Ese mismo día, el jefe del SIS almorzó con su colega, el director general del MI-5. El tercer hombre a la mesa era el presidente del Comité Conjunto de Inteligencia; su misión consistiría en dar la voz de alarma al Consejo de Ministros. Dos días después, en una operación realizada por el MI-5 se consiguió la segunda pieza del rompecabezas.
Nada hubo previsible en aquella operación; fue sólo uno de esos extraños golpes de suerte que, a veces, hacen la vida más fácil. Un joven militante del IRA, que conducía un automóvil con una «Armalite» en el maletero, se topó por sorpresa con la barricada que una unidad móvil de la Policía Real de Ulster había levantado en la carretera. El adolescente tuvo un titubeo, pensó luego en el subfusil que llevaba en el coche y que le garantizaría unos cuantos años de prisión en una cárcel, y trató de romper el control policiaco.
Estuvo a punto de lograrlo. Y si hubiese tenido más experiencia, se hubiera salido con la suya. El sargento y los dos policías que custodiaban la barricada tuvieron que echarse a un lado cuando el coche robado se precipitó de repente contra ellos. Pero un tercer policía, que se encontraba algo retirado, alzó su rifle y efectuó cuatro disparos contra el automóvil que se daba a la fuga. Uno de los disparos alcanzo al joven en la nuca.
El muchacho no era más que un simple recadero, pero el IRA decidió que merecía un funeral con honores militares. Aquello tuvo lugar en el pueblo natal del joven fallecido, una pequeña localidad en South Armagh. La apesadumbrada familia fue confortada por Gerry Adams, presidente del Sinn Fein, el cual les pidió un pequeño favor. ¿Estarían dispuestos a permitir que un sacerdote forastero, que sería presentado a los demás como un viejo amigo de la familia, se encargase de oficiar el funeral en lugar del cura de la parroquia? La familia, compuesta toda ella por republicanos a ultranza, y con otro hijo que había dedicado su vida al servicio del asesinato, no dudó en dar su consentimiento. Los funerales fueron oficiados por el padre Dermot O’Brien.
Un hecho muy poco conocido acerca de los funerales que el IRA celebra para enterrar a sus muertos en Irlanda del Norte es que esos actos son utilizados por los dirigentes para reunirse y celebrar conferencias en un entorno que les resulta tan útil como seguro. Las ceremonias están rodeadas siempre de fuertes medidas de seguridad por parte de los «hombres duros» del IRA. Cada persona de la comitiva fúnebre —hombres, mujeres y niños— suele ser un simpatizante activo del IRA. En algunas de las localidades pequeñas de South Armagh, Fermanagh y South Tyrone, hay pueblos enteros en los que hasta el último de sus habitantes es un fanático simpatizante del Ejército Republicano irlandés.
Pese a que las cámaras de televisión se encuentran con frecuencia enfocadas hacia los participantes de esas ceremonias, los jefes del IRA, protegidos por la multitud de los especialistas en la lectura de los movimientos de los labios, pueden murmurar sus conferencias, forjar planes, tomar decisiones, intercambiar información y concretar operaciones futuras, algo que no siempre resulta fácil para personas que están bajo constante vigilancia. Para un soldado británico o para un miembro de la Policía Real de Ulster, el acercarse a uno de esos entierros puede ser la señal que desencadene un tumulto o, incluso, la muerte del soldado, como ha ocurrido muchas veces. La vigilancia de esas ceremonias se realiza con cámaras provistas de teleobjetivos, pero no se puede detectar con ellas una conversación que se lleve a cabo entre murmullos y por las comisuras de la boca. De este modo, el IRA utiliza incluso la supuesta santidad de la muerte para planear futuras masacres.
Cuando los británicos se enteraron de lo que ocurría, no se mostraron remisos a la hora de ponerse al día. En cierta ocasión se dijo que lo más importante que un caballero inglés ha de aprender en su vida consiste precisamente en saber cuándo tiene que dejar de serlo. Así que los británicos optaron por ocultar micrófonos en los ataúdes.
La noche anterior al funeral que iba a celebrarse en la localidad de Ballycrane, dos soldados de la SAS, disfrazados con ropas de civil, se introdujeron en la funeraria donde el féretro vacío se encontraba a la espera de ser utilizado por la mañana. El cadáver, conforme a la tradición irlandesa, yacía aún afuera, en el vestíbulo familiar situado en la parte frontal de la casa con mira a la calle. Uno de los soldados era técnico en electrónica, el otro, ebanista y carpintero. En una hora ya habían implantado el micrófono dentro del maderamen del ataúd. El aparato tendría una vida muy corta, ya que antes del mediodía siguiente estaría bajo dos metros de tierra.
Por la mañana, ocultos en un refugio profundo en la ladera de una colina que se alzaba sobre la aldea, los hombres de la SAS vigilaban el entierro y fotografiaban los rostros de todos los asistentes al acto con una cámara cuyo objetivo parecía un tubo de bazuca. Uno de los soldados se encargaba de registrar los sonidos que transmitía el artilugio introducido en la madera del féretro, cuando éste era transportado a través de la calle principal de la aldea e introducido en la iglesia. El aparato en cuestión grabó todo el servicio fúnebre; luego, los soldados vigilaron el féretro, desde el momento en que era sacado de la iglesia hasta que fue depositado junto a la fosa abierta.
El sacerdote, con su sotana hinchada y ondeante por los efectos de la brisa matinal, pronunció sus últimas palabras y echó un puñado de tierra sobre el féretro cuando lo hubieron introducido en la tumba. El ruido que la tierra produjo al chocar contra la madera hizo que el soldado que estaba a la escucha se estremeciese sobresaltado, por lo fuerte que sonó. Al lado de la fosa abierta, el padre Dermot O’Brien se situó junto a un hombre que era conocido por los ingleses como el ayudante del jefe del estado mayor de la Junta Militar del IRA. Con las cabezas gachas y ocultando los labios, se pusieron a hablar en murmullos.
Y todo cuanto dijeron quedó registrado en la grabadora que tenían en la ladera de la colina. Desde allí, la cinta fue a Lurgan, después al aeropuerto de Aldergrove y, por último, a Londres. No había sido más que una simple operación de rutina, pero el resultado era equiparable a un filón de oro puro. El padre Dermot O’Brien comunicaba a la Junta Militar del IRA todos los detalles de la oferta hecha por el coronel Gaddafi.
—¿Cuánto? —preguntó Sir Anthony, el presidente del Comité Conjunto de Inteligencia, dos días después en Londres.
—Veinte toneladas, Tony. Ésa es la oferta.
El director general del MI-5 cerró el informe que su colega había terminado de leer y lo guardó de nuevo en su portafolios.
No tenía la cinta original a mano. Sir Anthony era un hombre muy ocupado, así que un resumen escrito era todo cuanto necesitaba.
La cinta había estado más de un día en las oficinas del MI-5 en Londres, y los técnicos habían trabajado con ella a toda prisa. La calidad del sonido no era especialmente buena, algo inevitable. Por una parte, el aparato de escucha había sido preparado para registrar las palabras a través de medio centímetro de madera y el ataúd se encontraba ya dentro de la fosa cuando empezó la dichosa conversación. Por otra parte, no faltaron otros sonidos como los sollozos de la madre del joven terrorista muerto, que en todo momento estuvo cerca del cadáver; los silbidos del viento por encima de la fosa abierta y a través de los ondeantes hábitos del sacerdote; los murmullos de los asistentes y el estruendo que formó la guardia de honor del IRA, cuando sus hombres, que se cubrían el rostro con una capucha negra, dispararon al aire tres salvas seguidas. Un productor de radio hubiese pensado que se trataba de la grabación confusa de un desorden callejero. Pero esa grabación no había sido hecha pensando en su transmisión por radio. Por otra parte, la tecnología del registro electrónico de sonidos se encuentra muy avanzada. Con sumo cuidado, los ingenieros de sonido habían ido eliminando los ruidos de fondo, «filtrando» las palabras pronunciadas en distintos ámbitos de frecuencia y separándolas de todo lo demás. Las voces del sacerdote oficiante y del hombre de la Junta Militar que se encontraba junto a él jamás hubiesen ganado un premio de buena locución, pero lo que decían se escuchaba con suficiente claridad.
—¿Y en cuanto a las condiciones? —preguntó Sir Anthony—. ¿No hay duda acerca de ellas?
—Ninguna —contestó el Director General—. En esas veinte toneladas va incluido lo habitual: pistolas ametralladoras, rifles, granadas, lanzagranadas, morteros, pistolas, aparatos de relojería para las bombas y bazucas, probablemente «RPG-7» checas. A lo que hay que añadir dos mil kilos de «Semtex-H». Y de todo ello, la mitad deberá ser usada para colocar bombas en territorio británico, en una campaña de terror que incluirá el asesinato del embajador de Estados Unidos. Según parece, los libios se mostraron muy insistentes en eso.
Bobby, quiero que transmitas todo esto al SIS —dijo Sir Anthony—. Nada de rivalidad entre los Servicios, si tienes la amabilidad. Cooperación total, en todos los aspectos. Da la sensación de que se trata de una operación de ultramar, y eso es asunto suyo. Partiendo de algún lugar de Libia hasta alguna bahía olvidada de Dios en las costas de Irlanda, el asunto será una operación extranjera. Quiero de ti que les des la cooperación más absoluta de tu organización, empezando por ti mismo.
—Eso ni se discute —aseveró el Director General—. La tendrán.
Antes del anochecer, el jefe del Servicio Secreto de Inteligencia británico y su subordinado, Timothy Edwards, habían recibido un amplio y exhaustivo informe en Curzon Street, donde su Servicio hermano tenía el Cuartel General. En contra de lo que acostumbraba a hacer, el Jefe se mostró dispuesto a admitir que podía corroborar, en parte, la información del Ulster gracias a lo que el médico libio les había comunicado. En situaciones normales, nadie hubiera sido capaz de sacarle la más mínima alusión concerniente a las misiones del SIS en el extranjero, pero ésa no era una situación normal.
El jefe del SIS pidió la cooperación que deseaba y la obtuvo. El MI-5 redoblaría sus tareas de vigilancia, tanto físicas como electrónicas, en torno al hombre del Consejo Militar del IRA. Y mientras el padre O’Brien siguiese viviendo en el Norte, le serían aplicable idénticas medidas. Cuando regresara a la República de Irlanda, el SIS se haría cargo de su persona. La vigilancia también se doblaría en torno al otro hombre mencionado en la conversación mantenida junto a la tumba; un hombre que era muy conocido por las Fuerzas de Seguridad británicas, pero que nunca había sido acusado de nada ni detenido.
El Jefe ordenó a sus propias redes de agentes en la República de Irlanda que estuvieran al tanto del regreso del padre O’Brien, para que lo mantuviesen luego bajo continua vigilancia y, por encima de todo, para que alertasen a Londres si salía al extranjero por aire o por mar. La detención del sospechoso sería mucho más fácil en el continente europeo.
Al volver a la
Century House
, el Jefe mandó llamar a Sam McCready.
—Impídelo, Sam —dijo el Jefe—. Impídelo como sea, bien en sus mismas fuentes en Libia o durante el transporte. Esas veinte toneladas no han de llegar a poder de esas gentes.
Sam McCready se pasó horas enteras sentado en la oscura sala de proyecciones viendo la película rodada en el funeral. Mientras la cinta grababa todo el servicio fúnebre dentro de la iglesia, la cámara había vagado afuera de un lado a otro, por el cementerio, enfocando al puñado de miembros del IRA que estaban apostados allí para impedir que alguien se acercara. Con las capuchas de lana negras, ninguno era reconocible.
Cuando el cortejo salió por el pórtico de la iglesia para encaminarse hacia la fosa abierta, cuatro hombres encapuchados llevaban el féretro sobre sus hombros; en ese momento, Sam McCready pidió a los técnicos que sincronizaran sonido e imagen. Nada se oyó que pudiera parecer ni remotamente sospechoso hasta el momento en que el sacerdote, agachando la cabeza, se colocó ante la tumba junto al hombre de la Junta Militar del IRA que estaba a su lado. El sacerdote levantó la cabeza en cierta ocasión para dirigir unas palabras de consuelo a la sollozante madre del joven muerto.
—Congelad la imagen. Sacar de ahí un primer plano. Ampliadlo.
Cuando el rostro del padre O’Brien llenó toda la pantalla, McCready se quedó contemplándolo con fijeza durante veinte minutos, memorizando cada rasgo hasta reconocer aquel rostro en cualquier lugar.
Leyó la transcripción de la parte de la cinta grabada en la que el sacerdote informaba sobre su visita a Libia, y la releyó una y otra vez. Después se encerró en su despacho y se dedicó a mirar las fotografías.
Una de ellas era de la de Muammar el-Gaddafi, con su negro cabello abultado sobresaliendo por debajo de su gorra militar y la boca entreabierta mientras hablaba. Otra de las fotos correspondía a Hakim al-Mansur, cuando se apeaba de un automóvil en París, exquisitamente vestido por «Saville». Llamativo, pulcro y acicalado, bilingüe en árabe e inglés, hablando el francés con fluidez, educado, encantador, cosmopolita y completamente mortífero. La tercera mostraba al jefe del estado mayor de la Junta Militar del IRA, dirigiéndose a una multitud en un mitin público celebrado en Belfast, desempeñando su otro papel de hombre respetuoso de la ley y concejal local del partido político Sinn Fein. Había una cuarta foto, la del hombre que había sido mencionado junto a la tumba como miembro de la Junta Militar al que correspondería hacerse cargo de la operación y dirigirla, la persona que el padre O’Brien tenía que haber presentado y recomendado por carta a Hakim al-Mansur. Los británicos sabían que era un antiguo comandante de la brigada South Armagh del IRA, promovido ahora de su cargo en los asuntos locales a jefe de los Comandos Especiales, un hombre muy inteligente, con una larga experiencia, y, además, un asesino despiadado. Se llamaba Kevin Mahoney.
McCready permaneció contemplando las fotografías durante horas, intentando extraer algún conocimiento de los cerebros que se ocultaban tras aquellos rostros. Si deseaba ganar, tendría que medir su inteligencia con la de ellos. En cierto modo, le llevaban ventaja. Ellos deberían de saber no sólo lo que tenían que hacer, sino cómo hacerlo. Y cuándo. Él estaba al corriente de lo primero, pero ignoraba lo segundo y lo tercero.
McCready tenía dos ventajas. Sabía lo que los otros tenían en mente, pero ellos ignoraban ese detalle; y podía reconocerlos, mas ellos a él, no. ¿O acaso conocía al-Mansur su rostro? El libio había trabajado con la KGB; los rusos conocían a McCready. ¿Habrían pasado un retrato del
Manipulador
al libio?