Marathassa, hay una vieja y acogedora hostería, «Apolonia». Se la recomiendo. Suelen pasar por allí personas de lo más interesantes. Que tenga un buen viaje, Mr. Rowse.